—¿Quién sabría decirme lo que ha ocurrido en todos los ejercicios? —digo.
Varias voces surgen al unísono:
—¡Siempre hacen las cosas con la derecha! ¡Con el ojo derecho, la mano derecha, la pierna derecha...!
—Muy bien.
Me vuelvo entonces a un muchacho corto de talla, rostro moreno, llamado Bloss, y le pregunto:
—¿Por qué? ¿Crees que se trata de una casualidad?
—Bueno —dice—, todos somos aquí diestros, porque no se permite que los zurdos sean arúspices, así que todos se preocupan de utilizar el lado que...
Bloss calla al ver las cabezas que se agitan a su alrededor.
Galaine, la muchacha cuyos pechos comienzan a amanecer, dice:
—¡Es a causa de la operación! La parte derecha de nuestro cerebro no entiende del todo las palabras que se nos dicen, y la parte derecha es la que rige la parte izquierda del cuerpo, así que cuando nos dices que hagamos una cosa, la que lo entiende es la izquierda y mueve los músculos que domina. Y gana a la derecha porque la derecha no puede hablar ni oír.
—Muy bien, Galaine. Ésa es la respuesta exacta.
Hay que profundizar. Ya que se ha cortado la comunicación entre las dos mitades del cerebro, la parte derecha de estos niños se encuentra aislada, incapaz de hacer uso de la capacidad del centro lingüístico de la izquierda. Sólo ahora se dan cuenta de lo que significa tener medio cerebro desarticulado y como si dijéramos analfabeto; tener una parte izquierda que responde como si fuera el cerebro entero, activando sólo los músculos que rige directamente. Dice Fyme:
—¿Quiere decir esto que no podremos volver a utilizar la parte izquierda nunca más?
—De ningún modo. Vuestra derecha no se encuentra paralizada ni inutilizada. Es sólo que no entiende muy bien las palabras. Vuestra izquierda es más rápida en sus reacciones cuando recibe instrucciones verbales. Pero si la frase no tiene forma verbal, entonces la derecha puede volver por sus fueros y responder.
—¿Cómo pueden decirse frases que no tienen forma verbal? —pregunta Mulliam.
—De muchas maneras —digo—. Se puede hacer un dibujo, o un gesto, o emplear cierta clase de símbolos. Os explicaré lo que quiero decir cuando volvamos a hacer más ejercicios. Unas veces os daré instrucciones en palabras y otras mediante actos. Cuando yo realice éstos, imitad lo que veáis. ¿Entendido?
Espero a que la adormecida facultad verbal de su parte derecha capte la idea.
Digo entonces:
—Alzad una mano.
Todos levantan el brazo derecho. Cuando les digo que flexionen la rodilla, flexionan la derecha. Pero cuando sin decir nada cierro el ojo izquierdo, me imitan y cierran el ojo izquierdo. Su parte derecha es capaz de ejercer dominio muscular de manera normal cuando se emiten las instrucciones de forma no verbal; pero cuando echo mano de las palabras, entonces es la parte izquierda la que, exclusivamente, percibe y actúa.
Pruebo la capacidad de su parte izquierda para que contraste las funciones motoras normales de su parte derecha mediante la orden verbal de que alcen el hombro izquierdo. Su parte derecha, sorda a mis palabras, no entra en acción y fuerzan a la parte izquierda a sobrepasar su esfera normal. Lentamente, con grandes dificultades, unos cuantos niños consiguen alzar el hombro izquierdo. Otros apenas pueden realizar leves movimientos. Fyme, Bloss y Mullían, que manifiestan en el rostro evidentes señales de esfuerzo, se muestran incapaces de elevar el hombro izquierdo. Les digo a todos que descansen y los niños respiran aliviados y se echan en los catres. No hay por qué preocuparse, les digo. Con el tiempo recuperarán las funciones motoras de ambas mitades del cuerpo. Por supuesto, siempre que no se vuelvan locos merced a fenómenos producidos por la cesura cerebral, pero no es necesario contarles esto.
