El gitano dirigió la mirada río arriba, hacia donde estaba el aeroplano. Pareció meditar sobre su forma allá entre los árboles. Como si aquella estructura primitiva contuviese cierto mensaje no descifrado aún sobre las campañas de la revolución, la estrategia de Ángeles, las tácticas de Villa. ¿Y para qué lo quiere el cliente?, dijo. Si después de todo no es más que el ataúd de su hijo.
Nadie respondió. Al rato el gitano continuó hablando. Dijo que al principio había pensado que el cliente solo deseaba conservar el avión a modo de recordatorio. Él, los restos de cuyo hijo hacía tiempo estaban esparcidos por la sierra. Lo que pensaba ahora era distinto. Dijo que mientras el aeroplano estuviese en aquellas montañas su historia no tendría ningún cabo suelto. Estaba suspendida en el tiempo. Su presencia en las montañas era lo único que contaba, una sola imagen congelada a la vista de todos. El cliente pensaba, y con razón, que si podía sacar aquellos restos de donde estaban, año tras año, soportando lluvia, nieve y sol, entonces, y solo entonces, podría sangrarlos de su poder para adueñarse de sus sueños. El gitano hizo un lento y suave ademán con la mano. La historia del hijo termina en las montañas, dijo. Por allá queda su realidad.
Sacudió la cabeza. Dijo que a menudo la tarea más simple resulta la más complicada. Dijo que de cualquier forma aquel regalo de las montañas no tenía capacidad para sosegar el corazón de un hombre mayor porque una vez más su viaje quedaría aplazado sin que nada cambiara. Y alguien tendría que plantear la identidad del aeroplano, cosa que allá en las montañas no podía plantearse. Eso era forzar una decisión. Se trataba de un problema arduo. Y, como suele ocurrir, Dios finalmente había decidido intervenir y arreglar las cosas por sí mismo. Pues al final los dos aeroplanos fueron bajados de las montañas y uno estaba en el río Papigochic y el otro lo tenían delante. Como puede ver.
Esperaron. Rafael se levantó otra vez, avivó el fuego, levantó la tapa del cubo, removió la humeante sopa y colocó de nuevo la tapa. Entretanto, el gitano había liado otro cigarrillo y lo había encendido. Reflexionó sobre cómo continuar su relato.
El pueblo de Madera. Un extraño y manchado mapa impreso en papel de mala calidad a punto de romperse ya por los dobleces. Una saca de banco llena de pesos de plata. Dos hombres que se conocen casi por casualidad, ninguno de los cuales se fiará del otro. El gitano afinó los labios para esbozar lo que no podía llamarse una sonrisa. Dijo que donde hay pocas expectativas raras son las decepciones. Un otoño de hacía dos años habían ido a las montañas y habían construido un trineo con ramas de árbol, y por este medio de transporte habían llevado los restos hasta el borde del gran desfiladero del río Papigochic. Allí pensaban bajar el aparato hasta el río valiéndose de cuerdas y tornos, y construir luego una balsa con que llevar el esqueleto, las alas y los montantes hasta el puente que cruza la carretera de Mesa Tres Ríos y desde allí por tierra hasta la frontera al oeste de Palomas. La nieve lo obligó a marcharse de las montañas antes de que alcanzasen el río.
