Cormac McCarthy
En la frontera
Título originaclass="underline" The crossing
© 1994, Luis Murillo Fort, por la traducción
I
Boyd era apenas un niño de pecho cuando llegaron al sur procedentes de Grant County, y no mucho mayor que él era el nuevo condado llamado Hidalgo. En la región que habían abandonado quedaban los restos de una hermana y de la abuela materna. La nueva región era rica y salvaje. Se podía cabalgar hasta México sin topar con un solo cercado. Él llevaba a Boyd sobre el arzón delantero de la silla de montar y le nombraba en inglés y en español las peculiaridades del paisaje y los pájaros y los animales. En la casa nueva dormían en el cuarto contiguo a la cocina. Solía permanecer despierto en la habitación a oscuras, escuchando la respiración de su hermano, y mientras este dormía le hablaba a media voz de los proyectos que tenía para los dos y de la vida que iban a llevar.
Una noche de invierno de aquel primer año despertó al oír el aullido de los lobos procedente de las lomas que se elevaban al oeste de la casa, y supo que saldrían al llano a cazar antílopes a la luz de la luna. Cogió los pantalones que colgaban a los pies de la cama, la camisa, el chaquetón de loneta forrado con lana de manta y las botas y fue a vestirse a oscuras en la cocina al tenue calor del hornillo y sostuvo las botas a la luz de la ventana para distinguir la derecha de la izquierda y se las calzó y salió de la cocina y cerró la puerta.
Al pasar junto al establo los caballos gimieron débilmente a causa del frío. La nieve crujía bajo sus botas y el aliento le humeaba en la luz azulina. Una hora después se hallaba agazapado sobre la nieve en el lecho seco del arroyo; al ver las huellas que habían dejado en la arena de los aguazales y sobre la nieve, supo que los lobos habían pasado por allí.
Ya estaban en el llano, y cuando dejó atrás el abanico aluvial donde el arroyo se adentraba en el valle vio el punto en que habían cruzado antes que él. Avanzó sobre codos y rodillas con las manos remetidas en las mangas a fin de no tocar la nieve y cuando llegó al último de los pequeños enebros oscuros, allí donde el amplio valle se extendía al pie de la sierra de las Ánimas, se agachó en silencio para acompasar la respiración y luego se incorporó y echó un vistazo.
Corrían por el llano hostigando a los antílopes, que se movían por la nieve como fantasmas, dando vueltas y más vueltas, y el polvo seco flotaba alrededor de ellos en el gélido claro de luna y el aliento les humeaba pálido en el frío como si un fuego ardiera dentro de ellos, y saltaban y giraban y se contorsionaban tan silenciosamente que parecían venidos de otro mundo. Corrieron valle abajo y luego giraron para alejarse por el llano hasta perderse por completo en aquella turbia blancura.
Tenía mucho frío. Esperó. Reinaba una calma absoluta. Podía ver en qué dirección iba el viento por el aliento que aparecía y desaparecía una y otra vez delante de él. Esperó un largo rato. Luego los vio venir. Trotando y serpenteando. Bailando. Hozando la nieve. Trotando y corriendo y alzándose de a dos en una danza estática y corriendo otra vez.
Eran siete y pasaron a poco más de cinco metros de donde se hallaba. Distinguió sus ojos almendrados a la luz de la luna. Oyó su respiración. Notó su eléctrica presencia en el aire. Los lobos se agruparon, se arrimaron y se lamieron los unos a los otros. Luego se detuvieron. Desencapotaron las orejas. Algunos alzaron una pata a la altura del pecho. Estaban mirándolo. Él no respiraba. Ellos no respiraban. Después giraron sobre sí mismos y siguieron trotando. Cuando llegó a casa Boyd estaba despierto, pero él no le dijo adónde había ido ni qué había visto. Nunca se lo contó a nadie.
