¿Cómo responder a estos desafíos que son los de la democracia? El entorno mundial ha cambiado radicalmente. Salimos del zoológico, dijo el checo Milos Forman, y entramos a la selva. Sin contrincante comunista al frente, el capitalismo se globalizó. La globalización es el nombre de un sistema de poder. Pero a diferencia de los sistemas de poder anteriores, la globalidad carece de un marco legal bueno o malo, o, dicho de manera más suave, existe un gran déficit político en la mundialización.
A partir de la guerra fría, que creaba una suerte de jurisdicción compartida entre los Estados Unidos y la Unión Soviética y se basaba en el equilibrio del terror nuclear, hemos atestiguado la debilidad y, a veces, la desaparición, de las instancias tradicionales de aglutinación social y solución de problemas.
Nación e Imperio, Estado y Comunidad Internacional, sector público, sector privado y sociedad civil. Todas estas apelaciones tradicionales están hoy, de una manera obvia, a veces paradójica, a veces disfrazada, en crisis o, por lo menos, en mutación.
¿Por qué sucede esto?
Porque no hemos sido capaces de crear una nueva legalidad para una nueva realidad.
El occidente moderno -es decir, a partir del Renacimiento- se estructuró en torno a ideas de escasa relevancia en la Edad Media: La Nación, el Estado, el derecho internacional, la economía mercantil-capitalista y la sociedad civil.
¿Qué relevancia -es más, qué realidad- tienen estas instancias en el mundo actual de la globalidad y la posguerra fría? Como la América Latina está situada dentro de ambas premisas, se pueden aventurar algunas ideas compartidas.
Nación y nacionalismo, por ejemplo, son términos de la modernidad que aparecen para legitimar ideas de unidad territorial, política y cultural, necesarias para la integración de los nuevos estados surgidos de la ruptura de la comunidad medieval cristiana.
Pero, ¿qué es lo que provoca la aparición misma de la ideología nacionalista?
Emile Durkheim habla de la pérdida de viejos centros de identificación y de adhesión.
La Nación los suple.
Isaiah Berlín añade que todo nacionalismo es respuesta a una herida infligida a la sociedad.
La Nación la cicatriza.
Y nosotros, hoy, repetimos con ellos:
Si la ideología nacionalista y la nación misma están en crisis, ¿qué nueva ideología, qué nuevas formas sustentarán a la sociedad?, ¿cuál es hoy nuestra herida social, y qué suturas la podrán cerrar?, ¿cómo se llamará este proceso, aún anónimo, que nos permitirá crear una nueva legalidad para una nueva realidad?
¿Cómo serán suplidos los centros de identificación nacionales, y colectivos?
En respuesta, nos gustaría creer que a medida que se diluyen las instancias nacionalistas, se configuran las instancias internacionalistas.
No es así.
El caso de Kosovo demuestra los peligros y las dudas que embargan al nuevo orden internacional.
La intervención armada contra un Estado delincuente está prevista en la Carta de las Naciones Unidas. Lo que no está previsto es que una organización regional, la OTAN, se arrogue el derecho a la intervención pasando por encima del orden jurídico internacional, sembrando la confusión y la inseguridad y promoviendo un derecho de facto a la injerencia.
No habrá un nuevo orden internacional si se permite a los más fuertes intervenir según su capricho -sólo para encontrarse con dilemas que dañan al derecho, a la seguridad y a las propias potencias injerentes.
Esto no significa que no haya remedio.
Todo lo contrario. La crisis de los Balcanes nos aboca a todos a introducir reformas en un sistema internacional creado para y por medio centenar de naciones vencedoras al terminar la Segunda Guerra Mundial, a fin de darle, hoy, mayor representatividad y mayor agilidad a las instituciones internacionales.
Conversando un día en Roma con el entonces primer ministro italiano, Massimo D’Alema, convencido de que la OTAN debió actuar en Kosovo, confesó que él había procedido con la convicción de estar en lo justo, pero con angustia también y, sobre todo, consciente de que la tragedia pudo evitarse actuando desde hace una década para impedirla con medios diplomáticos y jurídicos. «No ha sido éste el caso», dijo D’Alema, pero a fin de que Kosovo no se repita, lo que corresponde es reformar el sistema internacional creando -cito al Premier italiano- «instrumentos de prevención de las crisis, basándose no sólo en medios militares, sino también en recursos políticos y económicos».
