Zeus, Cronos, Hera. Pero con demasiada frecuencia, el nombre es una máscara, sobre todo cuando quien lo lleva es el mensajero de un secreto. Hermes trae un mensaje, porta el poder del lenguaje, hace circular el lenguaje pero ese lenguaje puede ser verdadero o falso: Lo importante es que el lenguaje fluye, se mueve, y que la sabiduría (sofía) es sabia porque toca lo que se mueve, bautiza con rapidez misma las cosas. El nombre tiene la intención de demostrar la naturaleza de la cosa designada. Pero el nombre pertenece, con mayor amplitud, al proceso mismo del lenguaje -la formación de letras, de sílabas, de nombres, verbos y oraciones. ¿Puede escapar la nominación acompañando el flujo de las cosas, al flujo del lenguaje? ¿Podemos estar seguros de que el nombre correcto denota la naturaleza de lo nombrado? Sócrates advierte que «es posible asignar nombres incorrectamente» y, siguiendo esta lógica, terminar creando oraciones falsas, falsos lenguajes, un verbo enmascarado.
Si esto es cierto, Sócrates propone buscar otro principio más seguro de nombrar las cosas, y éste, al fin y al cabo, no consiste ni en conocer el nombre natural o intrínseco de un mundo en movimiento, ni en entregarse al capricho de la convención nominal, sino, lúcida, humana, verdaderamente, en nombrar las cosas de acuerdo con la relación que se establece entre ellas. Si Sócrates rehúsa el «catarro» de Heráclito, inmerso en el flujo interminable de todas las cosas, también rechaza la pura convención nominal derivada de una esencia que ignoramos. Sócrates propone, con cuánta libertad, con cuánta veracidad, con cuánta actualidad, que atendamos, al nombrar, el carácter de la relación entre las cosas, la manera como las cosas se reconocen y actúan entre sí. Tal es, en verdad, el nombre de las cosas: su relación.
El más grande filósofo español vivo, Emilio Lledó, ve con exactitud que los diálogos platónicos son una continua crítica del lenguaje. En otra parte, he evocado la paradoja del lenguaje como expresión del silencio roto por un sonido animal, el muuuu o mugido del ganado que se encuentra, nos dice Erich Kahier, en la etimología misma de la palabra «mito»: mugido, musitar, murmurar, murmullo y mutismo. De la misma raíz proviene el verbo griego muein, cerrar, cerrar los ojos, de donde provienen misterio y mística. El proceso del lenguaje nos lleva así de mu a mythos, de acuerdo con el proceso lingüístico descrito por Kahier y que consiste en dar a una palabra el significado opuesto. El mutus latín, mudo, se transforma en el mot francés, palabra, y la onomatopeya mu, el sonido inarticulado, se convierte en mythos, es decir, palabra. Gianbattista Vico, el filósofo de la España napolitana, propone en su Ciencia nueva de 1725 que sólo conocemos lo que creamos y lo primero que creamos es lenguaje, base del conocimiento humano. La dinámica lingüística es un proceso de cursos y recursos (corsi e ricorsi) que permite comprender el devenir de la historia, descendiendo a la oscuridad de sus propios inicios para luego ascender a la luz de su propia idea, que es su propia necesidad. Lledó, igualmente, ve en el lenguaje el vínculo activo y creador de la sociedad a partir de cuatro estadios de evolución. El vínculo primario de la necesidad: cacería, pesca, necesidad de la comunicación para el sustento. La necesidad crea lenguaje, el lenguaje crea imágenes y las imágenes pueden ser reactivadas «por toda clase de estímulos externos e internos». (Lenguaje e historia.) En segundo término, la ciudad es la creadora de símbolos y el lenguaje se compromete con la paideia, el ideal formativo del ser humano, a la vez historia personal y colectiva. Ya en una tercera etapa, el lenguaje no sólo identifica: relaciona, dialoga, revisa… Y finalmente, en nuestro tiempo, la homogeneización del lenguaje retorna a la identificación entre individuo y masa social, al precio de generar un bosque de símbolos inútiles. De allí, nuevamente, la «virtud preventiva» de Wittgenstein, su tarea profunda de limpia verbal, de higiene lingüística. Wittgenstein es consciente constantemente del «riesgo» que implica vivir y, por ende, pensar. Sobre todo en materia de religión, «el pensador honesto… es como un equilibrista. Parece como si caminase sobre el aire. Su apoyo es el más frágil imaginable. Y sin embargo es posible caminar sobre él».
