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Como toda obra política, la de Felipe González y sus compañeros del PSOE fue imperfecta, tuvo altibajos y sufrió la usura del tiempo. Pero yo veo en González y el socialismo español los perfiles de una izquierda democrática para el siglo XXI, una izquierda que no satanice ni a la empresa privada ni al Estado, sino que a ambos les dé sus funciones propias y éstas se sostengan sobre el vigor y pluralidad de la sociedad civil, la vida partidista y el ejercicio efectivo y vigilante de los procesos democráticos.

América Latina, donde los estragos del estatismo excesivo por una parte y del mercado salvaje por la otra, han demostrado sus respectivas insuficiencias para atender la pavorosa miseria y desigualdad de un continente de cuatrocientos millones de seres donde doscientos millones se encuentran sumidos en la pobreza, tiene el derecho de confiar en una izquierda democrática postsoviética que le devuelva poder a la gente en un marco de atención a las prioridades del orden sociaclass="underline" salud, educación, techo, trabajo, salarios, infraestructuras, derechos de la mujer, cuidado para la tercera edad, respeto a las minorías sexuales y a la libertad de expresión, protección a las etnias, combate al crimen, seguridad ciudadana. Una izquierda menos ideológica y más temática.

La izquierda añorante de lo que ya no fue no puede ser una izquierda constructiva de lo que debe ser. Pero la izquierda en el poder debe admitir siempre la existencia de otra izquierda fuera del poder: la que resiste al poder, hasta cuando (incluso cuando) es el poder de izquierda. Éste será el desafío para la izquierda del siglo XXI. Aprender a oponerse a sí misma para nunca más caer en los dogmas, falsificaciones y arbitrariedades que la mancillaron durante el siglo XX.

JESÚS

Busco en vano un personaje histórico más completo que Jesús, el Cristo. Las figuras que con paso más recio han cruzado el escenario del tiempo carecen, por su intensa actividad externa, del reino espiritual interno de Jesús. Los místicos mismos, dada la intensidad de su vida interior, no poseen el lugar en la plaza que ocupa Jesús, como ser histórico activo. Los más grandes científicos, por obediencia a la indispensable objetividad de los resultados creíbles, se abstienen de atribuibles dimensiones espirituales, ni siquiera morales. No se puede culpar a Albert Einstein de la muerte en Hiroshima, aunque sí se puede culpar a Himmler de la muerte en Auschwitz. Los defectos personales de los grandes creadores místicos son anecdóticos aunque interesantes, así como sus virtudes. Pero, al cabo, la obscenidad de Mozart, el desaliño de Beethoven, la descortesía de Gogol, la gula de Balzac, los vicios de Coleridge o de Baudelaire, en nada afectan nuestra admiración por sus obras. Nadie desearía tener de vecino a personaje tan neurótico como Dostoyevsky. Y seguramente, Bach sería el más sereno e invisible habitante de un condominio. Donde se mezclan más conflictivamente la personalidad pública y la privada de un artista es en el espacio ideológico. Aragón, Éluard, Neruda, Alberti como protagonistas del comunismo; Benn, Pound, D’Annunzio, Céline, Brasillach como soportes del fascismo, han merecido severas reprobaciones que, al cabo, no dañan intrínsecamente a su obra. En cambio, las víctimas de la intolerancia, la dictadura y el dogma, rebasan a veces el altísimo nivel de su obra para ser admirados, sobre todo, como mártires, de Vives a Lorca y Miguel Hernández, de Giordano Bruno a Osip Mandelstam e Isaac Babel, de Sor Juana Inés de la Cruz a Ana Ajmátova. La larga fila de los desterrados por la Alemania nazi, la Rusia soviética, la España franquista, las dictaduras latinoamericanas, el macartismo norteamericano.

La singularidad de Jesús es que la permanencia, fama o valor de su obra nace de la oscuridad y el anonimato. De no ser rescatado por los Apóstoles y propagandizado por San Pablo, es probable que el humilde predicador de Galilea se hubiese perdido, uno más entre los centenares de hombres santos que recorrieron las rutas del mundo antiguo. Pero nada, ni los Evangelios, ni San Pablo, ni la mismísima Iglesia cristiana, puede arrebatarle a Jesús su condición de hombre humilde, desprovisto de poder, desnudo de lujos, que gracias a su humildad y pobreza, se convierte en el más poderoso símbolo de la salvación humana.

