Hemos sido testigos y actores, durante el último medio siglo, de la creación de un gran círculo en cada país latinoamericano, un círculo que va del escritor al editor al distribuidor al librero al público y de regreso al autor.
Al contrario de lo que sucede en países de mayor desarrollo mercantil pero de menor atención intelectual, en México y la América Latina hay libros que nunca desaparecen de los anaqueles. Neruda y Borges, Cortázar y García Márquez, Vallejo y Paz, siempre están presentes en nuestras librerías.
Lo están porque sus lectores se renuevan constantemente pero jamás se agotan. Son lectores jóvenes, entre los quince y los veinticinco años. Son hombres y mujeres de la clase trabajadora, de la clase media o del tránsito entre ambas, portadores de los cambios y de las esperanzas de nuestro continente.
Hoy, las sucesivas crisis económicas sufridas por Latinoamérica desde los años ochenta amenazan esa continuidad de la lectura, reflejo de la continuidad de la sociedad. Varias generaciones de latinoamericanos jóvenes han descubierto su identidad leyendo a Gabriela Mistral, Juan Carlos Onetti o Jorge Amado. La ruptura del círculo de la lectura significaría una pérdida del ser para muchos jóvenes. No los condenemos a salir de las librerías y de las bibliotecas para perderse en los subterráneos de la miseria, el crimen y el abandono.
Que no se extinga un solo joven lector potencial en el desamparo de la ciudad perdida, la villa miseria, la población callampa o la favela.
En el panorama que voy describiendo, la biblioteca es una institución preciosa porque nos permite acercarnos a la riqueza verbal de la humanidad dentro de un espacio civilizado y bajo un techo protector.
Sin embargo, aun allí, rodeados por la belleza, la paz, la hospitalidad y hasta el maravilloso olor de una biblioteca, no debemos nunca perder de vista los peligros que la censura, la persecución y la intolerancia pueden desatar contra la palabra escrita. La fatwa contra Salman Rushdie lo demuestra.
En 1920, el 90 por ciento de los mexicanos eran iletrados. El primer ministro de Educación de los gobiernos revolucionarios, el filósofo José Vasconcelos, lanzó entonces una campaña alfabetizadora que hubo de enfrentarse a la feroz resistencia de la oligarquía latifundista. Los hacendados no querían peones que supieran leer y escribir, sino peones sumisos, ignorantes y confiables. Muchos de los maestros enviados al campo por Vasconcelos fueron colgados de los árboles. Otros regresaron mutilados.
La heroica campaña vasconcelista por el alfabeto iba acompañada, sin contradicción alguna, por el impulso a la alta cultura. Como rector de la Universidad Nacional de México, Vasconcelos mandó imprimir, en 1920, una colección de clásicos en preciosas ediciones de Homero y Virgilio, de Platón y Plotino, de Goethe y Dante, joyas bibliográficas y artísticas, ¿para un pueblo de analfabetos, de pobres, de marginados? Exactamente: la publicación de clásicos de la universidad era un acto de esperanza. Era una manera de decirle a la mayoría de los mexicanos: un día, ustedes serán parte del centro, no del margen; un día, ustedes tendrán recursos para comprar un libro; un día, ustedes podrán leer y entenderán lo que hoy entendemos todos los mexicanos.
Que un libro, aunque esté en el comercio, trasciende el comercio.
Que un libro, aunque compita en el mundo actual con la abundancia y facilidad de las tecnologías de la información, es algo más que una fuente de información. Que un libro nos enseña lo que le falta a la pura información: un libro nos enseña a extender simultáneamente el entendimiento de nuestra propia persona, el entendimiento del mundo objetivo fuera de nosotros y el entendimiento del mundo social donde se reúnen la ciudad -la polis- y el ser humano -la persona.
El libro nos dice lo que ninguna otra forma de comunicación puede, quiere o alcanza a decir: La integración completa de nuestras facultades de conocernos a nosotros mismos para realizarnos en el mundo, en nuestro yo y en los demás.
