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Pasaron de largo y se detuvieron en el llano, dejaron al más joven al cuidado de los animales y luego volvieron a bajar por el camino liando cigarrillos y pasándose a modo de encendedor un cartucho vacío del calibre 50 en el que ardía un trozo de estopa. Eran gitanos de Durango y lo primero que preguntaron fue qué le pasaba al caballo.

Respondió que el caballo estaba herido, según creía de gravedad. Uno de los gitanos preguntó cuándo había ocurrido aquello y él dijo que el día anterior. El hombre mandó a uno de los jóvenes a la balsa y unos minutos después volvió con una vieja mochila de lona. Luego se dirigieron todos entre los árboles a ver al caballo.

El gitano se arrodilló en la hojarasca y lo primero que miró fue los ojos del animal. Después retiró con la punta de los dedos el barro agrietado que cubría el pecho del caballo y examinó la herida. Miró a Billy.

Herida de cuchillo, dijo Billy.

El gitano no alteró la expresión de su cara ni apartó los ojos de Billy. Billy miró a los otros. Estaban en cuclillas en torno a Niño. Pensó que si el caballo moría tal vez se lo comerían. Dijo que un demente de una banda de cuatro ladrones había agredido al caballo. El hombre asintió. Se pasó la mano por el mentón. No volvió a mirar al caballo. Le preguntó a Billy si deseaba venderlo y Billy supo por primera vez que el caballo iba a vivir.

Se quedaron en cuclillas, mirándolo. Él miró al boyero. Dijo que el caballo había pertenecido a su padre y que no podía desprenderse de él, y el hombre asintió y abrió la mochila.

Porfirio, dijo. Trae agua.

Miró por entre los árboles hacia el campamento de Billy, donde una ligera espiral de humo aparecía inmóvil como una soga en el aire matutino. Le dijo al otro hombre que pusiera a hervir el agua y luego miró otra vez a Billy. Con su permiso, dijo.

Por supuesto.

Ladrones.

Sí. Ladrones.

El boyero miró al caballo. Señaló con la barbilla hacia el árbol junto al cual estaban guardados los restos de Boyd.

¿Qué tiene ahí?, preguntó.

Los huesos de mi hermano.

Huesos, dijo el gitano. Se volvió y miró en dirección al río, hacia donde había ido su hombre con el cubo. Los otros tres seguían agachados a la espera. Rafael, dijo. Leña. Se volvió hacia Billy y sonrió. Echó un vistazo a la pequeña arboleda y se puso la palma de la mano en la mejilla como quien acaba de recordar que ha olvidado alguna cosa. En un índice llevaba un afiligranado anillo de oro y piedras preciosas y del cuello le colgaba una cadena dorada. Sonrió de nuevo e indicó por gestos que fueran hacia la lumbre.

Cogieron leña, avivaron el fuego y fueron a buscar piedras para hacer un trípode sobre el cual pusieron a hervir el cubo con agua. Dentro del cubo había en remojo varios puñados de pequeñas hojas verdes y el aguador había cubierto el cubo con lo que a primera vista parecía un viejo platillo musical metálico. Todos se sentaron en torno al fuego y contemplaron el cubo, cuyo contenido al cabo de un rato empezó a humear entre las llamas.

El que se llamaba Rafael levantó la tapa con un palo, la dejó a un lado y removió la espuma verde y volvió a poner la tapa. Un caldo de color verde claro se escurrió por los costados del balde y siseó en el fuego. El jefe de los boyeros liaba un cigarrillo. Pasó la petaca de tela al hombre que tenía al lado y se inclinó para coger una rama del fuego y con la cabeza ladeada encendió con ella el cigarrillo y luego devolvió la rama a las brasas. Billy le preguntó si no temía a los ladrones que merodeaban en aquella región, pero el hombre se limitó a decir que los ladrones eran muy reacios a meterse con los gitanos pues ellos también eran gente que vivía en el camino.

