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De poder, habría entrado yo en tales reinos. Pero na­cí zurda del seno materno y mi cerebro, aunque valioso, carece de la asimetría exigida en sus funciones. Decidí entonces que, ya que no podía ser arúspice, podía al me­nos estar a su servicio. Y así vine cuando era niña y pedí entrar en el servicio, y con el tiempo me fue con­cedida la importante tarea de preparar a los nuevos niños en su nueva vida. Así he conocido a Jen y a Timas, a Jalil y a Runild y a tantos otros, algunos de los cuales llegarán a ser los más célebres arúspices, y así he re­cibido a Hirole y a Mulliam, a Gybold y a Galaine y a sus compañeros. Y creo que estoy contenta. Estoy con­tenta.

Nos reunimos en el pabellón principal para el refrigerio de la noche. Mi nuevo grupo no ha sido presentado to­davía a los novicios más antiguos, de manera que sufren los doce un examen atento, que los niños encuentran embarazoso, mientras los conduzco hasta sus puestos. Ca­da grupo anual tiene su mesa aparte. Mi docena cena conmigo; en la mesa de la izquierda se encuentra mi grupo del pasado año, ahora a cargo de Voree. Runild está sentado allí, dándome la espalda, y su sola presencia me crea cierta tensión, como si el muchacho despidie­ra radiación eléctrica. A mi derecha está el grupo de tercer año, reducido a nueve a la sazón a causa de la ex­pulsión de Timas y la muerte de dos miembros; los de cuarto año se encuentran ante mí y los de quinto, entre los componentes de éste mi querida Jen, a mi espalda. Los muchachos más antiguos están en el centro del pa­bellón. A lo largo de las paredes de la gran sala se en­cuentran las mesas de los instructores, que diariamente cuidan de la educación ordinaria de los doce grupos de novicios, mientras que los arúspices mayores ocupan lar­gas mesas en el extremo más apartado del pabellón, bajo una panoplia de alegres oriflamas rojiverdes.

Sleel pronuncia unas breves palabras de bienvenida a mis doce y se sirve la comida.

Envío a Galaine con una nota para Voree: Reúnete conmigo en el atrio después de cenar.

Tengo poco apetito. Acabo con rapidez, pero me man­tengo con mi grupo hasta que llega el momento de le­vantarse. Todos los niños marchan al salón de actos en que va a tener lugar cierta sesión. Comienza a caer una cálida llovizna; Voree y yo permanecemos bajo el refu­gio de los aleros. Recia mujer de cabello ensortijado, co­lor naranja, es mucho mayor que yo. Año tras año, le voy pasando mis noveles. Es fuerte, eficaz, imperturba­ble, insensible. Runild la desconcierta.

—Es como un mono —dice—. Siempre desnudo, ha­blando para sí; cantando canciones estúpidas, haciendo travesuras. No atiende las lecciones. Ni siquiera hace sus ejercicios la mayoría de las veces. Le he advertido que lo van a expulsar, pero parece que no le preocupa.

—¿Qué crees que busca?

—Llamar la atención.

—Claro, pero ¿por qué?

—Porque es un muchacho de naturaleza perversa —di­ce Voree con mala cara—. He visto a muchos de esta clase. Creen que las reglas son para los demás. Dos se­manas más con este comportamiento y aconsejaré que lo expulsen.

—Es demasiado brillante para perderlo, Voree.

—Él se está perdiendo a sí mismo. ¿Cómo puede ser arúspice sin disciplina? Y siempre está molestando a los demás. Mi grupo está siempre alborotado. Ahora ha mo­lestado al tuyo. Tampoco quiere dejar sola a su hermana. Expulsión, Mimise, a eso va derechito. A la expulsión.

No he ganado nada hablando con Voree. Me reúno con mi grupo en el salón de actos.

