Parece que lleva usted mucho tiempo por aquí, dijo.
No lo sé. ¿En qué se nota?
En que necesita regresar.
Bueno. Probablemente tenga razón. Este es mi tercer viaje. Es la única vez que vengo a este país y consigo lo que he venido a buscar. Pero le aseguro que no es lo que yo quería.
El hombre asintió. No parecía hacerle falta saber de qué se trataba. Le diré una cosa, dijo. Tendrá que hacer frío en el infierno para que me pillen otra vez por aquí. Un frío de cojones. Más claro no puedo decirlo.
Billy sirvió el café. Bebieron. El café quemaba en las tazas de hojalata, pero el hombre no pareció advertirlo. Sorbió el café y se quedó mirando el bosque oscuro en dirección al río, que como un paño plateado formaba pliegues sobre el guijarral a la luz de la luna. Aguas abajo el cuenco nacarado de la luna parecía estampado en los bancos de nubes bajas como una calavera con una vela dentro. Arrojó el poso del café a la oscuridad. He de irme, dijo.
Puede quedarse si quiere.
Me encanta cabalgar de noche.
Bueno.
Creo que incluso se recorre más camino así.
Hay ladrones por toda la zona, dijo Billy.
Ladrones, dijo el hombre. Contempló el fuego. Al rato sacó de su bolsillo uno de aquellos puritos negros y lo examinó detenidamente. Luego arrancó la punta de un mordisco y la escupió en la lumbre.
¿Fuma cigarros?
No he fumado en mi vida.
¿Va contra su religión?
No que yo sepa.
El hombre se inclinó y estiró un leño del fuego y encendió con él el cigarro. Tardó un rato en prender. Cuando consiguió que tirara devolvió al fuego el trozo de leña y sopló un anillo de humo y después uno más pequeño que hizo pasar por el primero.
¿A qué hora se fueron de aquí?, preguntó.
No lo sé. A eso del mediodía.
Aún no habrán recorrido quince kilómetros.
Puede que fuera más tarde.
Cada vez que paro a pasar la noche ellos tienen alguna avería. No han fallado una sola vez. Es culpa mía. Esas señoritas siempre consiguen que me despiste. También me gustan un montón las mademoiselles que hay en el pueblo. Sobre todo si no hablan inglés. ¿Ha estado usted allí?
No.
El hombre tendió el brazo, cogió el palo que había utilizado para encender su purito, apagó la llama agitándolo y luego se volvió y trazó dibujos en la oscuridad con el extremo rojo que ardía sin llama, como hacen los niños. Al cabo de un rato dejó el palo otra vez en el fuego.
¿Su caballo está muy mal?, preguntó.
No lo sé. Lleva tumbado dos días.
Debería haberle dicho a ese gitano que le echara un vistazo. Parece que saben todo lo que hay que saber sobre caballos.
¿En serio?
No lo sé. Solo sé que son capaces de hacer que un caballo enfermo parezca sano para venderlo.
Yo no pienso vender el mío.
Le diré lo que ha de hacer.
Veamos.
No deje que ese fuego se apague.
¿Por qué lo dice?
Lo digo por los pumas. La carne de caballo es su manjar favorito.
Billy asintió con la cabeza. Lo he oído decir a menudo, dijo.
¿Y sabe por qué lo ha oído decir?
¿Que por qué lo he oído decir?
Sí, hombre.
No. ¿Por qué?
Porque es así. Por eso.
¿Cree que la mayoría de las cosas que uno oye son verdad?
Lo digo por experiencia.
Pues no es mi caso.
El hombre siguió fumando y contemplando el fuego. Al rato dijo: tampoco ha sido el mío. Lo he dicho porque sí. Y tampoco he estado allí como he dicho antes. Soy un inútil total. Siempre lo he sido y siempre lo seré.
Esos gitanos, ¿sacaron el avión de las sierras y lo bajaron por el río Papigochic?
¿Fue eso lo que le dijeron?
Sí.
Ese aeroplano salió de un granero del rancho Taliafero, en Flores Magón. No habría podido volar al sitio de que me está hablando. El techo de ese aparato era solo de dos mil metros.
¿El hombre que lo pilotaba murió en él?
Que yo sepa, no.
¿Es por eso que ha venido usted hasta aquí? ¿Para encontrar el avión y llevárselo?
He venido a México porque dejé preñada a una chica en McAllen, Texas, y su padre quería matarme.
Billy miró hacia el fuego.
Digamos que es como tropezarse con eso de lo que uno está huyendo, dijo el hombre. ¿Alguna vez le han disparado?