El libro nos dice que nuestra vida es un repertorio de posibilidades que transforman el deseo en experiencia y la experiencia en destino.
El libro nos dice que existe el otro, que existen los demás, que nuestra personalidad no se agota en sí misma sino que se vuelca en la obligación moral de prestarle atención a los demás -que nunca son lo de más.
El libro es la educación de los sentidos a través del lenguaje.
El libro es la amistad tangible, olfativa, táctil, visual, que nos abre las puertas de la casa al amor que nos hermana con el mundo, porque compartimos el verbo del mundo.
El libro es la intimidad de un país, la inalienable idea que nos hacemos de nosotros mismos, de nuestros tiempos, de nuestro pasado y de nuestro porvenir recordado, vividos todos los tiempos como deseo y memoria verbales aquí y hoy.
Hoy más que nunca, un escritor, un libro y una biblioteca nombran al mundo y le dan voz al ser humano.
Hoy más que nunca, un escritor, un libro y una biblioteca nos dicen: Si nosotros no nombramos, nadie nos dará un nombre. Si nosotros no hablamos, el silencio impondrá su oscura soberanía.
LIBERTAD
Consideremos la libertad como absoluto albedrío, o circunscrita por herencia, naturaleza, fatalidad o azar, pronunciar su nombre es ya un acto de esperanza. Quienes carecen de ella, saben, mejor que nadie, valorarla.
Quienes la dan por descontada, corren el riesgo de perderla. Quienes luchan por ella, han de tener conciencia de los peligros que encierra la lucha misma por la libertad.
De las contiendas por la libertad revolucionaria decía Saint-Just en medio de la Revolución Francesa: la lucha por la libertad contra la tiranía es épica; la lucha de los revolucionarios entre sí es trágica. Del combate por la libertad han nacido formas extremas de opresión que, sin embargo, llegan a legitimarse invocando su origen revolucionario. Las revoluciones legitiman. Pero una vez alcanzada la libertad, nómbrese revolución, nómbrese independencia, ¿cómo conservarla, cómo prolongarla, cómo enriquecerla? Quizás no existe fórmula más pragmática y precisa que la dada por Madison en El Federalista:
Si los hombres fuesen ángeles, el gobierno no sería necesario. Si los ángeles gobernasen a los hombres, no serían necesarios los controles, externos o internos, sobre el gobierno. [Pero] cuando se establece un gobierno en el cual los hombres serán administrados por los hombres… lo primero es permitirle al gobierno que controle a los gobernados pero, acto seguido, se debe obligar al gobierno a que se controle a sí mismo.
Elecciones, revocaciones, impeachments, juicios administrativos, pesos y contrapesos, división de poderes, fiscalización del ejecutivo. Los sistemas democráticos han establecido múltiples maneras de ir más allá de la fórmula de Madison para asegurar que sean los ciudadanos y las instituciones las que obliguen a los gobiernos a controlarse a sí mismos a fin, entre otras cosas, de no perder el control de la población.
La libertad política conoce estos impulsos y reconoce estos límites. Pero la libertad no es sólo asunto público, sino privado. Es más, se estima a sí misma como una institución en primera persona del singular. Preservar el valor personal intrínseco es una forma de la libertad que cae bajo el rubro del yo. Pero apenas se asoma fuera del yo, la libertad se da cuenta de que nadie es libre por su propia cuenta. La libertad se da primero en la primera persona del singular, pero sólo se mantiene en las tres personas del plural. Mi libertad soy «yo» más «nosotros» más «vosotros» y más «ellos». Las tensiones que así se establecen entre mi libre yo y el mundo de los otros pueden ser conflictivas pero siempre son creativas, en el sentido de que, siendo la libertad ante todo posibilidad mía, sólo es realmente libre cuando es posibilidad, también, de los otros.