Pero Jano tiene otra cara menos atractiva. La velocidad misma del desarrollo tecnológico deja atrás, quizás para siempre, a los países incapaces de mantener el paso. El libre comercio acentúa las ventajas de las grandes corporaciones competitivas (muy pocas) y arrumba a la pequeña y mediana industria sin la cual los niveles de empleo, salario y bienestar de las mayorías sufren y restan soporte al desarrollo del tercer mundo. En consecuencia, la globalización acentúa la división entre ricos y pobres, internacionalmente y dentro de cada nación: el 20 por ciento de la población del mundo consume el 90 por ciento de la producción mundial. Se levanta el espectro de un darwinismo global, como lo ha llamado Óscar Arias. Las inversiones especulativas privan sobre las productivas: el 80 por ciento de los seis mil millones de dólares que circulan diariamente en los mercados globales son capitales de especulación. Las crisis de la globalización, por este motivo, no son crisis de las empresas ni de la información ni de la tecnología: son crisis del sistema financiero internacional, provocadas por la ruptura de los controles sociales de la economía y la disminución del poder político frente al poder cresohedónico.
Unión de Creso -dinero- y Hedoné -placer-, la cultura global se convierte en un desfile de modas, una pantalla gigante, un estruendo estereofónico, una existencia de papel cauché. Nos convierte en lo que C. Wright Mills llamó «Robots Alegres». Nos condena, según el título de un célebre libro de Neil Postman, a «divertirnos hasta la muerte». Mientras tanto, millones de seres humanos mueren sin haber sonreído nunca. Un vasto traslado del mundo rural a las ciudades acabará, en el siglo XXI, por erradicar una de las más viejas formas de vida, la vida agraria. Sólo habrá vida citadina. Y sólo habrá una crisis generalizada de la civilización urbana: pandemias incontrolables, gente sin techo, infraestructuras desmoronadas, discriminación contra las minorías sexuales, la mujer, el inmigrante. Mendicidad. Crimen.
¿Hay respuestas a esta crisis? ¿Qué papel le corresponde en el siglo XXI a esa izquierda en la que yo me eduqué, cuyos ideales asimilé, cuyas crisis atestigüé y critiqué? ¿Puede volver la política a ejercer control sobre los mercados anárquicos? ¿Tiene un papel el Estado en el mundo global? Las hay. Lo puede. Lo tiene. El antiestatismo friedmanita de los años Reagan-Thatcher de mostró su hipocresía y su insuficiencia. Declarado obsoleto, el Estado resultaba bien vigente para rescatar a bancos quebrados, a financieros fraudulentos y a industrias bélicas mimadas. En 2001, nos damos cuenta de que no hay democracias estables sin Estado fuerte. Lejos de disminuir al Estado, la globalización extiende las áreas de la competencia pública. Lo que ha disminuido es el Estado propietario. Lo que es más necesario que nunca es el Estado regulador y normativo. No hay nación desarrollada en la que esto no sea cierto. Con más razón, deberá serlo en países con agentes económicos débiles: la América Latina.
Están a la vista los efectos nocivos de una globalización que escapa a todo control político, nacional o internacional, para favorecer a un sistema especulativo que en palabras de uno de sus más sagaces protagonistas, George Soros, ha llegado a sus límites. Si continúa sin frenos, advierte Soros, el mundo será arrastrado a una catástrofe. Las crisis de la globalización -Filipinas, Malasia, Brasil, Rusia, Argentina- tienen un origen perverso: sobrevalúan al capital financiero pero subvalúan al capital social.
La misión del conjunto social dentro de lo que, a falta de mejor denominación, seguiremos llamando «la nación», consiste en reanimar los valores del trabajo, la salud, la educación y el ahorro: devolverle su centralidad al capital humano.
¿Es tolerable un mundo en el que las necesidades de la educación básica en las naciones en desarrollo son de nueve mil millones de dólares, y el consumo de cosméticos en los Estados Unidos también es de nueve mil millones de dólares?
¿Un mundo en el que las necesidades de agua, salud y alimentación en los países pobres podrían resolverse con una inversión inicial de trece mil millones de dólares -y donde el consumo de helados en Europa es de trece mil millones de dólares?
«Es inaceptable -nos dicen, entre otros, el ex director general de la Unesco, Federico Mayor, y el director del Banco Mundial, James Wolfenson- que un mundo que gasta aproximadamente ochocientos mil millones al año en armamento no pueda encontrar el dinero -estimado en seis mil millones por año- para dar escuela a todos los niños del mundo.»
Tan sólo una rebaja del uno por ciento en gastos militares en el mundo sería suficiente para sentar frente a un pizarrón a todos los niños del mundo.
Todos estos datos deberían impulsar a la comunidad internacional a darle un rostro humano a la era global.
Y sin embargo, al fin y al cabo, nos hallamos de vuelta en nuestros pagos, los problemas no pueden esperar una nueva ilustración internacional que tarda en llegar y acaso nunca llegue.
La caridad empieza por casa y lo primero que los latinoamericanos debemos preguntarnos es, ¿con qué recursos contamos para sentar las bases de un desarrollo que, a partir de la aldea local, nos permita, al cabo, ser factores activos y no víctimas pasivas del veloz movimiento global en el siglo XXI?
La globalización en sí no es panacea para la América Latina.
No seremos excepción a la verdad que se perfila con claridad cada vez mayor. No hay globalidad que valga sin localidad que sirva.
En otras palabras: No hay participación global sana que no parta de gobernanza local sana.
Y la gobernanza local necesita sectores públicos y privados fuertes y renovados, conscientes de sus respectivas responsabilidades. «Poner en orden la propia casa, construir una economía estable… y un Estado sólido, capaz de ofrecer seguridad en todos los órdenes» (Héctor Aguilar Camín, México: la ceniza y la semilla).
La globalización será juzgada. Y el juicio le será adverso si por globalización se entiende desempleo mayor, servicios sociales en descenso, pérdida de soberanía, desintegración del derecho internacional, y un cinismo político gracias al cual, desaparecidas las banderas democráticas agitadas contra el comunismo durante la guerra fría por el llamado mundo libre, éste se congratula de que, en vez de totalitarismos comunistas o dictaduras castrenses, se instalen capitalismos autoritarios, eficaces, como en China, que siempre son preferibles -en la actual lógica global- a neoliberalismos fracasados que en realidad son capitalismos de compadres, como en Rusia.
La globalización puede instalarnos en un mundo indeseable dominado por la lógica especulativa, el olvido del ser humano concreto, el desprecio hacia el capital social, la burla de los restos de soberanías nacionales ya heridas profundamente, la destitución del orden internacional y la consagración del capitalismo autoritario como forma expedita de seguridad, sin necesidad de mayores explicaciones.
Pero el desafío está allí. El Everest no se moverá. ¿Cómo podemos escalarlo? ¿Cómo podemos revertir las tendencias negativas de la globalización a tendencias favorables?
¿Podemos aprovechar las oportunidades de la globalización para crear crecimiento, prosperidad y justicia?
Quiero decir con esto que si la globalización es inevitable, ello no significa que sea fatalmente negativa.
Significa que debe ser controlable y que debe ser juzgada por sus efectos sociales.
¿Es posible socializar la economía global? Yo creo que sí, por más arduo y exigente que sea el esfuerzo.
Sí, en la medida en que logremos sujetar las nuevas formas de relación económica internacional a la acción de base de la sociedad civil, al control democrático y a la realidad cultural.
Sí, en la medida en que la sociedad civil sea capaz de ofrecer alternativas a un supuesto modelo único.