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Mi abuelo paterno, Rafael Fuentes Vélez, era hijo de un comerciante emigrado de las Islas Canarias, Carlos Fuentes Benítez, quien contrajo nupcias con una bellísima criolla, Clotilde Vélez, que fue asaltada en el Camino Real. El bandido le pidió sus anillos y, ella, rehusando entregarlos, los perdió de un bárbaro machetazo. Mi abuelo creció en el puerto jarocho y conoció a mi abuela en las fiestas de la Candelaria en Tlacotalpan. Él tenía cuarenta años y ella diecisiete. Las fotos muestran a un hombre de baja estatura, nariz aguileña, y ojos penetrantes bajo extraordinarias cejas arqueadas como dos acentos circunflejos, que le daban un aspecto permanente de enojo y hasta diabólico. Mi abuela Emilia, en cambio, parecía una estatua gótica, delgada, severa, alta, agraciada con un perfil perfecto, recto y dispuesto a darle al rostro una simetría noble y eterna.

Tuvieron tres hijos, Carlos Fuentes Boettiger, el mayor, destacó muy pronto como poeta, discípulo preferido de Salvador Díaz Mirón y joven galán alto, esbelto y rubio. A los veintiún años, partió a estudiar a la ciudad de México y nunca regresó. Sucumbió víctima de una de esas epidemias de tifoidea que asolaban a un México retrasado, insalubre y caótico. Pero la familia tuvo años de alegría, primero en el puerto, donde mi abuelo era el gerente del Banco Nacional de México, y más tarde en Jalapa, donde ocupó el mismo puesto y vio su salud, gradualmente, deteriorarse, víctima de una parálisis progresiva que al cabo lo dejó mudo, sentado en una silla de ruedas y sin más expresión -como el anciano Villefort de El Conde de Montecristo- que la de sus extraordinarias cejas. Por mi padre sabía que este hombre anciano al que alcancé a conocer, era un voraz lector en español, francés, italiano e inglés. Conservo de mi abuelo Rafael unas bellísimas y antiguas ediciones de Dante, de Swift, de Walter Scott, impresas en el siglo XIX con una letra tan pequeña que debió necesitar lupa para ser leída. Mi padre me contaba cómo, cada mes, mi abuelo lo llevaba de la mano al puerto en espera del paquebote de Liverpool y Le Havre, que llegaba a Veracruz con las revistas ilustradas -The London Illustrated News, La Vie Parisienne – y las novelas de moda: Pierre Benoit, Alphonse Daudet, Fierre Loti.

Sin esperanza de que su marido recuperase la salud, mi empeñosa abuela Emilia Boettiger se trasladó a la ciudad de México y estableció, en los altos de la esquina de Mérida y Álvaro Obregón, una casa de huéspedes que atendía a los veracruzanos de paso por la capital. Seguían el éxodo que llevó a muchas familias afectadas por el movimiento revolucionario, de la provincia a la capital. Mujer de extraordinaria energía y voluntad, mi abuela Emilia cuidaba a su marido incapacitado, gobernaba una deliciosa cocina jarocha de manchamanteles, moros y cristianos, plátanos fritos, ropavieja y pulpos en su tinta, mientras mi tía Emilia, dominada por la fuerte voluntad de su madre, la ayudaba y se sentía -hasta su propia muerte- encargada de cuidar a sus padres más que a sí misma. Sacrificó, como en las novelas de moda, su propia felicidad a los deberes filiales.

En cambio, mi padre, Rafael Fuentes Boettiger, dejó atrás la provincia de su infancia y juventud para atender una vocación que le animaba desde que, de niño, iba con mi abuelo a recibir el paquebote. Lector precoz, desde la infancia tendía a escenificar sus lecturas, apropiándose del papel de D’Artagnan en adaptaciones representadas en el vasto gimnasio del banco en Veracruz. A los trece años, como cadete de la preparatoria militarizada de Jalapa, partió a Veracruz en defensa del puerto invadido por los «marines» norteamericanos. No llegó muy lejos; la ocupación se consumó velozmente. Tampoco llegó lejos cuando a los diecinueve años decidió unirse a la compañía teatral de Fernando Soler y Sagra del Río, saliendo de Jalapa a escondidas. Mi abuelo lo esperaba en la estación de Córdoba y lo bajó del tren de una oreja.

