Tú quieres atrapar esa loba, dijo el viejo. Quizá quieres la piel para conseguir un poco de dinero. Quizá para comprarte unas botas o algo así. Eso puedes hacerlo. Pero ¿dónde está el lobo? El lobo es como un copo de nieve.
Un copo de nieve.
Un copo de nieve. Tú atrapas un copo de nieve pero cuando te miras la mano ya no está. Puede que veas este dechado. Pero antes de que puedas verlo ha desaparecido. Si quieres verlo tienes que verlo en su propio terreno. Si lo atrapas lo pierdes. Y a donde va no hay camino de vuelta. Ni el mismo Dios puede devolverle la vida.
El chico miró la delgada y fibrosa garra que le sujetaba la mano. La luz de la ventana alta había palidecido, el sol se había puesto.
Escúchame, joven, jadeó el viejo. Si tu aliento fuera bastante poderoso podrías apagar de un soplo al lobo. Como se sopla un copo de nieve. Como se sopla una vela para apagarla. El lobo está hecho a imagen del mundo. No puedes tocar el mundo. No puedes cogerlo con la mano porque es una emanación, un soplo.
Para pronunciar esa proclama se había incorporado ligeramente, y ahora se hundía de nuevo en la almohada y sus ojos parecían absortos en el entramado del techo. Aflojó el delgado y frío apretón. ¿Dónde está el sol?, dijo.
Se fue.
Ay. Ándale pues. Ándale joven.
El chico retiró la mano y se levantó. Se puso el sombrero y se llevó una mano al ala.
Vaya con Dios.
Y tú, joven.
Pero antes de llegar a la puerta oyó la voz del viejo que lo llamaba.
Se volvió y esperó.
¿Cuántos años tienes?, preguntó el viejo.
Dieciséis.
El viejo se quedó tumbado a oscuras y en silencio. El chico esperó.
Escúchame, joven, dijo. Yo no sé nada. Esa es la verdad.
Está bien.
La matriz no va a ayudarte, dijo el viejo. Dijo que el muchacho debía buscar ese sitio donde los actos de Dios y los de los hombres son inseparables. Donde es imposible distinguir unos de otros.
¿Y qué clase de lugar es ese?, preguntó el chico.
Lugares donde el hierro ya está en la tierra, dijo el viejo. Lugares donde el fuego ha ardido.
¿Y cómo se encuentra?
El viejo dijo que no se trataba de encontrar un lugar así sino más bien de reconocerlo cuando se presentara. Dijo que era en lugares así donde Dios descansa y maquina la destrucción de aquello que con tanto dolor ha creado.
Y por eso soy hereje, dijo. Por eso y nada más.
La habitación estaba a oscuras. Volvió a darle las gracias al viejo, pero este no respondió, o si lo hizo él no lo oyó. Se volvió y salió.
La mujer estaba apoyada en la puerta de la cocina. Su silueta destacaba en la luz amarilla, y el chico distinguió sus formas a través del fino vestido que llevaba puesto. A ella no pareció preocuparle que el viejo estuviera a oscuras en la parte de atrás de la casa. Le preguntó al chico si el viejo le había dicho cómo atrapar el lobo, y él dijo que no.
Ella se tocó la sien. A veces pierde un poco la memoria, dijo. Es viejo.
Sí, señora.
Nadie viene a verlo. Qué pena, ¿no?
Sí, señora.
Ni siquiera el cura. Vino una vez o dos, pero ya no ha vuelto.
¿Y eso?
Ella se encogió de hombros. La gente dice que es brujo. ¿Sabes qué es un brujo?
Sí, señora.
Dicen que Dios lo ha abandonado. Porque ha cometido el pecado de Satanás. El pecado de orgullo. ¿Sabes qué es orgullo?
Sí, señora.
Cree que sabe más que el cura. Cree que sabe más que Dios.
Me ha dicho que no sabía nada.
Ja, dijo la mujer. Ja. ¿Será posible? Habráse visto el viejo. ¿Sabes lo terrible que es morir sin Dios? ¿Haber sido repudiado por Dios? Medítalo bien.