¿Y adónde van con el aeroplano?, preguntó Billy.

El gitano señaló con el mentón. Al norte, dijo.

Fumaron. Del cubo seguía saliendo humo. El gitano sonrió.

Con respecto al aeroplano, dijo, hay tres historias. ¿Cuál quiere oír?

Billy sonrió. Dijo que puesto a escoger prefería la verdadera.

El gitano apretó los labios. Parecía meditar sobre la plausibilidad de su elección. Finalmente dijo que era preciso aclarar que existían dos aeroplanos como aquel, ambos pilotados por jóvenes americanos y ambos perdidos en las montañas en el catastrófico verano de 1915.

Dio una intensa calada a su cigarrillo y expulsó el humo hacia el fuego. Algunos hechos eran conocidos, dijo. Había puntos de mutuo interés y por ahí se podía empezar. Ese aeroplano se había posado en las peladas montañas de Sonora y el viento y la arena que estas levantaban lo habían despojado de su tela original y los indios que pasaban habían forzado la placa metálica de registro del panel de instrumentos y se la habían llevado como amuleto; el aparato había languidecido en aquel terreno agreste extraviado, sin dueño y, de hecho, sin nadie que lo reclamara durante casi treinta años. Hasta ahí la historia era una sola. Tanto si había un avión como si había dos. Se hablara de uno o de otro, eran el mismo.

Dio una calada a la colilla sosteniéndola entre el pulgar y el índice, entrecerrado un ojo oscurecido por el humo que subía en el aire inmóvil hacia su nariz. Finalmente Billy le preguntó si importaba algo de qué avión se trataba, puesto que no había diferencias que reseñar. El gitano asintió. Parecía aprobar la pregunta, aunque no respondió. Dijo que el padre del difunto piloto había concertado el traslado del aeroplano a un lugar próximo a la frontera, al este de Palomas. Había enviado a un agente suyo a la localidad de Madera -pueblo que usted conoce- y que dicho agente era también la clase de hombre que podía formular una pregunta similar.

Sonrió. Fumó hasta que el cigarrillo quedó reducido a ceniza y dejó caer la ceniza al fuego y después exhaló lentamente el humo. Se lamió el pulgar y se lo limpió en la rodillera del pantalón. Dijo que para la gente que vivía en el camino la realidad de las cosas siempre era importante. Dijo que el estratega no confundía sus estratagemas con la realidad del mundo pues ¿qué sería de él entonces? El mentiroso debe, en primer lugar, saber la verdad, dijo. ¿De acuerdo?

Hizo un gesto con la cabeza en dirección al fuego. El aguador se levantó, empujó las brasas con un palo, arrimó más leña bajo el cubo y volvió a su sitio. El gitano esperó a que hubiera terminado. Luego continuó, diciendo que la identidad del pequeño biplano de lona carecía de significado fuera de su historia, y añadió que era debido a que a aquel maltrecho aparato se le conocía un hermano en la misma condición que había suscitado la cuestión de la identidad. Dijo que los hombres suponen que la verdad de una cosa radica en la cosa misma, sin tomar en consideración las opiniones de quienes la observan, en tanto que lo fraudulento se toma por tal no importa la fidelidad con que pueda reproducir la apariencia requerida. Si el aeroplano cuyo traslado y envío a la frontera ha pagado su cliente no fuese en realidad el aparato en que ha muerto el hijo del cliente, entonces su gran parecido con ese aparato difícilmente puede tenerse como algo a su favor, sino que es más bien un nuevo giro en la urdimbre del mundo para engaño de los hombres. ¿Dónde está pues la verdad de todo esto? La veneración ligada a los artefactos de la historia es algo que los hombres sienten. Podría decirse incluso que lo que dota a cualquier cosa de significado es únicamente la historia en que esa cosa ha tomado parte. Pero ¿en qué consiste esa historia?