Joven abogado y maestro en la Facultad de Derecho de la universidad veracruzana, a los veinticinco años, mi padre ingresó al Servicio Exterior Mexicano como abogado de la Comisión de Reclamaciones México-Norteamericana, creada para atender las quejas de ciudadanos de los Estados Unidos afectados por los actos de guerra en la frontera norte. Conoció a mi madre en uno de esos viejos y añorosos tranvías amarillos que entonces surcaban la ciudad de México, se casaron y salieron al primer puesto diplomático en Panamá, donde yo nací nueve meses después, el 11 de noviembre de 1928.

Formamos una familia feliz. A los ojos de Tolstoy, pues, no una familia demasiado interesante. Pero ¿quién quiere ser interesante al precio de ser infeliz? Mi hermana Berta nació en México en 1932 y pasamos la infancia en las embajadas de México en Washington, Santiago de Chile y Buenos Aires. Seguramente nos unió la vida andariega y mutante de la diplomacia -«gitanos con frac», decía mi padre- pero, sobre todo, el ambiente de mutuo respeto y constante cariño de nuestra vida en común. Alfonso Reyes dejó testimonio de mi padre: «Era un hombre esencial, sin espuma.» Ese hombre sin espuma llegó un día a la Embajada de México en Río de Janeiro y encontró al máximo escritor mexicano contestando oficios, descifrando cables y archivando recortes. «Yo me ocupo de la oficina, don Alfonso», le dijo mi padre. «Usted dediqúese a escribir.» Con otro gran embajador, Francisco Castillo Nájera, enviado del gobierno cardenista en Washington, mi padre afinó su extraordinaria disciplina de trabajo y atención al detalle, cualidades que lo distinguieron durante sus años al frente del Protocolo en la Secretaría de Relaciones Exteriores y luego sus embajadas en Panamá, La Haya, Roma y Lisboa. Dejar la diplomacia, jubilado, lo mató. Buscaba, retirado en México, su chofer, sus informes, su agenda diplomática diaria. Sin todo ello, se fue apagando, desconcertado, con una conmovedora mirada de ausencia y nostalgia.

Le debo mi información literaria básica. Su impulso, su tácito homenaje a la promesa incumplida del hermano muerto, me movieron desde niño. Era un hombre de humor, de ternura y puntualidad: buen ejemplo, buena muestra. Mi madre, a su lado, vivió con él un amor sin interrupciones. El mismo día de su muerte, mi padre hizo dos cosas. Se probó un traje nuevo y acosó sexualmente a mi madre. Ella representó siempre la dignidad y formalidad del hogar, la certeza de que detrás de los viajes, las necesarias adaptaciones a escuelas, lenguas, costumbres, había un principio de seriedad, rectitud y hasta impaciencia con la gente ambiciosa, arribista o intrigante. No carecía de humor. Excelente jugadora de póquer, la vi «despelucar» a los generales de la revolución que, para su desgracia, apostaban contra ella en las cenas de las embajadas. Y hasta el día de hoy, achacosa pero entera a sus noventa años, me confiesa: «Tengo una frustración en la vida. Hubiese querido manejar un helicóptero.»

Lo que manejaba maravillosamente era nuestro Buick, cada verano, desde Washington a México, soportando el calor, las discriminaciones texanas («No se admiten perros o mexicanos») y las curvas de Tamazunchale. Esta destreza práctica compensaba con creces la disposición más soñadora y desinteresada de mi padre. Mi madre es la que organizaba el hogar, disponía los horarios, tenía lista la ropa y contraía las deudas para el automóvil, la escuela, el apartamento. Miraba más al futuro que mi padre, un hombre disciplinado y puntual al extremo, pero también -bravo por él- soñador, tierno, sin ambiciones monetarias. Podía ser enérgico e intolerante. Lo fue conmigo, desde luego: aún me duelen las cuerizas que me propinó. Lo era con toda muestra de impuntualidad, indisciplina o falta de cortesía. Lo era con los políticos mexicanos corruptos o altaneros. Recuerdo aún su enfrentamiento, nariz con nariz, con el cacique potosino Gonzalo N. Santos por una falta de respeto. Recuerdo su decisión de renunciar, durante el gobierno de Abelardo Rodríguez, a la secretaría general del Distrito Federal, horrorizado ante los ofrecimientos de «mordidas» y violaciones a la ley. Duró dos meses en el puesto. Creo que pasará la eternidad en el cielo.