Fui, muchas veces, un pasajero del sexo, actor privilegiado pero fugaz de un círculo de mujeres bellísimas, actrices acostumbradas a tomar un compañero presentable durante la breve época de una filmación. Me dieron más de lo que les di. Las recuerdo como grandes obsequios de la vida, apasionadas gracias a la ley misma de la transitoriedad, diosas de una temporada, hechiceras a veces crueles, siempre magníficas y magnánimas, a veces vulnerables hasta el extremo de la muerte. La novia muerta. Recuerdo a una, particularmente bella, requerida, galanteada pero siempre insatisfecha, dueña de una ausencia dolorosa que nadie podía llenar y ella misma no supo explicar antes de suicidarse. Recuerdo a otra, engañosa y divertida por los ardides mismos de sus trampas transparentes o expuestas como testimonio de su independencia. Sabía explotar su juego sexuaclass="underline" dos pelotas en el aire y una sola excitación verdadera. Compartir y excitar. Lo contrario de la mujer maravillosamente desvalida, tierna, no sumisa pero ansiosa de complacer y ser complacida, sabedora del abandono inminente y engrandecida por su manera de aceptar la experiencia y hacerme sentir que yo no daba tanto como lo que de ella recibía en las madrugadas de Roma.
Hay relaciones sexuales que recuerdo con una sonrisa. Las falsas suicidas. Las ideólogas que confunden el lecho con el pulpito. Las superficiales para quienes el sexo es un juego social. Pero también las inteligentes e intelectuales que le exigen tanto a la cabeza como al sexo. Las burlonas que escriben cartas falsarias y las muestran a sus amigas. Las que comparten, suplen, anticipan el lugar de esposa, madre, hija, novia… Las busqué como amantes. Las recuerdo como fantasmas., Pero hay las que encarnaron con tal potencia que acabaron por conformar, a pesar de ellas mismas, un deseo que iba más allá de ellas y que se convertía en la búsqueda de una sola mujer que las contuviese a todas, pero que fuera singularmente ella. La encontré y he vivido con ella un cuarto de siglo. Con las demás tuve que terminar. Cada una evocaba todo lo que nunca me pertenecería porque cada mujer echa a andar por el mundo demasiadas cosas que reclaman su propia ley, más allá de la relación de pareja sexual. Es el momento de marcharse.
Y de convertir el sexo en literatura. Un cuerpo de palabras clamando por el acercamiento a otro cuerpo de palabras. ¿Son reales esas palabras, son una mentira? Corremos el riesgo de amar a una mujer (o a un hombre) que, como la Odette de Swann, no sean «nuestro tipo», no sean para nosotros, sólo sean prolongación espectral de nuestra libido… A todas hay que darles las gracias. Cada una representa no sólo un momento sino unas palabras. Éstas, de Lope de Vega: «Mas si del tiempo que perdí me ofendo / tal prisa me daré, que una hora amando / venza los años que pasé fingiendo.»
Esta hora de pasajera y mortal plenitud se agradece siempre, por fugaz que haya sido y aunque, para seguir con el poeta de La Dorotea, las dilaciones, frustraciones y engaños de las relaciones sexuales nos lleven a veces a maldecir el sexo y pensar que los cuervos que revolotean sobre los «lechos de batalla, campo blando», les sacarán los ojos a las ingratas, cuando en realidad, no hay más ojos que picotear que los nuestros. More bestiarum, a la manera de los animales, decía San Agustín del sexo, del cual tanto gozó en su juventud. Acaso sea mejor cambiar el tema, no sólo en virtud de la discreción que un hombre se impone en materia de relaciones sexuales, sino acaso, también, por una secreta ironía que los ingleses han transformado, prácticamente, en proverbio: «El placer es breve, el costo altísimo y la posición ridicula.» Mas, ¿quién está dispuesto a renunciar, a pesar de brevedad, costo y postura, a ese centro irradiante del mundo que es el lecho sexual? ¿Y quién no quisiera, al abandonar con sigilo el lecho de la amante, dejar escritas sobre la almohada las líneas de Góngora, «Aun a pesar de las tinieblas, bella / Aun a pesar de las estrellas, clara»?
