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El chico hizo un lazo más pequeño y avanzó. La loba se levantó. Él volteó el lazo y ella echó las orejas hacia atrás, lo esquivó y le enseñó los dientes. Él hizo dos intentos más, y cuando al tercero el lazo pasó por el pescuezo, tensó la cuerda de inmediato.

La loba se irguió y comenzó a contorsionarse sobre las patas traseras con el pesado cepo a la altura del pecho mientras daba dentelladas a la cuerda y escarbaba el suelo con la pata libre. Lanzó un gemido grave, que fue el primer sonido que emitía.

El chico retrocedió y tiró de la loba hasta que esta quedó jadeando en el suelo; luego retrocedió de espaldas hacia el caballo sin dejar de dar cuerda, pasó un lazo por el borrén delantero de la silla y volvió con el cabo libre. Se estremeció al ver la ensangrentada pata de la loba estirada en el cepo, pero no había nada que hacer. La loba levantó del suelo sus cuartos traseros, escarbó lateralmente, forcejeó con la cuerda y lanzó la cabeza a uno y otro lado e incluso llegó a ponerse totalmente de pie hasta que él la obligó a tumbarse. El chico se agachó sujetando la cuerda a solo unos palmos de ella, y al cabo de un rato la loba se quedó jadeando calladamente en el suelo. Lo miró con sus ojos amarillos, los cerró despacio y luego miró hacia otro lado.

Él se incorporó pisando la cuerda con un pie, sacó su navaja, alargó el brazo con cuidado y cogió la vara de paloverde. Cortó un trozo de casi un metro de largo, se guardó la navaja en el bolsillo, cogió uno de los trozos de cordón que llevaba al cinto, hizo un nudo y lo cogió con los dientes. Luego levantó el pie de la cuerda, agarró el extremo de esta y se acercó a la loba con el palo. Ella lo observó con un solitario ojo almendrado, de un amarillo intenso, casi ámbar en el iris. La loba tiró de la cuerda, pegada la cara al suelo, abierta la boca y blanquísimos los dientes perfectos. El chico tensó más la cuerda que estaba amarrada en torno al borrén. Estiró hasta dejar a la loba sin aire y después le metió el palo entre los dientes.

La loba no hizo ruido alguno. Arqueó el lomo, torció la cabeza, mordió el palo e intentó deshacerse de él. El chico tiró de la cuerda hasta que la loba basqueó y luego, ayudándose con la vara, la obligó a apoyar la mandíbula en el suelo y pisó de nuevo la cuerda a un palmo escaso de sus dientes. Después cogió el cordón que sujetaba entre los dientes, le pasó un lazo por el morro, tensó el lazo de un tirón, la agarró de una oreja y dio tres vueltas de cordel a su quijada a la velocidad del rayo. Por fin hizo una vuelta mordida y se puso a horcajadas sobre la loba viva, que boqueaba y trataba de quitarse con la lengua la tierra que le había entrado en la boca. La loba lo miró delicadamente de soslayo, expresando así un conocimiento suficiente del mundo, aun cuando no de la maldad que le esperaba. Luego cerró los ojos, y entonces él aflojó la cuerda, se apartó al tiempo que se ponía de pie mientras ella respiraba con dificultad, la garra estirada atrapada en el cepo, detrás, y el palo en la boca. El chico también jadeaba. A pesar del frío que hacía, sudaba a mares. Se volvió hacia el caballo, que seguía con la chaqueta alrededor de la cabeza. Maldita sea, dijo. Maldita sea. Enrolló el cabo suelto que había en el suelo, se acercó al caballo, levantó la cuerda para pasarla por el borrén, desató las mangas de la chaqueta que había anudado bajo la quijada del animal y puso aquella sobre la silla. El caballo alzó la cabeza, resopló y miró en dirección al lobo; el chico lo acarició, le habló, sacó las abrazaderas de la mochila, se echó al hombro la aduja de cuerda y volvió a donde se hallaba la loba.