—Una última demostración por hoy —anunció. Ésta tiene por misión enseñarles de qué manera afecta al proceso mental la total separación de los hemisferios. Pido a Gyboid, el menor de todos, que se siente en la mesa de pruebas del extremo de la sala. Sobre la mesa hay una pantalla; digo a Gyboid que fije los ojos en el centro de la pantalla y durante una fracción de segundo hago aparecer el dibujo de un plátano en la parte izquierda de la pantalla.
—¿Qué has visto, Gyboid?
—Nada, Hermana Mimise —dice, y los demás niños abren la boca. Pero la parte que habla en el niño es sólo su parte izquierda, que capta la información visual mediante el ojo derecho; y este ojo no ha visto nada, ciertamente. Mientras tanto, la parte derecha de Gyboid me responde de la única manera que puede: la mano izquierda del muchacho tantea entre diversos objetos que hay en la mesa, detrás de la pantalla, encuentra el plátano que allí hay y lo alza triunfalmente. Mediante la vista y el tacto, la parte derecha de Gyboid ha vencido su incapacidad verbal.
—Excelente —dijo. Cojo el plátano, y llevando su mano izquierda a la parte trasera de la pantalla, que no puede ver, coloco entre sus dedos un vaso. Le pido que me diga el nombre del objeto que tiene en la mano.
—¿Una manzana? —arriesga. Arrugo la frente y, con rapidez, dice—: ¿Un huevo? ¿Un lápiz?
—No lo sabe, está adivinándolo —dice Mulliam.
—Exactamente. Pero ¿qué parte de su cerebro quiere adivinar?
—Su parte izquierda —exclama Galaine—. Pero la que sabe que tiene un vaso es la parte derecha.
Todos la abuchean por revelar el secreto. Gyboid saca la mano de detrás de la pantalla y mira el vaso, formando en silencio el nombre del objeto con un movimiento de los labios.
Someto a experimentos parecidos a Herik, a Chith, a Simi y a Clane. El resultado es siempre el mismo. Si lanzo una imagen al ojo derecho o pongo un objeto en la mano derecha, los niños responden con normalidad, nombrando correctamente el objeto. Pero si transmito la información sólo al ojo derecho o a la mano derecha, entonces no pueden servirse de palabras para describir los objetos que la parte derecha ve o tienta.
Por ahora es suficiente. Los niños están en silencio y se retraen a esferas individuales de intimidad. Sé que están pensando, haciendo experimentos menores en sus cabezas, probándose a ellos mismos, procurando aprender al máximo de los cambios que la operación ha originado. Se miran las manos, doblan dedos, susurran cálculos en miniatura. No deberían forzar tanto la introspección, por lo menos no tanto en el comienzo. Los llevo al almacén para que se hagan cargo de su nueva ropa, las túnicas monásticas grises que vestimos para diferenciarnos de las personas ordinarias de la ciudad. Los dejo libres entonces, enviándolos a los campos de hierba verde que hay detrás del dormitorio para que descansen y jueguen. Pueden ser arúspices en potencia, pero también son, a fin de cuentas, niños de diez años.
Llega mi descanso de la tarde. De camino hacia mi aposento a través de los oscuros y fríos pasillos, se detiene el Hermano Sleel, uno de los arúspices más antiguos. Es un hombre de pelo cano, alto y de construcción fuerte; sus ojos azules se mueven casi con independencia, observando incansables cuanto hay alrededor con miradas separadas. Sleel ha sido siempre agradable y cordial conmigo y no obstante le he tenido siempre cierto temor, supongo que debido más a su oficio que a su condición de hombre. En realidad, me siento intimidada ante los otros arúspices, pues sé que sus mentes operan de manera diferente que la mía y ven cosas que yo no puedo ver.