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Llevó el animal hasta la orilla y una vez en el camino lo puso de cara a la luz. Miró si tenía sangre en la boca, pero le pareció que no. Pobre Niño, dijo. Pobre Niño. Dejó la silla y las alforjas allá donde habían caído. Los petates pisoteados. El cuerpo de su hermano sesgado dentro de su envoltura y con un brazo amarillento saliendo de una manga. Caminó con el caballo pegado a él sin soltar la camisa que sostenía manchada de barro contra su pecho. Tenía las botas llenas de agua y estaba muerto de frío. Se encaminaron hacia un bosquecillo de caobos silvestres donde pudiera permanecer más o menos oculto por si algún grupo pasaba por el río; luego volvió y cogió la silla, las alforjas y el petate. Finalmente fue a buscar los restos de su hermano.

Los huesos parecían soldados entre sí únicamente por sus integumentos y la reseca envoltura externa del pellejo, pero curiosamente nada se soltó. Billy se arrodilló en el camino y volvió a doblarle los brazos inermes sobre el pecho, envolvió el cuerpo con el petate, arregló las cuerdas y ató los cabos para poder utilizar los trozos cortados. Cuando hubo concluido esta tarea el sol ya estaba alto y Billy cogió en brazos los restos de su hermano y los transportó hasta los árboles y los depositó en el suelo. Por último volvió andando al río, se lavó, estrujó su sombrero, lo llenó de agua y lo llevó adonde el caballo para que este bebiese. Niño no quiso beber. Yacía entre la hojarasca y la camisa yacía entre la hojarasca, el emplasto de arcilla había empezado a deshacerse y de la herida volvía a manar sangre formando un oscuro charco en los pequeños hoyos dentados de las hojas secas de caoba y Niño ni siquiera levantaba la cabeza.

Billy fue a buscar el caballo de carga pero no consiguió dar con él. Se llegó hasta el río, se acuclilló para aclarar la camisa y luego de ponérsela cogió otro puñado de arcilla de debajo de los sauces y volvió adonde el caballo e incrustó el barro nuevo sobre el viejo y se quedó sentado temblando entre la hojarasca, observando a Niño. Al rato volvió a bajar por el camino en busca del caballo de carga.

Tampoco esta vez consiguió encontrarlo. Cuando regresó al río recogió la cantimplora que estaba junto a la vereda y cogió su taza y su cuchilla de afeitar y regresó de los árboles. El caballo tiritaba entre las hojas y Billy estiró una manta del petate, la extendió sobre él y permaneció con la mano apoyada en su espaldilla. Al cabo de un rato se quedó dormido.

Despertó sobresaltado de un sueño sin esperanza. Inclinado sobre el caballo que respiraba sosegadamente entre la hojarasca miró al sol para calcular la hora. Tenía la camisa casi seca y se desabrochó el bolsillo y sacó su dinero y lo puso a secar. Luego cogió la caja de cerillas de madera que guardaba en la alforja y también las puso a secar. Bajó por el camino hasta el lugar donde había tenido lugar la emboscada y buscó en el chaparral hasta que dio con el cuchillo. Era un anticuado puñal de doble filo amolado a partir de un cuchillo militar de escaso valor. Lo limpió en los pantalones, volvió y lo guardó con el resto de sus pertenencias. Luego fue a donde había dejado el cuerpo de Boyd. Una columna de hormigas rojas había localizado los restos y Billy se agachó en la hojarasca y las miró; luego se incorporó, las pisoteó, recogió el petate, se lo llevó para dejarlo en la horqueta de un árbol y fue a sentarse al lado del caballo.

No pasó nadie en todo el día. Por la tarde fue una vez más en busca del otro caballo. Pensó que quizá habría ido aguas arriba o que se lo habrían llevado los bandoleros, pero el caso es que nunca más volvió a verlo. Al anochecer las cerillas estaban secas y encendió un fuego y puso unos frijoles a cocer y se sentó frente a la lumbre y escuchó correr el río en la oscuridad. La luna color de algodón que durante el día había estado en el este salió allá en lo alto y él se quedó tumbado sobre las mantas vigilando si algún pájaro pasaba por delante de la luna camino del norte, pero si alguno pasó no pudo verlo, y al cabo de un rato se durmió.

