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El yo cree en el placer, la risa, la buena mesa, el sexo. Cree en sí mismo, a veces siente orgullo de sí mismo pero a veces se avergüenza de sí mismo. ¿Quién no carga la mancha de una vergüenza, un faux pas, una oportunidad perdida que, de sólo recordarlos, nos cura de la amenazante hubris de creernos, en términos mexicanos, el mero mero, la madre de los pollitos y el papá de Tarzán?

Kierkegaard decía que no podía olvidarse de sí mismo ni siquiera al dormir. «Puedo abstraerme de todo menos de mí mismo.» ¿Defecto? ¿Virtud? ¿O, a partir de su mera manifestación filosófica, invitación a trascender el yo, a potenciarlo, a cultivarlo para engrandecerlo y valorarlo en el contacto con los demás? Los demás no son lo de menos. El yo sólo alcanza plenitud cuando sale de sí mismo y crea su vida, a la vez que la habita. El yo en el mundo es como una casa en la que sólo se vive mientras se construye. Y la tarea es interminable. Alcanzamos, con suerte, a darle un valor compartido. Mi subjetividad, mi yo, sólo adquiere valor si se une a la objetividad del mundo exterior a mi yo y al cual me ligo mediante una subjetividad colectiva que llamamos civilización, sociedad, cultura, trabajo.

Pero una vez allí, en el centro de esa estrella que nos da la sensación de plenitud -yo, el mundo y mi subjetividad enriquecida por la sociedad y la cultura a las que mi trabajo enriquece-, todos nos miramos de nuevo en el espejo del yo, miramos allí la vanidad herida, el egoísmo detestable, el reflejo en nosotros mismos de lo que más odiamos en los demás, nos sentimos culpables si cerramos los ojos, quisiéramos suplir el mandato socrático por un absoluto «ignórate a ti mismo», abrimos de nuevo los ojos, nos vemos desnudos en el espejo y reconocemos al cabo lo que más angustiosamente nos identifica, a cada uno en la soledad y a cada uno en la comunión con nuestros semejantes.

Es una hostia amarga. No tiene respuesta. No sabemos qué es el cuerpo. No sabemos qué es el alma. Y nada nos identifica más que la ignorancia de lo que somos. «La manera como el cuerpo se une al alma no puede ser entendida por el hombre y, sin embargo, es el hombre» (San Agustín).

ZEBRA

Dice Ortega y Gasset en alguna parte (cito de memoria) que para Aristóteles el centauro es una posibilidad. Para nosotros no, porque la biología lo niega.

La zebra, a pesar de su presencia visible entre nosotros, nos produce siempre extrañeza. La identifica su piel a rayas blanquinegras. Sin esta marca, sería caballo. Pero gracias a la singularidad de su diseño, le da nombre a una mariposa (la papillon marcellus) y a una planta (la zebrina, común en México y Guatemala). El hecho, ya, de que al menos el nombre se refleje en cosas tan disímiles de un equus rayado como lo son una mariposa que se reproduce varias veces al año y una planta que se arrastra como serpiente y tiene nombre genérico de araña, nos hace pensar que la zebra, como el centauro de Ortega, será un día, no inadmisible por la lógica, pero sí admisible por la fantasía. Hubo una vez, nos dicen los zoólogos, zebras con las rayas limitadas a la cabeza, el cuello y el antepecho. Habrá un día zebras que sólo existan en la imaginación y justifiquen, como en este libro, encabezar (en vez de Zanzíbar, Zeus, Zacatecas, Zapata, zagal, zafarrancho, zapato, zanahoria, zorro, zumo o zoología) la más difícil letra de mi abecedario personal.

Zoología fantástica. La novedad del continente americano no es ajena a la imaginación del continente americano. Las crónicas de Indias abundan en visiones fantásticas de fauna inédita, indispensable para acompañar la idea misma del Descubrimiento.

Si lo fantástico es un duelo con el miedo (como lo ha definido Roger Caillois), la imaginación es la primera exorcista del terror de lo desconocido. La fantasía europea de América opera mediante fabulosos bestiarios de Indias, en los que el Mar Caribe y el Golfo de México aparecen como los hábitats de sirenas vistas por el mismísimo Colón el 9 de enero de 1493 «… que salieron bien alto de la mar», aunque, admite el Almirante, «no eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara».

