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Atornilló los muelles con las abrazaderas, separó las mandíbulas, colocó el gatillo en su muesca y examinó atentamente la separación mientras procedía a desatornillar los muelles. Después retiró las abrazaderas, arrojó al hoyo el gancho y la cadena del ancla y colocó la trampa en el lugar donde había ardido el fuego.

Puso uno de los cuadrados de papel empapado en aceite sobre las mandíbulas para que la brasa no pudiera alojarse bajo la cazoleta e impedir así que esta se volcara, esparció ceniza sobre la trampa, volvió a desparramar los rescoldos y las astillas chamuscadas, colocó de nuevo los huesos y los pellejos renegridos, esparció más ceniza sobre la trampa y luego se puso de pie, se alejó un poco y contempló la hoguera apagada mientras limpiaba el desplantador en la pernera de sus tejanos. Por último alisó un espacio en la arena contigua al fuego, extrajo pequeños montones de hierba y viburno y procedió a escribir un mensaje para los vaqueros, grabándolo a fondo a fin de que el viento no lo borrara. Cuidado, escribió. Hay una trampa para lobos enterrada en el fuego. Después arrojó el palo, arrojó el desplantador dentro del cesto, se echó la canasta a la espalda y montó.

Cruzó el prado en dirección al camino y bajo la fría luz azulada del crepúsculo se volvió y miró por última vez la hoguera. Se inclinó y escupió al suelo. Leed mi mensaje, dijo. Si podéis. Luego se encaminó hacia su casa.

Cuando entró en la cocina hacía dos horas que había anochecido. Su madre se encontraba junto al hornillo. Su padre seguía sentado a la mesa tomando café. El gastado libro azul donde llevaban las cuentas estaba a un lado, sobre la mesa.

¿Dónde has estado?, preguntó su padre.

Se sentó, su padre escuchó su historia hasta el final y luego asintió con la cabeza.

Toda mi vida, dijo, he visto personas que aparecían donde se suponía que iban a estar en determinados momentos después de haber dicho que estarían allí. Pero nunca he sabido de nadie que no tuviera un motivo para ello.

Sí, señor.

Pero motivo no hay más que uno.

Sí, señor.

¿Sabes cuál?

No, señor.

Que su palabra no tiene valor. Es el único motivo que ha habido o habrá.

Sí, señor.

Su madre cogió la cena que había puesto a calentar sobre la estufa, se la puso delante y le alcanzó los cubiertos.

Cómete la cena, dijo.

Salió de la cocina. Su padre se quedó mirando cómo cenaba. Al cabo de un rato se levantó, llevó su taza al fregadero, la enjuagó y la puso boca abajo en el aparador. Te llamaré por la mañana, dijo. Tienes que volver allí antes de que atrapes a uno de esos mexicanos.

Sí, señor.

Esto podría acabar mal.

Sí, señor.

No tenemos garantías de que alguno de ellos sepa leer.

Sí, señor.

Terminó su cena y se fue a acostar. Boyd ya se había dormido. Permaneció un largo rato despierto, pensando en la loba. Trató de ver el mundo que ella veía. Trató de imaginar a la loba corriendo de noche por las montañas. Se preguntaba si el lobo era tan imposible de conocer como decía el viejo. Se preguntaba admirado qué olor o qué sabor tendría el mundo del lobo. Se preguntaba si la sangre viva con que el lobo saciaba su sed tenía un sabor distinto del espeso y ferruginoso sabor de la de él. O de la sangre de Dios. Por la mañana, antes de que clarease, entró en el oscuro y frío establo para ensillar su caballo. Salió por el portón antes de que su padre se hubiera levantado siquiera, y ya nunca volvió a verlo.

Cabalgando hacia el sur por la carretera percibió el olor del ganado que estaba en los prados a oscuras más allá de la cuneta y las vallas del cercado. Cuando pasó por Cloverdale la luz solo era gris. Tomó el camino del arroyo Cloverdale y siguió adelante. Detrás de él el sol asomaba por el paso de San Luis y su nueva sombra, larga y delgada, cabalgaba delante de él en el camino. Dejó atrás la vieja plataforma de baile en medio del bosque y dos horas después, al desviarse del camino y cruzar el prado hacia el fuego de los vaqueros, la loba se irguió y le plantó cara.