El invierno en que Boyd cumplió catorce años, los árboles que crecían en el cauce seco del río estaban desnudos desde hacía tiempo y el cielo siempre era gris y los árboles se veían pálidos. Un viento frío había venido del norte, y la tierra corría con las velas arriadas hacia un cómputo cuyos libros mayores solo serían redactados y fechados mucho después de que las debidas reclamaciones hubieran sido presentadas, como pasa con esta historia. Entre los álamos, cuyas ramas eran como huesos y cuyos troncos mudaban la pálida o verde o más oscura corteza, arracimados más abajo de la casa, en el recodo exterior del cauce, crecían árboles tan imponentes que en la hilera del otro lado del río había un tocón aserrado sobre el cual en inviernos previos los pastores habían armado una tienda de lona de metro veinte por metro ochenta debido al suelo de madera que aquel les proporcionaba. Un día en que iba por leña observó su sombra y la del caballo y la narria cruzar aquella empalizada de árboles. Boyd iba en la narria sosteniendo el hacha como si estuviese vigilando la leña que habían reunido, y miraba hacia el oeste con los ojos entornados a causa del sol que hervía en el lento fuego de un lago seco y rojizo que se extendía al pie de las áridas montañas, y los antílopes caminaban cabeceando entre las vacas que se destacaban contra el llano del promontorio.
Cruzaron el cauce del río cubierto de hojas secas y siguieron hasta un depósito o poza en el río; él desmontó y dio de beber al caballo mientras Boyd recorría la orilla a pie buscando señales de ratas almizcleras. El indio junto al que Boyd había pasado estaba en cuclillas y ni siquiera levantó la mirada, de modo que cuando Boyd notó su presencia y se volvió el indio estaba mirándose el cinto y no alzó la vista hasta que se hubo parado del todo. Podría haber alargado el brazo y tocarlo. El indio no se escondía, sino que sencillamente estaba agachado detrás de una delgada hilera de carrizos, [1] y ni aun así Boyd lo había visto. Tenía sobre las rodillas una pequeña carabina del calibre 32 y había estado esperando en la sombra a que algo se acercara al agua para poder dispararle. Miró al chico fijamente. El chico lo miró. Sus ojos eran tan oscuros que parecían todo pupilas. Unos ojos en los que se ponía el sol. En los que el chico estaba al lado del sol.
No había aprendido que uno puede verse en los ojos de otro ni que en ellos podían verse cosas como el sol. Quedó reflejado, en aquellos pozos oscuros con el pelo tan claro, fino y extraño, exactamente el niño que era. Como si fuese un pariente consanguíneo que se hubiera perdido y que ahora aparecía en una ventana de otro mundo donde el sol se hundía eternamente. Como si se tratara de un laberinto donde los huérfanos de su corazón se hubieran extraviado en su viaje por la vida para llegar finalmente al otro lado del muro de aquella mirada caduca de la que era imposible regresar.
Desde donde estaba no podía ver a su hermano ni al caballo. Podía ver los lentos círculos que se abrían en la superficie del agua allí donde el caballo estaba bebiendo, más allá de los carrizos, y podía ver también la ligera flexión del músculo bajo la piel de la magra e imberbe quijada del indio.
El indio se volvió y miró la poza. El único sonido era el gotear del agua desde el morro del caballo. Miró al chico.
Tú, pequeño hijo de puta, dijo el indio.
Yo no he hecho nada.
¿Quién es ese que va contigo?
Mi hermano.
¿Cuántos años tiene?
Dieciséis.
El indio se puso de pie. Lo hizo rápidamente y sin esfuerzo, y miró hacia el otro lado de la poza donde Billy sostenía el caballo y luego volvió a mirar a Boyd. Vestía un viejo y deshilachado sarape y un viejo y grasiento sombrero Stetson con la copa acampanada, y sus botas estaban remendadas con alambre.
¿Qué estáis haciendo aquí?
Coger leña.
¿Tenéis algo para comer?
No.
¿Dónde vivís?
El chico dudó.
Te pregunto que dónde vivís.
Señaló río abajo.
¿A qué distancia?
No lo sé.
Pequeño hijo de puta.
Se puso la carabina sobre los hombros, caminó por la orilla de la poza y se quedó mirando el caballo y a Billy.