De noche mientras dormía Boyd se acercaba y se acuclillaba junto a las ascuas del fuego como había hecho centenares de veces y sonreía con su dulce sonrisa que no era del todo cínica y se quitaba el sombrero y lo sostenía ante él y lo miraba. En el sueño Billy sabía que Boyd estaba muerto y que el asunto de su fallecimiento debía ser enfocado con cierta cautela, pues lo que en vida era circunspecto debía serlo doblemente en la muerte y él no tenía forma de saber qué palabra o qué gesto podían sustraerlo de nuevo a aquella nada de la cual había venido. Cuando por fin se decidía a preguntarle qué se sentía estando muerto Boyd sonreía y miraba hacia otro lado y no respondía. Hablaban de otras cosas y él procuraba no despertar del sueño, pero el espectro se difuminaba y se desvanecía. Entonces despertó y se quedó contemplando las estrellas a través del zarzal de ramas de los árboles e intentó dilucidar qué sitio podía ser aquel donde se encontraba Boyd, pero Boyd estaba muerto y hecho una piltrafa envuelto en el petate aguas arriba entre los árboles, y Billy bajó la cara y se echó a llorar.

Por la mañana lo despertaron los gritos de unos arrieros y el crujir de látigos y unos cánticos vehementes en el bosque que había río abajo. Se calzó las botas y se acercó a Niño, que yacía entre la hojarasca. La manta que había temido encontrar rígida y fría subía y bajaba con la respiración del caballo, que lo miró con un ojo cuando él se arrodilló a su lado. Un ojo en el que aparecían ahuecados el cielo y los árboles y su propia cara al acercarse. Billy puso la mano sobre el pecho del animal donde el barro se había apelmazado y agrietado. El pelo estaba tieso y cerdoso debido a que la sangre se había secado. Acarició la musculosa paletilla y le habló en voz baja y el caballo espiró lentamente por los ollares.

Fue otra vez a buscar agua con el sombrero pero Niño no podía beber sin levantarse. Billy se sentó, le humedeció la boca con la mano y escuchó a los arrieros acercarse por el camino; al cabo de un rato se levantó y salió a buscarlos.

Aparecieron entre los árboles con una yunta de seis bueyes uncidos y ataviados con ropas que él jamás había visto. Debían de ser indios o gitanos por los vivos colores de sus camisas y los ceñidores que llevaban puestos. Conducían los bueyes con fustas de yóquey y los bueyes se afanaban y balanceaban en sus arreos y su aliento humeaba en el aire frío de la mañana. Detrás de ellos, sobre una balsa casera hecha de maderos recién aserrados y transportado sobre ejes viejos de camión, iba un aeroplano. Era un modelo muy antiguo; estaba desmontado y las alas sujetas mediante cuerdas al fuselaje. El timón de dirección encajado en su aleta iba de acá para allá con pequeños movimientos erráticos a merced de las sacudidas de la balsa, como si estuviera haciendo correcciones de la trayectoria, y los bueyes se balanceaban de mala manera en sus arneses y los mal emparejados neumáticos de caucho se arrugaban ligeramente sobre las piedras y entre la maleza que crecía a los lados del angosto sendero.

Los boyeros al verlo levantaron la mano y lo saludaron. Casi como si hubieran estado esperando topar de un momento a otro con él. Lucían collares y brazaletes de plata y algunos llevaban aretes de oro en las orejas y lo llamaron a voces y señalaron aguas arriba un trecho llano y herboso en el recodo del río, donde se detendrían y podrían hablar. El avión no era mucho más que un esqueleto con jirones descoloridos de tela del color del ruibarbo estofado pegadas a las costillas de fresno curvadas al vapor, y dentro podían verse los alambres y cables que corrían a popa hasta los timones de dirección y profundidad y el resquebrajado, abarquillado y descolorido cuero de los asientos, y en sus opacos engastes de níquel el cristal de las esferas de instrumentos que las arenas del desierto habían pulido hasta volverlos glauco y turbio. Los montantes de las alas iban atados en paquetes, las aletas de la hélice dobladas hacia atrás a lo largo de la cubierta del motor y las riostras de aterrizaje plegadas bajo el fuselaje.