Los otros hombres de en torno a la pálida fogata diurna parecieron poner mucha atención a sus palabras. Como si se hubieran apuntado a aquella aventura muy recientemente. El gitano hablaba despacio. Describió la región en que el aeroplano se había estrellado. Lo agreste de la misma y las vegas herbosas y los profundos barrancos donde los días eran tan breves como en los polos, barrancos en cuyos lechos un río caudaloso no parecía más que un trozo de cordel. Dejaron la región y en primavera regresaron de nuevo. No les quedaba dinero. Una vidente trató de advertirles que no fueran. Una de su misma raza. Él había sopesado las palabras de la mujer, pero sabía cosas que ella ignoraba. Que si un sueño puede predecir el futuro también puede frustrarlo. Pues Dios no permite que sepamos lo que está por venir. Dios no está obligado a hacer que el mundo siga precisamente ese curso y aquellos que por un sortilegio o un sueño pudieran acabar penetrando el velo que se cierne sobre todo lo que está ante su vista, por culpa de esa misma visión podrían servir para que Dios arranque el mundo de su rumbo cambiando completamente su curso y entonces ¿dónde queda el hechicero?, ¿dónde el soñador y su sueño? Hizo una pausa para que todos pudieran meditar sobre esto. Para que también él pudiera reflexionar. Luego prosiguió. Habló del frío que hacía en las montañas. Ilustró el terreno nombrando aves y otros animales. Loros. Tigres. Hombres de otra era viviendo en cavernas de una región tan remota que el mundo había pasado por alto matarlos. Los tarahumaras medio desnudos al borde mismo de la abrupta pared rocosa del vacío mientras el fuselaje y las alas del avión destrozado pendían en el azul y se empequeñecían y giraban lentamente en el abismo cada vez más profundo del barranco, silenciosos e insonoros, y mucho más abajo las formas de unos buitres describiendo lentas espirales como partículas de ceniza en una corriente ascendente.
Les habló de los rápidos en el río y de las grandes rocas que había en el desfiladero y de la lluvia en las montañas por la noche y del río que al pasar por las gargantas aullaba como un tren y de la lluvia que había caído a cántaros en aquella definitiva separación de la corteza terrestre y hacía chisporrotear sus lumbres de madera de acarreo y la roca maciza a través de la cual el agua pasaba rugiendo se estremecía como una mujer y si hablaban no podían oírse debido al ruido espantoso de aquel mundo infernal.
Pasaron nueve días en el desfiladero sin que parara de llover y el río creció hasta que finalmente siete de ellos quedaron encajonados en lo alto de una hendidura como ratones de campo buscando refugio, sin comida y sin poder encender un fuego y toda la garganta temblando como si el propio mundo fuera a abrirse bajo sus pies y tragárselos a todos, y por la noche apostaron vigías hasta que fue él mismo quien preguntó qué vigilaban y en caso de que llegara ¿qué?
El platillo de cobre que tapaba el cubo se levantó ligeramente y por uno de los lados dejó escapar una espuma verde que corrió cubo abajo y el platillo volvió a caer sin ruido. El gitano tendió el brazo y con aire pensativo arrojó la ceniza del cigarrillo a las brasas.
Nueve días y nueve noches. Sin comida. Sin fuego. Sin nada. El río crecía y tuvieron que atar la balsa con las cuerdas del torno y después con enredaderas, y el río creció y acabó llevándose la balsa y no se pudo hacer nada de nada y la lluvia siguió cayendo. Primero arrastró las alas. En la oscuridad rugiente él y sus hombres se colgaron de las rocas como simios cercados y lanzaron mudos gritos en medio del vórtice y su primo Macio bajó para asegurar el fuselaje, aunque nadie sabía de qué les serviría sin las alas y el propio Macio estuvo a punto de ser arrastrado por la corriente. La mañana del décimo día dejó de llover. Avanzaron penosamente entre las rocas a la luz grisácea del alba pero todo rastro de su aventura había desaparecido con la inundación como si no hubiera existido jamás. El río siguió creciendo y a la mañana siguiente, mientras contemplaban allá abajo la hipnótica cañada, un ahogado bajó como una bala de la catarata cual enorme pez exangüe y giró una vez boca abajo en la espuma del remolino como si estuviera buscando alguna cosa en el lecho del río y luego fue succionado por la corriente y continuó su viaje. A juzgar por su aspecto ya había recorrido un largo trecho, pues había perdido la ropa y gran parte de la piel y de su paso por las piedras del río tan solo le quedaba una leve pelusilla en lo alto del cráneo. Al girar en la espuma se había movido flácido y descoyuntado como si no tuviera huesos en el cuerpo. Como un íncubo o un maniquí. Pero cuando pasó a su altura los gitanos vieron como en una revelación eso de que están hechos los hombres y que habría sido preferible que no vieran. Vieron huesos y ligamentos y también sus costillas flotantes y a través de la piel escoriada las formas más oscuras de los órganos de dentro. Giró sobre sí mismo y ganó velocidad y luego salió disparado por la rugiente cañada como si río abajo tuviera cosas urgentes que hacer.