No.
A mí dos veces. La última fue en el centro de Cuauhtémoc, a plena luz del día un sábado por la tarde. Todos salieron corriendo. Dos mujeres menonitas me recogieron de la calle y me subieron a una carreta. Si no todavía estaría allí.
¿Dónde le dispararon?
Justo aquí, dijo. Se volvió y se levantó el cabello que le cubría la sien derecha. ¿Lo ve? Puede mirar.
Se inclinó, escupió en el fuego, miró el cigarro y volvió a ponérselo en la boca. Fumó. No estoy loco, dijo.
No he dicho que lo esté.
No. Pero tal vez lo ha pensado.
Tal vez lo ha pensado usted de mí.
Puede.
¿Eso ocurrió realmente o solo lo ha dicho?
No. Ocurrió.
A mi hermano lo mataron aquí de un tiro. He venido para llevármelo a casa. Lo mataron de un tiro un poco más al sur. En un pueblo llamado San Lorenzo.
Aquí lo matan a uno más rápido que nada.
A mi padre lo mataron de un tiro en Nuevo México. Ese era su caballo.
Qué mundo cruel, dijo el hombre.
Partió de Texas en 1919. Tenía entonces más o menos la edad que yo tengo ahora. Era natural de Misuri.
Yo tuve un tío que era de Misuri. Su padre se cayó de un carro, totalmente borracho, una noche que pasaba por allí, y por eso fue que él nació en Misuri.
Mi madre era de un rancho del condado de De Baca. La madre de ella era mexicana de pura casta y no hablaba palabra de inglés. Vivió con nosotros hasta que murió. Yo tenía una hermana pequeña, y aunque murió cuando yo tenía siete años, la recuerdo muy bien. Fui a Fort Sumner tratando de encontrar su tumba, pero no pude dar con ella. Se llamaba Margaret. Siempre me ha gustado ese nombre. Si alguna vez tuviera una hija, ese es el nombre que me gustaría ponerle.
He de irme.
Bueno.
Recuerde lo que le he dicho del fuego.
Bien.
Por su modo de hablar se diría que ha tenido usted bastantes problemas.
A veces hablo demasiado. He tenido más suerte que la mayoría. Solo hay una vida que merezca la pena vivir y yo he nacido para vivirla. Eso compensa todo lo demás. Mi hermano lo hacía mejor que yo. Tenía un talento innato. Y, además, era más listo que yo. No solo con los caballos. Con todo. Papá también lo sabía. Él lo sabía y sabía que yo lo sabía, y no había más que hablar del asunto.
Será mejor que me vaya.
Tenga cuidado.
Lo tendré.
Se levantó, se ajustó el sombrero. La luna estaba alta y el cielo había despejado. Más allá de los árboles el río parecía un chorro de metal.
Este mundo nunca será el mismo, dijo el jinete. ¿Lo sabía?
Lo sé. Ya no lo es.
Cuatro días después partió rumbo al norte siguiendo el río con los despojos de su hermano en una narria que había construido con varas de árbol joven. Tardaron tres días en llegar a la frontera. Pasó junto al primero de los obeliscos blancos que señalaban la línea fronteriza internacional al oeste de Dog Springs y cruzó el antiguo embalse seco. La vieja obra accidental había reventado en algunos puntos y Billy pasó a caballo por el lecho de arcilla agrietada del embalse con los palos de la narria chirriando a sus espaldas. En la arcilla había huellas de reses, antílopes y coyotes que habían cruzado después de un chubasco reciente y llegó a un lugar que parecía cubierto de caracteres antiguos con el azaroso tridente de las huellas que las grullas habían dejado al patinar y caminar con su andar majestuoso sobre el estéril barro del embalse. Aquella noche durmió ya en su país y tuvo un sueño en el que veía unos peregrinos afanándose por un borde en penumbra con la última luz del crepúsculo. Parecían regresar de alguna insondable aventura que no era de guerra; tampoco huían, sino que más bien parecían venir de realizar alguna tarea a la que tal vez esas y todas las demás cosas estaban sometidas. Un oscuro arroyo lo separaba del lugar al que ellos se dirigían, y él intentaba ver si por la naturaleza de sus herramientas lograba adivinar qué habían estado haciendo, pero no llevaban herramienta alguna y seguían pasando penosamente recortados contra un cielo que se oscurecía por momentos y luego desaparecían. Cuando despertó en medio de la rotunda oscuridad pensó que, efectivamente, algo había pasado en la noche del desierto, y aunque estuvo largo rato despierto no tuvo la sensación de que aquello hubiera de volver a pasar.