Robert Silverberg
En la casa de las mentes dobles
Enseguida me traen a los pequeños, verdaderos retoños primaverales de diez años —seis chicos y seis chicas— y los dejan conmigo en el dormitorio que será su hogar durante los próximos doce años. El lugar es sencillo, austero, de techo de pizarra negra y paredes de ladrillo rudimentario; está amueblado según las circunstancias con algunas camas y armarios y poco más. El aire es frío y los niños, que están desnudos, se abrazan llenos de malestar.
—Soy la Hermana Mimise —les digo—. Seré vuestro guía y preceptor durante los primeros doce meses de vuestra nueva vida en la Casa de las Mentes Dobles.
Vivo en este lugar desde hace ocho años, desde que cumplí los catorce, y es el quinto año que tengo que hacerme cargo de los nuevos niños. De no haber sido descalificada por zurda, me habría graduado este año en oráculos, pero hago por no pensar en ello. El cuidado de los niños entraña una recompensa en sí. Llegan macilentos y asustados y sólo lentamente se desenvuelven: florecen, maduran, crecen en busca de su destino. Todos los años hay alguno que me resulta especial, un favorito en quien me complazco particularmente. En el primer grupo, hace cuatro años, estaba la riente Jen, de largas piernas, que a la sazón es mi amante. Un año después apareció Jalil, de serena belleza, y luego Timas, de quien anticipé sería uno de los más grandes arúspices; pero después de dos años de aprendizaje, Timas se desmoronó y fue expulsado. Y el año último apareció Runild, de ojos brillantes, el travieso Runild, mi favorito, mi querido muchachito, mejor dotado que Timas y, mucho me temo, menos estable incluso. Contemplo a los nuevos y me pregunto cuál de ellos será especial para mí este año.
Los niños están flacos, pálidos, intranquilos; sus delgados cuerpecillos desnudos parecen más desnudos todavía por sus cráneos rapados. A causa de lo que se les ha hecho en el cerebro se mueven con torpeza todavía. El brazo izquierdo lo mantienen en suspenso como si hubieran olvidado para qué sirve, y tienden a caminar moviéndose de lado, arrastrando un tanto la pierna izquierda. Pronto desaparecerán estos problemas. La última de las operaciones practicadas a este grupo se llevó a cabo hace apenas dos días, precisamente en el cuerpo menudo de una niña de anchos hombros cuyos pechos han comenzado a crecer ya. Puedo ver la angosta línea roja que señala el lugar en que el instrumento del cirujano hendió su pericráneo para separar los hemisferios de su cerebro.
—Habéis sido elegidos —digo en tono formal y resonante— para el más elevado y sagrado oficio de nuestra sociedad. A partir de este momento y hasta que seáis adultos vuestras vidas y fuerzas están, consagradas a la obtención de la capacidad y sabiduría que ha de poseer un arúspice. Os felicito por haber sido elegidos.
Y os envidio.
Esto último no lo digo en voz alta.
Siento envidia pero lástima también. He visto que los niños vienen y se van una y otra vez. De cada docena anual, uno o dos suelen morir por causas naturales o accidentales. Tres por lo menos se vuelven locos bajo la terrible presión de la disciplina y hay que expulsarlos. De modo que sólo la mitad del grupo puede completar los doce años de aprendizaje y, aun así, la mayor parte acabará demostrando que tiene pocas disposiciones para ser arúspice. Los inútiles podrán quedarse, por supuesto, pero sus vidas serán insignificantes. La Casa de las Mentes Dobles viene existiendo desde hace más de un siglo; en ella viven a la sazón apenas ciento cuarenta y dos arúspices —setenta y siete hembras y cuarenta y dos varones—, de los que todos salvo unos cuarenta son unos zánganos. Pésima recolecta de los mil doscientos novicios que han entrado desde el comienzo.
Los niños nunca se han visto antes. Los llamo por sus nombres y los presento. Ellos repiten los nombres en voz baja y con la mirada abatida.
—¿Cuándo podremos vestirnos? —pregunta un niño llamado Divvan.
La desnudez les turba. Mantienen los muslos unidos y adoptan extraños ángulos en su posición, como si fueran cigüeñas, distanciados los unos de los otros, procurando ocultar sus pelvis inmaduras. Lo hacen porque se sienten extraños. Cuando pase el tiempo olvidarán la vergüenza. Al cabo de unos meses acabarán siendo más íntimos que hermanos.