La hora de acostarse llega enseguida para los más jóvenes. Llevo al dormitorio a los míos y entonces que­do libre hasta medianoche. Vuelvo al salón de actos, don­de los niños mayores y el personal fuera de servicio des­cansan, juegan a lo que sea, bailan o pasean. Kitrin, la hermana de Runild, se encuentra aquí todavía. La llevo aparte. Es una niña delicada y esbelta de catorce años, novicia de quinto año. Me gusta porque estuvo en mi pri­mer grupo, pero siempre la he encontrado escurridiza, evasiva, opaca. A la sazón se muestra así más que nun­ca: le pregunto acerca de la conducta de su hermano y me responde con encogimientos de hombros, vagas fra­ses que no acaba y evasivas arteras. ¿Que Runild es ex­céntrico? Bueno, pues claro que lo es, muchos niños lo son, dice, sobre todo los que más descuellan. ¿Que la disciplina parece aburrirle? Él está muy por encima de su grupo, tú lo sabes bien, Mimise. Etcétera. Nada ob­tengo de ella salvo la certera intuición de que me oculta algo respecto de su hermano. Falla mi intento de sonsa­carle; Kitrin es aún una niña, pero está a mitad de ca­mino de la adivinación, muy cerca, y esto le da cierta ventaja sobre mí en cualquier duelo de astucia que entre nosotras pudiera entablarse. Sólo cuando le sugiero que Runild corre inminente peligro de expulsión rompo sus defensas.

—¡No! —exclama abriendo los ojos de miedo y pali­deciendo sus mejillas—. ¡ No deben hacerlo! ¡Tiene que quedarse aquí! Va a ser superior a todos.

—Es que causa demasiados problemas.

—Ya se le pasará. Sentará cabeza, te lo prometo.

—Voree no piensa así. Y ella es la que va a pedir la expulsión.

—No. No. ¿Qué será de él si lo expulsan? Él quiere ser arúspice. Su vida entera se desmoronará. Tenemos que salvarlo, Mimise.

—Sólo lo lograremos si sabe comportarse.

—Hablaré con él por la mañana —dice Kitrin. Me pregunto qué sabe la muchacha que no quiere de­cirme.

Cuando llega el fin de la velada nocturna llevo a Jen a mi aposento, tal como hago tres o cuatro noches por semana. Es alta y esbelta y aparenta más de los catorce años que tiene. Su preceptora me ha dicho que se desen­vuelve bien en su noviciado y que será una magnífica arúspice. Nos acostamos juntas, boca contra boca, pecho contra pecho, y nos acariciamos, nos sonreímos con la mirada, adentrándonos y entregándonos a los ritos del amor. Luego, en el reposo que sigue a la pasión, descu­bre la moradura del forcejeo matutino en mi muslo y me hace una pregunta.

—Runild —digo. Le hablo de su conducta extraña, de la inquietud de Sleel, de mi conversación con Voree.

—No deben expulsarlo —dice Jen con solemnidad—. Sé que es alborotador. Pero el camino que ha empren­dido es muy importante para todos nosotros.

—¿Camino? ¿Qué camino es ése?

—¿No lo sabes?

—No sé nada, Jen.

Toma aliento, se aparta, me observa un instante. Dice al cabo:

—Runild lee la mente. Cuando acerca su cabeza a la de los demás, se produce una transmisión. Sin palabras. Es... es una especie de telefonía sin hilos. Su derecha pue­de leer la derecha de los demás arúspices, igual que se puede leer un libro abierto. Si pudiera aproximarse a Sleel o a cualquiera de los otros, sería capaz, de leer su derecha.

—¿Qué dices?

—Y hay más, Mimise. Su derecha habla con su iz­quierda de la misma manera. Puede transmitir mensajes completos con rapidez, estableciendo contactos entre sus dos mitades de manera mucho mejor que cualquiera de los arúspices. No necesita disciplina y tiene pleno acceso a las percepciones de su derecha. Así, cualquier cosa que sea lo que ve su derecha, incluyendo lo que extrae de la derecha de los demás, lo transmite a su izquierda y puede expresarlo en palabras de manera más clara in­cluso que él mismo Sleel.

—No te creo —digo, comprendiendo a duras penas.

—¡Es cierto! Es cierto, Mimise. Está todavía apren­diendo a hacerlo, y eso le excita mucho, por ello se com­porta así. ¿No te das cuenta? Todavía no sabe cómo do­minar su capacidad y por ello se comporta de manera tan extraña. Pero una vez tenga su poder bajo control...

—¿Cómo sabes todo eso, Jen?

—Vaya, porque me lo dijo Kitrin.

—¿Kitrin? Hablé con Kitrin v ni siquiera me hizo sospechar que...