En cambio. Gil González, explorador del istmo panameño» se topa allí, en una anchura de mar oscuro, con «peces que cantaban con armonía, como cuentan de las sirenas, y que adormecen del mismo modo». Y Diego de Rosales ve «una bestia que, descollándose sobre el agua, mostraba por la parte anterior cabeza, rostro y pechos de mujer, bien agestada, con cabellos y crines largas, rubias y sueltas. Traía en los brazos a un niño; Y al tiempo de zambullir notaron que tenía cola y espaldas de pescado…».

Acaso la febril imaginación de los navegantes del Caribe y el Golfo no vieron sirenas sino ballenas, pues a éstas les atribuyeron, como escribe Fernández de Oviedo, «dos tetas en los pechos» (menos mal) «e así pare los hijos y los cría».

Más problemática es la configuración del llamado peje tiburón de estas costas, descrito por Fernández de Oviedo con precisión anatómica: «Muchos destos tiburones he visto -escribe en su Sumario de la Natural Historia de las Indias- que tienen el miembro viril o generativo doblado.» «Quiero decir -añade Oviedo- que cada tiburón tiene dos vergas… cada una tan larga como desde el codo de un hombre grande a la punta mayor del dedo de la mano.»

«Yo no sé -admite con discreción el cronista- si en el uso dellas las ejercita ambas juntas… o cada una por sí, o en diversos tiempos…»

Por mi parte, yo no sé si envidiar o compadecer a estos tiburones del Golfo y el Caribe, pero sí recuerdo con el cronista Pedro Gutiérrez de Santa Clara que por fortuna estas bestias sólo paren una vez en toda su vida, lo cual parecería contraponer la existencia del órgano y su función -abundante una, parca la otra…

Las cartas de Pedro Mártir de Anglería sobre los asombrosos bestiarios del mar americano fueron objeto de burlas en la Roma pontificia, hasta que el Arzobispo de Consenza y Legado Pontificio en España, de nombre -otra vez, asómbrense ustedes-, Juan Rulfo, confirmó las historias de Pedro Mártir y ensanchó el campo de lo real maravilloso del Golfo y el Caribe para incluir el peje vihuela capaz de hundir, con su fortísimo cuerno, a un navio; el cocuyo, a cuya luz los naturales «hilan, tejen, cosen, pintan, bailan y hacen otras cosas las noches… Son linternas de las costas…».

Los alcatraces que cubren el aire en busca de sardinas. Las auras o zopilotes que vio Colón en la costa de Veragua, «aves hediondas y abominables» que caen sobre los soldados muertos y que son «tormento intolerable a los de la tierra». Es la noche de la iguana, que Cieza de León no sabe «si es carne o pescado», pero que de pequeña cruza las aguas ligera y por encimita, pero de vieja, se desplaza lentamente por el fondo de las lagunas.

Las maravillas se acumulan. Tortugas de concha tan grandes que podían cubrir una casa. Hicoteas fecundas depositando en las arenas de nuestros mares nidadas de mil huevos. Playas de perlas «tan negras como azabache, e otras leonadas, e otras muy amarillas e resplandecientes como oro…», escribe Fernández de Oviedo. Y la mítica salamandra, ardiendo en sí misma pero tan fría, dice Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana, «que pasando por las ascuas las mata como si fuere puro yelo».

No tardarían estos portentos del mar y las costas del Descubrimiento en cobrar cuerpo como maravillas de la civilización humana, maravillosamente descritas por Bernal Díaz del Castillo al entrar, con la hueste de Hernán Cortés, a la capital azteca, México-Tenochtitlan.

La visión de Bernal parecería remitirnos a otra rama de la fantasía, que es la ciencia ficción. Su más brillante escritora viva, la norteamericana Úrsula K. Le Guin, advierte que la ciencia ficción es casi siempre una historia del futuro aunque en los sicomitos fantásticos todo suele suceder fuera del tiempo, «en la región viva de la mente en la que, descartada toda tentación de inmortalidad, parece no haber límite alguno temporal o espacial». Ello permite lo que H. P. Lovecraft se propuso con tan grande éxito: la invención de mundos no desprovistos de tiempo y espacio, sino dueños de tiempos y espacios probables o, acaso, memorables. Es esto lo que logra el escritor polaco Stanislaw Lem en su maravilloso cuento «Un minuto humano»: dar cuenta de todos y cada uno de los habitantes del mundo en un solo minuto.