En otras palabras: nueva legalidad para una nueva realidad.
Nos encontramos ante una situación en que la jurisdicción internacional se diluye, pero también las soberanías nacionales, némesis anterior del derecho de gentes, palidecen y se debilitan ante un asalto imprevisto hace medio siglo.
Ese movimiento se llama la globalización y en ella ponen hoy sus esperanzas -pero también en ella ven reflejados sus temores- muchísimos hombres y mujeres en el umbral del siglo XXI.
La globalización somete y hasta descarta la ideología del nacionalismo en la que se fundó el mundo moderno, pero también propone interrogantes críticos, dentro de cada comunidad nacional, al sector público, al sector privado y al tercer sector; a la empresa, a la cultura, a la democracia y al Estado.
Las respuestas políticas a esta transición del Estado-Nación al Mundo Global tardan en llegar, como tardaron en perfilarse el propio Estado-Nación, y las instancias de soberanía, en el movimiento de la Edad Media al Renacimiento. Vale la pena recordar que el propio Medioevo no creó un sistema vertical e inapelable para la comunidad cristiana, sino que se gestó -y gestó a lo que habría de sucederle- mediante un conflicto entre el poder temporal y el poder religioso. Las pugnas entre Gregorio VII y Enrique IV, entre Gregorio IX y Federico Barbarroja y entre Bonifacio VIII y Felipe IV de Francia, crearon una tensión entre la Iglesia y el Estado ausente de la Rusia bizantina y su identificación entre el Zar y la Iglesia -el césaropapismo vigente hasta la simbiosis Estado-Partido bajo Lenin y Stalin. De la tensión medieval de Occidente nació la democracia, a medida que la esfera temporal se independizó de la esfera espiritual y ambas debieron aceptar y respetar la configuración de poderes locales, políticos (justicias, tribunales, municipios) y sociales (corporaciones) que crearon la posibilidad de un Estado nacional soberano y una nueva serie de debates en torno a esta novedad. La política, para Maquiavelo, es autónoma y amoral. Para Bodino política es inseparable de soberanía y ésta excluye toda participación pluralista. Hobbes invoca un absolutismo naturalista y sólo a partir de la Ilustración, y antes, del parlamentarismo inglés, las clases sociales, las corporaciones y al cabo los individuos, se convierten en actores de la vida política. ¿Asistimos hoy a un movimiento comparable de las marejadas políticas? ¿Lograremos establecer un orden internacional que se imponga a las jurisdicciones sin ley del mercado, del narcotráfico, de las migraciones? ¿Habrá instancias internacionales capaces de regular estos procesos -mercados sujetos a normas de beneficio social y desarrollo de los países más pobres; despenalización global del tráfico de drogas, privando a los cárteles de sus ganancias fabulosas e ilícitas; migraciones protegidas y reguladas por la ley de protección al trabajador y reconocimiento de su indispensable aportación a la sociedad que los recibe? Algunos signos apuntan en esta dirección.
La consagración universal de los derechos humanos, el carácter imprescriptible de los crímenes de lesa humanidad, el tribunal internacional de derechos humanos, privan de impunidad a los grandes violadores y crean una cultura de legalidad internacional que podría extenderse a las actividades de los mercados, sujetándolos a normas de beneficio social y de responsabilidad política. La creación del Tribunal Penal Internacional (el Estatuto de Roma) coronará este esfuerzo por dotar de legalidad a la política y castigar la violación de ambas.
Todo ello fortalecerá políticamente al Estado nacional, como lo están demostrando los hechos al iniciarse el siglo XXI. No hay economía fuerte sin Estado fuerte, no grande, sino regulador. Y no hay Estado fuerte sin sociedad fuerte que lo sujete a mandatos políticos, normas de transparencia y fiscalización y no sólo a celebrar elecciones periódicas sino, como dice Pierre Schori, llenar los vacíos entre elección y elección, revocar mandatos, realizar referendos, exigir la responsabilidad parlamentaria de los ministros, contar con un ministerio público independiente y sujetar a juicio los abusos del poder.