—Esta tarde se os dará ropa —le respondo—. Pero no hay que conceder mucha importancia a la ropa en este lugar y no tenéis por qué ocultar vuestro cuerpo. —El último año, cuando salió a relucir este mismo punto (siempre sale a relucir), el malévolo Runild sugirió que yo también me desnudara en un gesto de solidaridad. Lo hice, naturalmente, pero fue un error: la vista del cuerpo de una mujer madura les resultó más perturbadora que la de la desnudez propia.
Es la hora de los primeros ejercicios, de modo que pueden aprender qué efectos ha tenido la operación cerebral en los reflejos físicos. Elijo al azar a una niña llamada Hirole y le digo que dé un paso al frente, en tanto el resto forma un círculo alrededor. Es alta y frágil, y sin duda le atormenta el saber que los ojos de los demás se mantienen clavados en ella.
Sonriendo, le digo con dulzura:
—Hirole, alza la mano.
La niña levanta una mano.
—Dobla la rodilla.
Mientras flexiona la pierna hay una interrupción. Un muchacho desnudo y ágil irrumpe en la habitación, ligero como una araña, desmañado como un mono, y se planta en medio del círculo, dando un empellón a Hirole. ¡Otra vez Runild! Es un niño extraño y caprichoso, extraordinariamente inteligente, que, como está ya en su segundo año, se ha venido comportando últimamente de manera descuidada e impredecible. Da vueltas alrededor del círculo, coge a los nuevos niños durante segundos tránsfugas, acerca su rostro al de los otros y los mira con intensidad demente en la mirada. Enseguida se asustan. Estoy tan asombrada que tardo algunos segundos en reaccionar. Entonces voy hasta él y lo sujeto.
El muchacho forcejea con brío. Farfulla, me silba, me araña en los brazos y lanza sonidos guturales que nada significan. Poco a poco acabo por gobernarlo. Y en voz baja le digo:
—¿Qué te ocurre, Runild? Sabes que no tendrías que estar aquí.
—Déjame marchar.
—¿Acaso quieres que se lo cuente al Hermano Sleel?
—Sólo quería ver a los nuevos.
—Pues los has asustado. Podrás verlos de aquí a pocos días, pero no te está permitido molestarlos ahora. —Lo conduzco hacia la puerta. El muchacho sigue resistiéndose y en determinado momento está a punto de soltarse. Los niños de once años son desconcertantemente fuertes a veces. Me da puntapiés con furia: esta noche tendré cardenales. Intenta morderme en el brazo. Por fin consigo sacarlo de la sala y, ya en el pasillo, su cuerpo se distiende de súbito y se echa a temblar, como si se hubiera sentido presa de un ataque y que ya se le hubiera pasado. También yo me echo a temblar. Le digo con voz ronca:
—¿Qué te ocurre, Runild? ¿Quieres que te echen como a Timas y Jurda? ¡No puedes seguir haciendo estas cosas! Tú...
Me mira con ojos fieros y empieza a decir algo, se interrumpe, se vuelve y sale corriendo. Al cabo de un instante desaparece, ráfaga morena y desnuda que se difumina camino del recibidor. Me asalta una gran tristeza: Runild era mi favorito y se ha vuelto loco; tendrán que expulsarlo. Debería informar en el acto del incidente, pero soy incapaz de hacerlo y, diciéndome a mí misma que mi responsabilidad concierne a los nuevos, vuelvo al dormitorio.
—Muy bien —digo con precipitación, como si nada fuera de lo común hubiera ocurrido—. Estaba hoy juguetón, caramba. Era Runild. Está un año por encima de vosotros. Lo veréis junto con los demás dentro de poco. Ahora, Hirole...
Los niños, preocupados por su propia alteración, se calman con rapidez; dijérase que la intrusión de Runild les ha alterado menos que a mí. De manera que empiezo de nuevo, no sin estremecimientos, y pido a Hirole que alce una mano, que flexione la rodilla, cierre un ojo. Le doy las gracias y llamo a un muchacho llamado Mulliam para que se sitúe en el centro del círculo. Le digo que alce un hombro, que se toque la mejilla con una mano, que cierre el puño. Tomo entonces a una muchacha llamada Fyme y hago que salte sobre un pie, que se lleve un brazo a la espalda, que mantenga una pierna en el aire.