El caballo se detuvo, volvió grupas y piafó. Billy contuvo al animal, lo acarició, le habló y miró a la loba. El corazón le latía como si quisiera salírsele del pecho. Tenía la pata derecha atrapada. El ancla se había enganchado en una cholla a menos de treinta metros del fuego y allí estaba la loba. El chico acarició al caballo, le habló, alargó el brazo para desabrochar la hebilla del portacarabinas, sacó el rifle, se apeó y bajó las riendas. La loba se agazapó ligeramente. Como si hubiera querido esconderse. Luego se irguió otra vez, lo miró y después miró hacia las montañas.

Cuando él se acercó descubrió los dientes, pero no gruñó, y siguió mirándolo con sus ojos amarillos. Entre las mandíbulas del cepo asomaban la herida sangrante y el hueso blanco. Vio sus mamas semiocultas por el fino pelaje del vientre. La loba tenía la cola escondida, tiró del cepo y se levantó.

Caminó alrededor de ella. La loba giró y retrocedió. Bajo la luz del sol, que ya estaba alto, su pelaje era de un tono pardo grisáceo con puntas más pálidas en el cuello y una franja negra a lo largo del espinazo. La loba giró y retrocedió todo lo que la cadena le permitía, y los flancos parecían hacer un movimiento de succión cuando respiraba. El chico se agachó en el suelo, sostuvo el rifle recto delante de él y permaneció así un buen rato.

No estaba en absoluto preparado para ver lo que tenía ante sus ojos. Entre otras cosas no se había parado a pensar si podía ir al rancho y volver con su padre antes de que los vaqueros se presentaran a mediodía, si es que lo hacían. Trató de recordar lo que su padre le había dicho. Si tenía la pata rota o si estaba atrapada por la garra. Comprobó la altura del sol y luego miró hacia el camino. Cuando volvió a observar a la loba, esta estaba acostada, pero se puso de pie apenas advirtió que los ojos del chico se posaban en ella. El caballo sacudió la cabeza y el bocado produjo un ruido metálico, pero la loba no le hizo caso alguno. El chico se levantó, se acercó al caballo, devolvió el rifle a su funda, cogió las riendas, montó y se dirigió hacia el camino. Al cabo de un rato se detuvo y se volvió para mirar. La loba seguía observándolo como antes. Permaneció un buen rato parado sin desmontar. El sol le calentaba la espalda. El mundo esperaba. Luego volvió a donde estaba la loba.

La loba se levantó, con los costados cincelados al compás de su respiración. Tenía la cabeza gacha y la lengua le colgaba temblorosa entre los largos incisivos inferiores. Billy desenganchó la cuerda, se la colgó al hombro y se apeó del caballo. Sacó unos trozos de cordón de cuero de la mochila que llevaba detrás de la silla, se los anudó al cinturón y caminó alrededor de la loba con la cuerda preparada. El caballo no le servía de nada, porque si se recostaba en la cuerda podía matar a la loba o arrancarla del cepo, o ambas cosas. Rodeó a la loba y buscó un sitio donde atar la cuerda. No descubrió nada lo bastante cerca, de modo que finalmente se quitó la chaqueta, le vendó los ojos al caballo, lo guió hacia la loba en dirección contraria al viento y bajó las riendas para que se estuviera quieto. Luego fue dando cuerda, hizo un lazo y se lo echó a la loba. La loba entró en él con cepo incluido, miró el lazo y luego miró al chico. Él hizo pasar la cuerda por encima de la cadena. Le dirigió una mirada de disgusto, y dejó la cuerda, se encaminó hacia el páramo hasta que encontró un paloverde del que cortó una vara de unos dos metros de largo terminada en forma de horquilla y regresó al tiempo que cortaba los vástagos con el cuchillo. La loba lo observaba. El chico alcanzó el lazo con el extremo de la vara y tiró hacia él. Pensó que tal vez la loba intentase morder la vara, pero no lo hizo. Cuando tuvo el lazo en la mano pasó otra vez los doce metros de cuerda por el ojo de la lazada y empezó de nuevo. La loba observaba con mucha atención el trayecto de la cuerda, y cuando el extremo de esta hubo pasado sobre la cadena del cepo y se perdió entre la hierba seca, volvió a tumbarse.