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—Oh —exclamó Jen con cara compungida—. Creo que no tendría que haberlo dicho. Ni siquiera a ti. Ahora tendré líos con Kitrin, vaya...

—No los tendrás. Ella no tiene por qué saber que me lo has contado. Pero... Jen, Jen, ¿cómo es posible esto? ¿Puede tener alguien tales poderes?

—Runild los tiene.

—Eso dice él. O Kitrin dice que los tiene.

—No —dice Jen con firmeza—. Los tiene de veras. Me lo demostraron él y Kitrin. Sentí que tocaba mi men­te. Sentí que me la leía. Puede leérsela a cualquiera. Pue­de leértela a ti, Mimise.

He de hablar con Runild. Pero con cuidado, con mu­cho cuidado; todo en su momento apropiado. Por la ma­ñana lo primero que he de hacer es visitar a mi grupo y aplicarlo a los ejercicios del segundo día, destinados a demostrar que su derecha, aunque muda y a la sazón aislada, no es inferior, sino que tiene percepciones y ca­pacidad que en cierto modo son superiores a las de la izquierda.

—Nunca penséis que vuestra derecha es inútil —les advierto—. Consideradla más bien como una especie de animal sobremanera inteligente... un animal de gran astucia, rápido en sus reflejos, imaginativo, con un solo defecto, que es el de no disponer de vocabulario y no poder captar nunca más que unas cuantas palabras co­mo mucho. Nadie se apena por un tigre o un águila porque no sepan hablar. Y existen formas de aprendizaje mediante las cuales podemos comunicarnos sin palabras con los tigres y las águilas.

Hago aparecer en la pantalla la imagen de una casa y pido a los niños que la dibujen, utilizando primero la mano izquierda, luego la derecha. Aunque todos son dies­tros, se muestran incapaces de dibujar otra cosa que re­presentaciones burdas, simples, de dos dimensiones, con la mano derecha. Los dibujos hechos con la izquierda, aunque un tanto impedida a causa del atraso relativo del desarrollo muscular y el dominio motor, manifies­tan una comprensión plena de la técnica de la perspectiva. La mano derecha posee la facultad física, pero es la iz­quierda, que extrae la visión del hemisferio derecho del cerebro, la que posee la capacidad artística.

Les pido que monten cubos plásticos de colores a te­nor de un complicado modelo que hago aparecer en la pantalla. Con la izquierda llevan a cabo los ejercicios con rapidez y pericia. Con la derecha se confunden, fruncen la frente y se muerden los labios, sostienen en alto los cubos sin saber dónde emplazarlos, amontonándolos a veces en caóticos apiñamientos. Clane y Bloss acaban al cabo de un par de minutos; Mulliam persevera tozuda­mente como quien está empeñado en escalar una monta­ña demasiado empinada para sus fuerzas, pero adelanta poco; la izquierda de Laubet parece querer algo que se dijera está más allá de los poderes de la derecha, como si la chica estuviera en lucha consigo misma. Debe con­tener la impaciente mano izquierda en su espalda para proceder con acierto. Ninguno puede completar el con­junto correctamente con la mano derecha y cuando les dejo que trabajen con las dos manos, éstas pugnan por el predominio, la derecha, al principio superior, incapaz de aceptar su nuevo papel inferior y derribando con irri­tación los cubos que la izquierda ha colocado en su sitio.

Proseguimos con los ejercicios de pantalla divididos en reconocimiento facial y análisis de modelos, también con los musicales y todo lo que compone la rutina del segundo día. Los niños están entusiasmados con la facilidad con que su derecha funciona en todo aquello que no sea operación verbal. Por lo común suelo alegrarme yo tam­bién mientras contemplo la derecha recién liberada que nace a la vida y afirma su propio dominio. Pero hoy es­toy impaciente por ver a Runild y sólo presto una ligera atención a lo que hago.

La sesión llega a su fin. Los niños salen y van al aula en que reciben instrucción escolar normal. También el grupo de Runild estará en ello hasta el mediodía. Acaso pueda llevarle un momento después de la comida. Pero, como si lo hubiera conjurado con un deseo, lo veo avan­zar por el prado de flores carmesíes que hay junto al sa­lón de actos. También me ve éclass="underline" se detiene en medio de sus visajes, guiños y sonrisas, hace un gesto con la mano y me envía un beso con ella. Me acerco a él.