Sin darle tiempo a llegar, la loba dio un salto y se abalanzó sobre la cadena sacudiendo la cabeza y dándose en la boca con la mano libre. Él tiró de la cuerda hasta tumbarla y la sujetó. Una espuma blanca rezumaba entre los dientes de la loba. Él se acercó lentamente y tendiendo el brazo la cogió por el palo que tenía entre las mandíbulas y le habló, pero aparentemente solo consiguió que se estremeciera. Miró la pata atrapada en el cepo. Tenía mal aspecto. Sujetó el cepo, colocó la abrazadera sobre el muelle, lo atornilló y luego hizo otro tanto con el segundo muelle. Cuando el ojo del muelle sobrepasó las bisagras de la chapa metálica, las mandíbulas del cepo se abrieron de golpe y la maltrecha garra de la loba salió disparada, manchada de sangre y con el hueso blanco reluciente. Él hizo ademán de tocársela, pero la loba la apartó rápidamente y se irguió. Le asombró su rapidez. La loba se dispuso a defenderse. El chico estaba arrodillado y tenía los ojos de la loba a su altura, pero la mirada del animal no buscó la suya. El chico cogió el rollo de cuerda que llevaba colgado al hombro y arrolló un extremo por dos veces alrededor del puño. Luego dejó suelto el cabo corto por el que la tenía sujeta. La loba tanteó el suelo con la pata herida y la levantó otra vez.

Vamos, dijo él. Si crees que puedes.

La loba dio media vuelta. Así de rápido. Él tuvo el tiempo justo de adelantar el talón antes de que ella llegase al extremo de la cuerda. La loba dio una voltereta lateral y aterrizó sobre el lomo haciéndolo caer sobre los codos. El chico gateó para levantarse, pero ella ya salía disparada en la otra dirección y cuando llegó al final de la cuerda casi le hizo perder pie. El chico giró, se afirmó con los talones y dio una vuelta de cuerda en torno a su muñeca. La loba había ido hacia el caballo y este resopló y comenzó a trotar en dirección al camino arrastrando las riendas. La loba corrió hacia el extremo de la cuerda describiendo un círculo hasta dejar atrás la cholla donde se había atascado la cadena de la trampa, pero en ese punto la cuerda la hizo girar bruscamente en redondo y ella se quedó entre los espinos, jadeando.

Él se levantó y se acercó a la loba. Ella se agazapó y amusgó las orejas. Tenía la quijada cubierta de baba. El chico sacó su navaja y alargó la mano para sujetarle el palo de la boca y le habló y le acarició la cabeza, pero ella solo gimió y tembló.

Es inútil que luches, le dijo él.

Cortó el trozo colgante de paloverde a poca distancia de su boca, apartó la navaja, caminó hasta la cholla a fin de soltar la cuerda que había quedado enganchada allí y luego condujo a campo abierto a la loba, que torcía y agitaba la cabeza. Al chico le pareció increíble que pudiese tener tanta fuerza. Con las piernas extendidas y la cuerda en las dos manos sobre los muslos, se volvió y escudriñó el campo en busca de su caballo. Como la loba no dejaba de forcejear, agarró de nuevo el extremo de la cuerda, se sentó con este enrollado en el puño, afianzó los talones en el suelo y la dejó ir. Esta vez, cuando la cuerda llegó al final la loba voló por los aires, aterrizó de espaldas y se quedó allí tumbada. El chico tiró de la cuerda y la arrastró hacia él.

Levántate, dijo. No te has hecho daño.

Se acercó a la loba, que yacía jadeando, y se quedó de pie a su lado. Miró la pata herida. En torno al tobillo había un jirón de piel suelta que semejaba un calcetín y la herida estaba sucia y cubierta de ramitas y hojas. Se arrodilló y tocó a la loba. Vamos, dijo. Has espantado a mi caballo y tenemos que ir a buscarlo.

Para cuando consiguió arrastrarla hasta la carretera, estaba prácticamente extenuado. El caballo se hallaba a un centenar de metros de allí, paciendo en la cuneta. Alzó la cabeza, miró al chico, la bajó y siguió comiendo. Él anudó la cuerda a una estaca del cercado, cogió el último cordón de cuero que llevaba al cinto, ató el lazo a la cuerda de modo que el nudo no pudiera soltarse y luego se puso de pie y cruzó el prado para recoger su chaqueta, que estaba en el suelo, y recuperar el cepo.