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Quienes se oponen a la innovación, conducen a los obreros al fracaso. La nueva izquierda no puede ser un neoluddismo sino una política de oportunidades crecientes para el trabajo mediante arreglos contractuales que tomen en cuenta no sólo la flexibilidad de las empresas, sino la de los trabajadores. Han muerto el fordismo capitalista y el estajavonismo soviético. Más que políticas de pleno empleo, la izquierda debe definirse a favor del empleo satisfactorio que puede conducir a un creciente empleo con más trabajos temporales, de duración limitada y movilidad mayor, lo cual, para regresar a la base misma del proyecto, implica contar con sistemas de educación y entrenamiento continuos. El gobierno francés de Jospin es el que más rápidamente se dio cuenta de que la economía moderna multiplica el destino del trabajo e implica mejor salario con menos horas en más ocupaciones.

Más crecimiento con más igualdad. Ello requiere medidas tan concretas como la modernización de la infraestructura regulatoria de la economía, reformas fiscales, reformas de los mercados financieros, del sector bancario y de las empresas. Ello requiere una constante negociación social para combatir la inflación aumentando los ingresos reales de los trabajadores. La DS italiana hace notar que entre 1996 y 1998, la izquierda italiana logró un aumento del ingreso real del trabajo del 3 por ciento sin inflación, en tanto que los precedentes gobiernos tecnocráticos permitieron un gran deterioro del salario.

La izquierda puede atestiguar que la globalización no es ni un monstruo ni un valor en sí. No se trata de sujetarla a un juicio de valor, sino de someterla a poderes políticos responsables y elegidos. Hace falta, como insiste Massimo d’Alema, crear una dimensión política supranacional para gobernar a la globalización. Gobernada, la globalidad es una oportunidad para todos. Sin gobierno, redunda en la anarquía y desigualdad para todos. Hoy, globalidad e irresponsabilidad fraternizan en exceso. La izquierda deberá insistir en la necesidad de un ordenamiento político internacional que «regule la expansión y la haga conciliable con los valores de la democracia, de la libertad individual y colectiva, así como la justa distribución de la riqueza» (D’Alema).

El futuro de la izquierda, ha dicho el ex primer ministro italiano, es idéntico a su capacidad de proponer y transformarse. No hay izquierda que no sepa proyectar el futuro sin sacrificar valores permanentes de igualdad (no igualitarismo o nivelación) junto con valores de libertad para escoger; junto con valores que nos liberen de la necesidad. El capitalismo propone las razones de la economía. Pero la democracia propone los valores del consenso político. En el compromiso entre ambos, la izquierda es el espacio político en el que los más débiles de la sociedad y del mercado pueden combatir y negociar sus conquistas.

El desafío, por supuesto, es muy grande. Otra parte, más radical, de la izquierda italiana argumenta que el capitalismo global ha dejado de buscar consensos y vive en constante contradicción con su propio Estado de derecho y sus propias declaraciones de derechos humanos. No hay derechos del hombre. Hay derechos del mercado.

Esta crítica radical no excluye, al cabo, las metas de primacía política y gobernanza de la globalidad que propone la izquierda reformista. Pensar lo contrario, es darle todas las ventajas al statu quo y animar, incluso, el desaliento ante lo supuestamente inevitable. En Italia, Walter Veltroni y la democracia de izquierda ofrecen, en cambio, múltiples pautas para seguir distinguiendo, como nos lo pide Bobbio, a derecha de izquierda, otorgándole a ésta el proyecto de más crecimiento con más igualdad.

No paso por alto, sin embargo, la saludable actitud de mi amiga Rossana Rosanda: Es preferible tener más dudas que razonables certezas. Ello, quizás, también es parte de una nueva izquierda que abandona los terribles lastres de los dogmatismos que han conducido, una y otra vez, a su fragmentación, ayuno propositivo y, al cabo, derrotas. Duele admitir que el caso de la izquierda mexicana es particularmente ilustrativo en este respecto.

Después de las elecciones democráticas del 2 de julio de 2000, que pusieron fin a setenta y un años de gobierno por un partido único (el PRI o Partido Revolucionario Institucional), la vida partidista mexicana reveló su anacrónica insuficiencia. El PRI vivía de su simbiosis con el Presidente de la República. PRI sin presidente es como huevo sin saclass="underline" una gallina descabezada corriendo a tontas y a locas por un corral cercado de nopales. El PRD (Partido de la Revolución Democrática) representó la oposición de izquierda al PRI pero, como éste, da muestras de desfallecimiento interno. Sus consignas contra el PRI ya no tienen sentido: ambos son partidos de oposición. Pero las propuestas del PRD se parecen demasiado a las de la vieja izquierda nacionalista, hambrienta de un macroestado, grande por su tamaño aunque pequeño por su eficacia. Renuente a aprovechar las ventajas del mundo moderno e inclinada a condenarlas en bloque como parte de un complot contra la nación, exonerante de las dictaduras extranjeras si se dicen de izquierda, la izquierda mexicana requiere una puesta al día que la conduzca por el camino de la socialdemocracia. Hay una parte del viejo PRI sin redención: son los llamados dinosaurios incapaces de abandonar sus añoradas prácticas del fraude electoral.

Pero hay otra parte de talante socialdemócrata que preserva las mejores tradiciones de la Revolución Mexicana pero las pone al día en un país abierto al mundo, a la modernidad crítica y a las oportunidades de construir globalidad y modernidad a partir de la localidad.

Escribo en el 2001. El centroderecha (el Partido Acción Nacional del presidente Vicente Fox) está en el poder. Frente a él, la única oposición viable es la socialdemocracia de centroizquierda.

La transición democrática española ha sido el gran ejemplo del paso de una dictadura mucho más dura que la del PRI a un Estado democrático. Cuatro décadas de guerra civil y dictadura franquista impusieron obligaciones a España que sus actores políticos supieron cumplir con el ánimo de servir al país y a la democracia, no a sus intereses partidistas. El rey Juan Carlos fue el gran mediador de todas las tendencias, el fiel de la balanza.

La izquierda posfranquista sólo llegó al poder en 1982 con un político excepcional, Felipe González, a la cabeza. Durante trece años, González y el Partido Socialista en el poder enfrentaron y resolvieron el gran problema del posfranquismo: equiparar las estructuras políticas al desarrollo económico y social, adecuando las tres fúerzas -política, economía y sociedad- a la Europa que se preparaba para dejar atrás tanto los simplismos maniqueos de la guerra fría como las fórmulas vencidas del llamado socialismo real al este del río Elba.

El gobierno de Felipe González animó el desarrollo del mercado interno español, pero siempre acompañado de políticas sociales a favor del empleo, el salario, la producción y la salud. Demostró que la izquierda moderna puede satisfacer las demandas del crecimiento junto con las de la justicia, allí donde la derecha recalcitrante sólo contempla, sea la restauración de añejos privilegios, sea la exclusión pura y llana de las demandas sociales. Al integrar a España en la Comunidad Económica Europea, González obtuvo para su país ventajas enormes a fin de equiparar cuanto antes los retrasos de la Península Ibérica en materia de comunicaciones, modernización de la planta industrial y capitalización, a los adelantos del occidente europeo. La España socialista no perdió soberanía: ganó cooperación.