—¿Te han dispensado de la clase de esta mañana? —le pregunto medio en broma.

—Las flores son muy bonitas —dice.

—Las flores seguirán siendo bonitas después de clase.

—¡Oh, no seas tan tonta, Mimise! Ya me sé las lec­ciones. Soy un chico listo.

—Quizá demasiado listo, Runild.

Sonríe. No me da miedo. Se dijera que me protege; parece ser a la vez mucho más joven y mucho más in­teligente que lo normal a sus años. Lo tomo suavemente por la cintura y acabamos tendiéndonos en la hierba. Corta una flor para mí. Se dijera que me corteja. Acepto la flor y su mirada y le respondo con una cálida sonri­sa; también yo coqueteo. No dudo de su encanto; nun­ca he podido vencerlo como persona que posee autori­dad sobre él, sino como conspirador. En nuestras rela­ciones hay siempre una sexualidad subyacente, algo in­cestuoso, como si yo fuera su hermana mayor.

Hablamos entre bromas, lanzándonos pullas. Luego digo:

—Algo misterioso ha tenido que ocurrirte últimamen­te, Runild. Lo sé. Comparte ese misterio conmigo.

Al principio lo niega todo. Pretende ser inocente, pero me deja entrever que lo pretende tan sólo. Su sonrisa malévola lo traiciona. Habla con elipses crípticas, sacando a relucir conocimientos arcanos y desafiándome a que le vaya sonsacando detalles. Acepto su juego, me muestro intrigada, ya impaciente, ya escéptica, ya desinteresada por completo: nos acechamos y ambos lo sabemos. Su ojo oracular me taladra. Juega conmigo con tal sutileza que he de recordarme, con una mirada a su delgado cuerpo lampiño, que estoy tratando con un muchacho. Nunca debo olvidar que tiene once años. Por último le presiono directamente, preguntándole qué nuevo don ha estado cultivando.

—¡ No te gustaría saberlo! —exclama, pone cara irrita­da y se marcha.

Pero vuelve. Hablamos más seriamente. Admite que los últimos meses ha descubierto que es diferente de los demás niños y de los arúspices mayores, que posee un don, cierto poder. Le perturba y exalta al mismo tiem­po. Todavía está investigando cómo enfocarlo. No des­cribe el poder de manera específica. Por supuesto co­nozco su naturaleza por Jen, pero prefiero aparentar ig­norancia.

—¿Me lo dirás? —pregunto.

—Hoy no —dice.

Poco a poco voy ganando su confianza. Nos encon­tramos por casualidad, en pasillos o patios, e intercam­biamos frases de cortesía, que es el trato usual que em­pleo con mis antiguos pupilos. Me está probando, quiere ver si soy su amiga o una vulgar espía de Sleel. Dejo que sepa mi interés por él. Dejo que sepa incluso que su conducta excéntrica lo ha puesto al borde de la ex­pulsión.

—Ya me lo imaginaba —dice sombríamente—. Pero ¿qué voy a hacer? No soy como los demás. No me puedo estar quieto mucho rato. Las cosas saltan en mi cabe­za continuamente. ¿Por qué habría de molestarme con la aritmética cuando puedo...?

Se detiene súbitamente, de nuevo con reserva.

—Cuando puedes ¿qué, Runild?

—Tú lo sabes.

—No lo sé.

—Lo sabrás. Muy pronto.

Hay días en que parece tranquilo. Pero no han ter­minado sus travesuras. Se topa con la pobre Hermana Sestoine, una de las más antiguas e inferiores, entre los arúspices, y apoya la frente contra la de ella y le hace algo que la tiene llorando una hora. Sestoine no dice lo que tiene lugar durante ese momento de contacto y al cabo de un rato parece que olvida el episodio. El rostro de Sleel se muestra sombrío. Me mira con admiración, como si dijera: Queda ya poco tiempo; el muchacho ha de irse.

Me encuentro en mi aposento un día de lluvia, en plena tarde, cuando entra Runild de forma inesperada, húmedo, el pelo aplastado. Su cuerpo gotea. Se desnuda, lo seco con la toalla y lo acerco, al fuego. No dice nada durante un rato; está tenso, rígido, como si sufriera al­guna presión interior y no pudiera distenderse. Se vuel­ve hacia mí con brusquedad. Sus ojos son extraños: van de un lado a otro, trepidan, esplenden.