Nos damos cuenta, en nuestros mejores momentos, que mientras más auténtica es nuestra experiencia, más se hunde en las raíces de nuestro origen y más se abre a otra fórmula excelente de Alfonso Reyes: ser generosamente universales para ser provechosamente nacionales.
Admitamos que esta lección no está bien aprendida. Hay en México demasiados «sospechosistas», como los llamaba Daniel Cosío Villegas. México sería la víctima eterna de una vasta conspiración extranjera para explotarnos, ridiculizarnos, humillarnos. Hay muchas pruebas de que así es o ha sido. Mi libro de historia infantil en una escuela de los Estados Unidos decía textualmente: «El retraso de México se debe a la insuperable indolencia de una raza inferior…»
Pero depender del «qué dirán» extranjero es una forma de colonialismo mental, como lo es rechazar toda forma de apertura, o de importación, como peligro mortal a la esencia nacional. ¿Qué es, sin embargo, la supuesta «esencia» nacional sino un mestizaje de encuentros entre lo indígena, lo europeo, lo africano? Fijar estatuariamente la identidad nacional es convertirla en mausoleo. La modernidad es fatal pero también puede ser libertad, si la tomamos como oportunidad. Lo que no podemos es condenar toda novedad o todo lo que proviene de fuera, como enfermedad, desdicha o naufragio. México tiene muchas modernidades. Para el indígena, tzotzil, chamula o tarahumara, su cultura es su modernidad. Merecen respeto y hasta protección.
Pero no adulación que perpetúe su miseria, su ignorancia y su injusticia. ¿Seremos, en el siglo XXI, un país abierto que no le tiene miedo ni a su antigüedad aborigen ni a su modernidad mestiza? Como, demográficamente, no habrá al cabo ni un México puramente indígena ni un México puramente blanco, más nos vale valorizar dos cosas.
La primera es una identidad probada. Sabemos lo que es ser mexicanos, cuánto nos une y también cuánto nos separa. No nos confundimos con nadie. Pero no nos separamos de nadie. La búsqueda de la identidad nacional -la nación-narración- nos desveló durante siglos. Creer que no tenemos identidad es una forma precopernicana de vivir el universo. Es darnos un pretexto para no pasar de la identidad adquirida a la diversidad por conquistar. Allí es donde la identidad nacional y la identidad personal se convierten en desafío creativo. Conquistemos la diversidad política, religiosa, sexual, cultural. Pasemos de la identidad a la diversidad por la vía del respeto. Renunciemos al culto, como advierte Héctor Aguilar Camín, de «la epopeya de los vencidos» como reserva de nuestra admiración.
Siempre, sin embargo, hay que pagar el diezmo del riesgo para alcanzar el valor. Riesgo mexicano es la facilidad con que pasamos de la desesperanza al optimismo sólo para caer de vuelta en la desesperanza -o agarrarnos al siguiente salvavidas de la fe. El PRI nos dominó porque fue nuestro espejo. Revolucionario, agrarista, obrerista, socialista, nacionalista, sectorial, corporativista, desarrollista, estabilizador, autoritario, aperturista, populista, neoliberal. Sucesión de reacciones a insuficiencias o fracasos anteriores, sufrimos el peligro de desechar todo lo logrado para entregarnos sólo a lo deseable. O, más trágicamente, obligarnos a amar sólo lo que nace de la pérdida y de la desesperanza. Como si tuviésemos un rosario de utopías perdidas a las cuales añadir nuestra propia cuenta nostálgica. Juárez y Cárdenas fueron grandes porque fueron de su tiempo, pero con memoria histórica. No podemos, asustados por el mundo actual (que tiene mucho de espantable) refugiarnos en la nostalgia de heroicidades irrepetibles. Optemos, mejor, por aprender lecciones y evitar errores. He expresado en mis libros la fe mexicanófila más extrema de ciertos compatriotas: rayana en el «Como México no hay dos». «México no se explica. En México se cree, con furia, con pasión…», dice Manuel Zamacona en La región más transparente.
Porque he dado voz, también, a la desilusión de muchos mexicanos: «No te dejes arrastrar por el entusiasmo, en México la desilusión castiga muy pronto al que tiene fe y la lleva a la calle.» (Los años con Laura Díaz.)
Regreso entonces al reino de las pequeñas cosas de México porque son las más grandes. La modestia de un artesano y el orgullo de una cocinera. La melancolía de un cantante y el grito de un rebelde. La discreción de los amantes. La belleza, sin excepciones, de todos los niños de México. La cortesía innata de los buenos mexicanos.
