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Escucho ecos de atabales sobre el ruido de motores y sinfonolas, entre el sedimento de los reptiles alhajados. Las serpientes, los animales con historia, dormitan en tus urnas. En tus ojos, brilla la jauría de los soles del trópico alto. En tu cuerpo, un cerco de púas. ¡No te rajes, manito! Saca tus pencas, afila tus cuchillos, niégate, no hables, no compadezcas, no mires. Deja que toda tu nostalgia emigre, todos tus cabos sueltos; comienza, todos los días en el parto. Y recobra la llama en el momento del rasgueo contenido, imperceptible, en el momento del organillo callejero, cuando parecería que todas tus memorias se hicieran más claras, se ciñeran. Recóbrala solo. Tus héroes no regresarán a ayudarte. Has venido a dar conmigo, sin saberlo, a esta meseta de joyas fúnebres. Aquí vivimos, en las calles se cruzan nuestros olores, de sudor y páchuli, de ladrillo nuevo y gas subterráneo, nuestras carnes ociosas y tensas, jamás nuestras miradas. Jamás nos hemos hincado juntos, tú y yo, a recibir la misma hostia; desgarrados juntos, creados juntos, sólo morimos para nosotros, aislados. Aquí caímos. Qué le vamos a hacer. Aguantarnos, mano. A ver si algún día mis dedos tocan los tuyos. Ven, déjate caer conmigo en la cicatriz lunar de nuestra ciudad, ciudad puñado de alcantarillas, ciudad cristal de vahos y escarcha mineral, ciudad presencia de todos nuestros olvidos, ciudad de acantilados carnívoros, ciudad dolor inmóvil, ciudad de la brevedad inmensa, ciudad del sol detenido, ciudad de calcinaciones largas, ciudad a fuego lento, ciudad con el agua al cuello, ciudad del letargo pícaro, ciudad de los nervios negros, ciudad de los tres ombligos, ciudad de la risa gualda, ciudad del hedor torcido, ciudad rígida entre el aire y los gusanos, ciudad vieja en las luces, vieja ciudad en su cuna de aves agoreras, ciudad nueva junto al polvo esculpido, ciudad a la vera del cielo gigante, ciudad de barnices oscuros y pedrería, ciudad bajo el lodo esplendente, ciudad de víscera y cuerdas, ciudad de la derrota violada (la que no pudimos amamantar a la luz, la derrota secreta), ciudad del tianguis sumiso, carne de tinaja, ciudad reflexión de la furia, ciudad del fracaso ansiado, ciudad en tempestad de cúpulas, ciudad abrevadero de las fauces rígidas del hermano empapado de sed y costras, ciudad tejida en la amnesia, resurrección de infancias, encarnación de pluma, ciudad perra, ciudad famélica, suntuosa villa, ciudad lepra y cólera hundida, ciudad. Tuna incandescente. Águila sin alas. Serpiente de estrellas. Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer. En la región más transparente del aire.

Me complace Londres, donde escribo en paz porque nadie me llama y nadie me conoce. Miro por la ventana. No saldré a la lluvia pertinaz. Mi viaje es mi escritorio. Mi trópico es de papel. Oigo un insólito teléfono. El contestador se encargará de atestiguar mi ausencia. Estoy. No estoy. Escribo y escribo. Todo lo que necesito oír y entender lo oigo y escucho por boca de mi media docena de amigos ingleses.

No puedo abandonar, de todas maneras, las ciudades que me vieron crecer, me marcaron y me educaron. Panamá que se dice a sí misma Corazón del Mundo y Puente del Universo y es sólo una cicatriz de mar en la selva. Montevideo que yo conocí sin rascacielos pero con gracia antigua, perfecta capital ideada para sus escritores más que por sus escritores: Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti y el fantasma de Lautréamont… Y Quito el dorado doblón ecuatorial cuyos habitantes solo piden: «En la tierra, Quito, y en el cielo, un hoyito para ver a Quito.» Y la ciudad maravillosa. Río de Janeiro, donde, digo, aprendí literatura sentado en las rodillas de Alfonso Reyes, pues ¿no es la literatura la mentira que nos revela la verdad en una ciudad jánica, ese «no de enero, río de enero, fuiste río y eres mar», que canto el propio Reyes? Santiago de Chile donde hermané para siempre libertad y poesía. Santiago del Frente Popular y las mujeres hermosas con miradas de uvas y colegios de disciplina británica donde la indisciplina de querer escribir se volvía orden y lección de constancia frente a la abrumadora obligación de demostrar todos los días que Waterloo se ganó en los campos deportivos de Eton… Buenos Aires donde me hice hombre y amé y circulé libremente y leí a Borges y me negué a repetir las consignas fascistas del régimen y entendí por qué el tango es un pensamiento triste que se baila y por qué un hombre podía enamorarse hasta el deshonor por Mecha Ortiz o Tita Merello. Junto al río color de león. dijo Lugones Buenos Aires es una ciudad fundada dos veces, la ciudad donde se encontraron el Atlántico y la Pampa igualmente vastos y sin facciones, dándoselas a Buenos Aires ciudad privilegiada por la distancia, la ausencia, la melancolía de ser única, no parecerse a nada y cargar con la cruz de querer ser otra, París o Babel. Si no hay ciudad más sólida, construida y «hecha» en América Latina. tampoco hay ciudad más desvanecida en la bruma de su lenguaje, su literatura, su música pasajera, no la hay más herida por sus promesas rotas, sus crueldades inimaginables, sus desaparecidos, sus torturas, sus sevicias que no alcanzan a compensar el asombro carnavalesco de sus dictadores, sus santas embalsamadas, sus bailarinas presidenciales, sus brujos áulicos. Que Buenos Aires lo soporte todo y siga viviendo se debe, acaso, a que es una ciudad que existe de milagro, porque no se la comieron los caníbales y por eso Buenos Aires come bife. Fundada dos veces, puede refundarse cien veces.