SHAKESPEARE
«Adiós, adiós, recuérdame.» La frase con que el fantasma del padre de Hamlet aparece y desaparece, casi simultáneamente, es el gatillo de la tragedia. Hamlet duda porque recuerda. Actúa porque recuerda. Y representa porque recuerda. Hamlet es el memorioso. Donde todos olvidan o quisieran olvidar, él se encarga de recordar y de recordarles a todos el deber de ser o no ser.
Su ubicación es anómala. Hamlet es un príncipe y habita un palacio lleno de recuerdos dinásticos, Elsinore.
Una monarquía vive de la tradición rememorada porque en ello reside su legitimación. Hamlet se subleva, precisamente, contra la suplantación de la legitimidad por el rey Claudio, hermano asesino del padre de Hamlet. Memoria, sucesión, legitimidad, son el verdadero, «desnudo puñal» que Hamlet emplea al precio de la «quietud» de la muerte.
Don Quijote, en cambio, surge de una oscura aldea en una oscura provincia española. Tan oscura, en verdad, que el aún más oscuro autor de la novela no quiere (o no puede) recordar el nombre del lugar. No quiere o no puede: el lugar oscurece, esconde, ennegrece. Es «la mancha». Allí mismo, con el olvido de Cervantes, empieza la novela moderna, trazando un vasto círculo que culmina con la obsesión del narrador de Proust, en busca del tiempo perdido, o de los narradores de Faulkner, que están allí para que no se olvide el peso de la historia, la raza, el crimen de los Sartoris, los Snopes, el Sur…
Hamlet le hace al fantasma de su padre la promesa de desalojar de «la mesa de mi memoria» todo lo que no sea recuerdo del padre. Vivimos en un mundo de distracciones, afirma el Príncipe de Dinamarca, pero mientras la Memoria tenga sitio en la Mesa, toda «banal constancia» será barrida de ella. La memoria es «guardián de la mente» y así desea mantenerla Hamlet, al rojo vivo. Macbeth, en cambio, quisiera olvidar, convirtiendo a la memoria en «humo». Hamlet quiere recordar un crimen. Macbeth quiere olvidarlo, arrancar de la memoria «una enraizada desgracia», arrasar los pesares escritos en la mente, encontrar el antídoto dulce que limpie al pecho de esa «peligrosa materia», la memoria, pesar del corazón… Qué contraste con Hamlet y su fervoroso deseo de que la memoria sea «siempre verde», es decir, planta perenne del ser.
Semejante tensión entre el recuerdo y el olvido, semejante «puesta en abismo» de la memoria, revela la modernidad auroral de Shakespeare y Cervantes. Hamlet, Macbeth, Quijote, son protagonistas de una memoria difícil, selectiva. Hamlet quiere recordar un crimen. Macbeth quiere olvidarlo. Quijote sólo quiere recordar, en plural, sus libros y acaba recordando, en singular, su libro. Para la épica antigua, este tipo de dilema es ajeno. Lo propio de la épica, nos dice Eric Auerbach, es su omniinclusividad. Todo cabe, todo debe caber en la épica. Homero y Virgilio no olvidan nada. En cambio, el coronel Chabert de Balzac ha sido olvidado por su esposa, sus amigos, su sociedad. Todos creen que Chabert murió en el campo de batalla de Eylau. En cambio, Penélope teje y desteje convencida de que Odiseo no ha muerto ni será olvidado. Los personajes de la antigüedad poseen nombres y atributos inolvidables, fijos, eternos: Ulises es el prudente, Néstor el domador, el ligero (y colérico) es Aquiles. En cambio, entre dos escalones, la sirvienta de la casa se olvida del nombre que Walter Shandy quiere darle a su hijo recién nacido, Trismegisto, y gracias al olvido de una criada, el «héroe» de la novela se ve endilgado, para siempre, con un nombre indeseable, Tristram.