Esta frase se hace eco de otra de Pascaclass="underline" hagan lo que hagan, los seres humanos son como equilibristas obligados a asumir riesgos. Irse a la mar o quedarse en casa: nadie escapa al riesgo. Como Wittgenstein y como Nietzsche, Pascal es filósofo de aforismos y fragmentos.
Como Wittgenstein y como Platón, cuestiona la naturaleza del lenguaje. Como Kafka, condena al silencio parte de su obra, pero al contrario de Kafka, apuesta a que será encontrada en el simple inventario de sus pobres posesiones. Los Pensamientos de Pascal fueron hallados cosidos en el interior de una vieja camisa.
Los mil fragmentos de Pascal acaso sean, en su brevedad aforística, una respuesta irónica a su crítica de la tradición filosófica. Nada ha preocupado tanto a los filósofos, había escrito Montaigne, como la cuestión de lo que constituye el sumo bien para los hombres. Pascal, quien constantemente reelabora y secuestra frases de Montaigne, contesta que «para los filósofos existen doscientos ochenta tipos de bien supremo». El pesimismo pascaliano respecto a los sistemas filosóficos se extiende, prima facie, al ser humano mismo. El hombre es un enigma triste. La justicia que imparte es inicua. Su vida, mientras más afluente, es más hueca. La vanidad -«el juego, la caza, las visitas, los espectáculos, la falsa perpetuación del propio nombre»- son objeto del mayor desdén pascaliano. «¡Qué manera de monstruo es el hombre! ¡Qué novedoso, qué torcido, qué caótico, qué paradójico, qué prodigioso! ¡Juez de todo, débil gusano, depositario de la verdad, sumidero de la duda y el error, gloria y basura del universo!»
Blaise Pascal era, como todos saben, un hombre práctico. Su fama inicial se debe a su inventiva científica y a su pragmatismo. Pascal inventa el primer servicio de transportes públicos de Francia. Inventa la sumadora, la «pascalina». Y descubre las leyes del equilibrio hidrostático. Pero acaso sea, también, quien hace de un órgano corporal, físico -el corazón-, sede del conocimiento y de las emociones. Símbolo de amor, nombre de la ubicación central, es Pascal quien nos dice que el corazón tiene sus razones, que la razón ignora. Escéptico de la razón y la organización humanas, Pascal se dirige al corazón, a fin de ubicar una dimensión del ser del cual la razón no sabría dar cuenta completa. Pascal completa a la razón con tres razones que bien podrían ser, vistas con perspectiva, las de Wittgenstein. El corazón dice lo que no puede decirse racionalmente. Ese conocimiento-otro angustia a Pascal porque el joven filósofo francés cree que allí hay un vacío, un abismo que nos embarga en dos sentidos. Como descubridor de las leyes del equilibrio hidrostático, Pascal el físico conoce la existencia del vacío: «El eterno silencio de esos espacios infinitos me llena de terror.»
Transfiere el vacío físico al vacío del alma para preguntarse: ¿qué la llena, qué la equilibra? Pascal es el filósofo que transita precariamente -otra vez, el equilibrista- entre el vacío y la plenitud. Su pensamiento surge del vacío y se instala en la sociedad, la religión y la historia. Su mirada no puede ser más pesimista. Dios se ha escondido. La naturaleza está corrompida. «El robo, el incesto, el infanticidio, todo en un momento dado ha sido considerado acción virtuosa… La justicia es cuestión de moda… La opinión es la reina del mundo, pero la fuerza es su tirano.» En último análisis, «el poder gobierna al mundo, no la opinión». Y aun cuando la opinión venza al poder, la opinión misma se instalará en la fuerza. Su frase más pesimista es ésta: El mundo «no es el hogar de la verdad. La verdad vaga, sin ser reconocida, entre los hombres».
Lo cierto, advierte Pascal, es que el orden político se sostiene sobre realidades físicas, no espirituales. Y ello es una virtud, en la medida en que las realidades corpóreas son identificables y justifican la obediencia. Hay un engaño implícito en la vida política. La mayoría obedece porque cree que el orden legal es justo y se rebelaría si lo concibiese como un orden arbitrario. Por eso, a los gobiernos les interesa mantener la ilusión y hasta las fantasías -el opio del pueblo, en alusión premarxista.