¿Se debe ese poder a que, en efecto, Jesús es Dios Hijo, parejo sin embargo en poder y virtud al Dios Padre, y al otro, alado miembro de la Trinidad, el Espíritu Santo? La Iglesia ha condenado como herejías las seductoras y muy literarias teorías acerca de la relación entre Dios Padre -Yavé- y Dios Hijo -Jesús-. El gnósticocismo sirio de Saturnilio mantuvo que sólo hubo un Padre, totalmente Desconocido, quien al venir al mundo como Salvador, es un salvador increado, incorpóreo e informe. Sólo su apariencia (Jesús de Nazaret) es humana. ¿Por qué? Para que los demás humanos puedan reconocerle. Basílides y los gnósticos egipcíacos propusieron que el Padre jamás había nacido y nunca tuvo nombre. Cristo sólo fue una partícula de la mente del Padre. El patripasianismo monarquianista deriva su fascinante nombre de la creencia en que Dios es uno e indivisible. El Padre se introdujo en el cuerpo de María, nació de ella y sufrió y murió en la cruz. Los hombres, de este modo, en realidad crucificaron a Dios Padre. Los sabelianos juraron que Padre, Hijo y Espíritu Santo son el mismo Ser: un Dios único con tres manifestaciones temporales diferentes. Los apolinarios dualistas defendieron la existencia de dos Hijos, uno procreado por Dios el Padre y el otro por María la Mujer. El nestorianismo llevó aún más lejos esta teoría de la doble personalidad. Jesucristo es realmente dos personas, uno, el Hombre, y otro el Verbo. Debemos distinguir entre las acciones del Hombre Jesús y las palabras del Dios Cristo. Finalmente, los más influyentes de todos los herejes, los arríanos, consideraban al Hijo como mera afluencia, proyección o co-increación del Padre, derivada de la sustancia de éste.

De todas las herejías en torno a la personalidad de Cristo, la que más me atrae es la que, respetando todas las ficciones en torno a su naturaleza, se fija en el hombre que vivió entre los hombres y aquí, en la tierra, dio las pruebas más serias y perdurables de lo que significa ser humano entre los humanos. Jesús como núcleo vivo de las posibilidades y contradicciones humanas es para mí el más entrañable y constante de los Cristos. El hombre que predica simultáneamente la inocencia y la bondad, pero también la furia activa contra los fariseos y los mercaderes del templo. El Jesús que nos pide «dar la otra mejilla» y el que dice traer la guerra y no la paz. El Jesús que pide «dejad que los niños vengan a mí» y el que nos urge abandonar padre y madre para actuar en el mundo.

Ésta es la fuerza incomparable de Jesús. Desde la pobreza, la humildad y el anonimato, predica algo más que la salvación del mundo. Predica y practica la salvación en el mundo. Nos ofrece un mundo como oportunidad de salvación, no como tierra condenada fatalmente al mal. La vida eterna, así concebida, es en realidad una dimensión espiritual del deseo humano. La pérdida ultraterrena de Jesús se desvanece frente al poder de su ejemplo terreno. Éste es un hombre que lleva a su más alto estadio la aspiración humana como manera de vivir juntos, prestarnos atención unos a otros, no transigir con la hipocresía, el fariseísmo y el simonismo que al cabo mancharon a la Iglesia creada en su nombre.

La contingencia de Jesús es su grandeza. Su vida secreta y oscura es la condición de su eternidad. Su contacto personal es con los más indignos y los más incrédulos. No le predica a los convencidos. No dogmatiza. Sus contradicciones mismas se lo impiden. Y eso que no conocemos la adolescencia y juventud de Cristo. ¿A quiénes trató, fue hetero u homosexual, se abstuvo del sexo? ¿Fue, como los santos Agustín y Francisco, un pecador saciado y redimido? Porque actúa en el tiempo, Jesús nos empuja a creer en el tiempo. Hay en sus palabras una extraordinaria fe temporal, pues aun cuando la eternidad aparezca como horizonte de sus palabras, es el futuro humano la meta de la fe de Cristo. La fe de Jesús es una exigencia para que trabajemos en el mundo. El cielo de Jesús es la solidaridad con el prójimo, no un empíreo celeste. El infierno de Jesús es la injusticia en la tierra, no un averno profundo en llamas. Lo que Jesús extiende a la vida eterna son los valores de la vida en el mundo. «Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber, peregriné, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestísteis; enfermo, y me visitasteis; preso, y vinisteis a verme.» «¿Cuándo te dimos todo esto?», le preguntan quienes lo escuchan. Y Jesús contesta: «En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores a mí me lo hicisteis.»