Sí, señora. Tengo que irme.
Se tocó el ala del sombrero, fue hacia la puerta y salió a la oscuridad de la noche. En aquel valle azul las luces de la ciudad esparcidas por la pradera parecían enjoyados reptiles incandescentes tomando el fresco nocturno. Cuando se volvió a mirar, la mujer estaba en el umbral.
Gracias, señora, dijo.
Él no es nada mío, dijo ella en voz alta. No hay parentesco. ¿Sabes qué significa parentesco?
Sí, señora.
No hay parentesco. Él era tío de la viuda de mi difunto marido. ¿Entiendes ahora? Y aun así lo tengo en casa. ¿Quién iba a querer a un hombre como él? Nadie quiere saber nada, ¿comprendes?
Sí, señora.
Medítalo bien.
Deshizo el lazo de las riendas en torno a la estaca. De acuerdo, dijo. Lo haré.
Podría pasarte a ti.
Sí, señora. Subió al caballo, lo hizo doblar y levantó una mano.
Hacia el sur, las negras siluetas de las montañas se recortaban contra un cielo violeta. Vio la cara norte cubierta de nieve, muy pálida. Parecía un lugar para dejar mensajes.
La fe, dijo la mujer en voz alta. La fe lo es todo.
Hizo virar el caballo por el camino de las rodadas y partió. Al mirar atrás vio que ella seguía de pie en el umbral. Expuesta al frío de la noche. Se volvió por última vez y la puerta seguía abierta, pero la mujer ya no estaba allí, y el chico pensó que el viejo tal vez la hubiese llamado. Pero entonces pensó que probablemente aquel viejo nunca llamaba a nadie.
Dos días más tarde yendo por la carretera de Cloverdale se desvió sin venir a cuento y cabalgó hacia donde los vaqueros habían parado a almorzar; sin desmontar contempló los restos negros de la fogata. Algo había estado escarbando en las cenizas.
Desmontó, cogió un palo y hurgó en el fuego. Volvió a montar y recorrió a caballo el perímetro del campamento. No había razón alguna para pensar que el carroñero fuera otra cosa que un coyote, pero de todos modos lo hizo. Cabalgó despacio e hizo doblar suavemente al caballo. Como un jinete de concurso hípico. Al dar la segunda vuelta se detuvo un poco más lejos de las cenizas de la hoguera. En el lado de una roca protegido del viento, allí donde la arena se había ido acumulando, estaba la huella perfecta de su mano.
Echó pie a tierra, se arrodilló sin soltar las riendas, sopló la tierra suelta y luego presionó con el pulgar los delicados bordes de la pisada. Montó de nuevo y retomó el camino de regreso a casa.
Al día siguiente, cuando recorrió las trampas que había colocado y rociado con la nueva esencia, descubrió que estaban desenterradas y los muelles sueltos como la vez anterior. Las montó otra vez y puso dos trampas sin cebo, pero tenía la cabeza en otra cosa. Cuando a mediodía pasó por el desfiladero y miró hacia el valle de Cloverdale lo primero que vio fue la tenue espiral de humo que se elevaba del lugar en que los vaqueros estaban preparando la comida.
Permaneció un buen rato parado, sin desmontar. Puso la mano en el fuste y miró el desfiladero detrás de él y luego otra vez hacia el valle. Después dio media vuelta y cabalgó nuevamente montaña arriba.
Cuando terminó de quitar las trampas, meterlas en el cesto, adentrarse en el valle y cruzar el camino, era media tarde. Comprobó una vez más la posición del sol por la anchura de su mano sobre el horizonte. Le quedaba poco más de una hora de luz.
Desmontó junto al fuego, sacó el desplantador de la canasta, se acuclilló y empezó a abrir un pequeño claro entre las cenizas, el carbón y los huesos recientes. En el centro aún había rescoldos; los apartó para que se enfriaran, cavó un hoyo y después cogió un cepo del cesto. Ni siquiera se molestó en ponerse los guantes de gamuza.