La duradera, inmarchitable belleza de las más hermosas mexicanas. La paciencia cuando es sabia reflexión. La impaciencia cuando es meditada rebeldía. Los triunfos aislados del paisaje en medio de una naturaleza abrupta, impaciente, demasiado frondosa a veces, demasiado estéril otras, inalcanzable en su altura solar, indeseable en sus profundidades de infierno… (sólo en las mitologías mexicanas Mictlan, el inframundo, es cielo e infierno: un averno florido). México es estar en la contienda entre lo bello y duradero, arte, escultura, ciudades y templos hechos para la eternidad, y la progresión perniciosa de la fealdad, la basura, el desorden urbano, la desolación del campo…
Mi visión de México está siempre capturada entre el enigma de la aurora y el acertijo del crepúsculo, y en verdad no sé cuál es cual, pues ¿no contiene cada noche el día que la precedió, y cada mañana a la memoria de la noche que le dio origen?… Por eso las victorias de lo humano son mayores en México. Por extrema que sea nuestra realidad, no negamos ninguna faceta de la misma. Intentamos, más bien, integrarlas todas en el arte, la mirada, el gusto, el sueño, la música, la palabra… México es el retrato de una creación que nunca reposa porque aún no concluye su tarea. (Los cinco soles de México.)
País inconcluso, México, paciente y sereno, esconde sin embargo la rabia de una esperanza demasiadas veces frustrada. Éste es un país que ha esperado durante siglos, soñado, el tiempo de su historia. Su mueca y su sonrisa se han vuelto inseparables. México es tierna fortaleza, cruel compasión, amistad mortal, vida instantánea. Todos sus tiempos son uno, el pasado ahorita, y el futuro ahorita, el presente ahorita. Ni nostalgia, ni desidia. ni ilusión, ni fatalidad. Pueblo de todas las historias, México sólo reclama con fuerza, con ternura, con crueldad, con compasión, con fraternidad, con vida y con muerte, que todo suceda, de una santa vez, hoy, ya, ese ya que es a la vez suspiro, exclamación, lápida y convocación: Ya me vine. Ya estuvo suave. Ya se murió. Ya nos juntamos. Mi historia, ni ayer ni mañana, quiero que hoy sea mi eterno tiempo, hoy quiero el amor, el paraíso y el infierno, la vida y la muerte, hoy, ni un solo disfraz más, acéptenme como soy, inseparable nuestra herida de nuestra cicatriz, tu llanto de tu risa, mi flor de mi cuchillo. Nadie ha esperado tanto, nadie ha combatido tanto contra la fatalidad, la pasividad, la ignorancia que otros han invocado para condenarle, como este pueblo de sobrevivientes, pues hace tiempo debió haber muerto de las causas naturales de la injusticia, la mentira y el desprecio que sus opresores han acumulado sobre el cuerpo llagado de México. Tantos milenios de lucha y sufrimiento y rechazo de la opresión, tantos siglos de invencible derrota, México surgido una y otra vez de sus propias cenizas. ¿Hasta cuándo? ¿Cuál será el plazo de nuestra siguiente esperanza, cuál la intensidad de nuestro próximo deseo?
MUERTE
Cuando se trata de acompañar a la muerte, ¿cuál es el tiempo válido para la vida? Freud nos advierte que lo que no tiene vida existió con anterioridad a lo vivo. El fin de toda vida es la muerte, una reina todopoderosa que nos precedió y seguirá aquí cuando desaparezcamos. ¿Nos anunció antes de ser? ¿Nos recordará después de haber sido? O más bien, la nada que nos precedió y que nos seguirá, ¿sólo se vuelve consciente en tanto naturaleza, no en tanto nada, gracias a nuestro paso por la vida? La muerte espera al más valiente, al más rico, al más bello. Pero los iguala al más cobarde, al más pobre, al más feo, no en el simple hecho de morir, ni siquiera en la conciencia de la muerte, sino en la ignorancia de la muerte. Sabemos que un día vendrá, pero nunca sabemos lo que es. La esperamos con grados diferentes de aceptación, de furia, de tristeza, de cuestionamiento, de arrepentimiento, de eso que Xavier Villaurrutia llamaba nostalgia de la muerte. Hacemos el balance de nuestra vida, pero sabemos que el verdadero fiscal es la muerte y que su veredicto lo conocemos de antemano.