Washington fue la ciudad de mi infancia, con vacaciones de verano en México a cargo de mis espléndidas, valientes abuelas. Washington se quedó en mí, sin embargo, como un largo verano ardiente, faulkneriano, con olor de sudores negros, de parques corruptos, de ríos lentos y pesados, de raspados con sabor de frambuesa, de cines ardientes donde Hollywood escondía la miseria de la Depresión detrás del encanto erótico de Fred y Ginger bailando, la desopilante comedia anarquista de Laurel y Hardy, la maravillosa reinvención de una Eva cómica, accesible e irónica en Irene Dunne y Carole Lombard, a cambio de la inaccesible distancia sexual de las divas europeas, Greta y Marlene. ¿Por qué recuerdo todo esto en un verano que apenas viví y no en un invierno en que iba en trineo a la escuela y recibía la recompensa de dos inolvidables idas al cine, de la mano de mi padre, por semana?

Hoy detesto Washington. Todo lo que era grande en mi niñez se volvió enano en mi vejez: los parques, las avenidas, las casas, la política, los políticos… Comparable a un gran cementerio de mausoleos griegos, Washington, como Buenos Aires, es ciudad inventada, sin preexistencia. Pero si Buenos Aires conjuga pampa y océano con letra de Cortázar y música de Discépolo y voz de Goyeneche, Washington es sólo cementerio hacia la vasta nada de la carretera número uno que va del Atlántico al Pacífico, de la entrada europea a la salida asiática, de un Nueva York cada vez más repetitivo, arrogante y grosero y paradójicamente, más amistoso, original y afable, pero siempre Gotham, la ciudad de la energía insoportable que se nos impone, nos chupa la existencia, nos hace creer que su vitalidad es la de nosotros, pasivos y engañados por el torbellino de la Gran Manzana y su pesadilla de cócteles donde nadie le dedica a nadie más de una mirada o dos segundos de conversación, pero donde una proyección de la película Hamlet provoca, en el intermedio, el más animado e inteligente debate de un público de gente joven…

Acaso mi actual distancia de Nueva York se deba a mi anterior cercanía. El Nueva York que yo viví en los sesenta era un espacio tribal de reconocimientos juveniles. Éramos banda de amigos, compartíamos mujeres, lecturas, bares. Nos unía el fervor entusiasta de la época. Nos unía el descubrimiento mutuo de la nueva literatura de Hispanoamérica por los norteamericanos y de Norteamérica por los latinoamericanos. Manhattan se extendía hasta la punta de Long Island y su tribu de jóvenes y vitales dramaturgos, hasta Martha’s Vineyard y de vuelta a la Segunda Avenida para recalar cada noche en los feudos de Elaine y sus habitués, y las gloriosas muchachas que estrenaban minifaldas, luengas melenas y cuerpos ondulantes al ritmo del watusi entre las luces y sombras del Peppermint Lo unge antes de amanecer melancólicamente oyendo al genial Cannonball Adderley y recompensar lo que nos pudo faltar de noche con mañanas de verano en lechos de penumbra dejando apenas pasar un calor de julio filtrado por las sombras frescas de una juventud que imaginábamos interminable… Como no he vuelto a encontrar lo que sólo puedo evocar, culpo injustamente a una ciudad que sentí tan mía y que hoy se me ha vuelto tan ajena. ¿Quién toca hoy la flauta africana del melancólico Hermano Yusef Lateef en una ciudad entregada a la celebridad, el dinero y el desdén darwiniano? Oh paradoja: la primera y la única potencia mundial, tan pagada de sí misma, se da el lujo de desdeñar la información internacional. Salvo en las dos costas -Nueva York y Los Ángeles- se buscarán en vano las noticias del mundo en prensa o televisión.