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Cuando volvió la loba estaba atascada en la cerca y medio estrangulada de tanto moverse de un lado para otro. El chico soltó el cepo, se arrodilló, desenganchó la cuerda de la estaca y la hizo pasar por los alambres hasta liberar al animal. La loba se levantó y permaneció sentada en la polvorienta hierba mirando frenéticamente hacia las montañas; la espuma desbordándose entre los dientes y goteando por el trozo de paloverde.

Qué poca cabeza tienes, le dijo.

Se levantó, se puso la chaqueta, se metió las abrazaderas en el bolsillo, cogió la trampa de la cadena y se la echó al hombro; luego arrastró a la loba hasta el centro del camino y partió con ella, cuyas patas rígidas resbalaban abriendo una estela de polvo y grava.

El caballo levantó la cabeza para estudiarlos, mientras masticaba pensativamente. Después se volvió y echó andar.

Él se detuvo y se lo quedó mirando. Se volvió y miró a la loba. Percibió a lo lejos los resoplidos del Model A del viejo ranchero, y advirtió que ella ya hacía rato que los había oído. Recogió de la cuerda con que sujetaba a la loba, arrastró a esta por la cuneta y se quedó junto al cercado observando la camioneta acercarse por la colina traqueteando y levantando polvo.

El viejo aminoró la marcha, se asomó y miró. La loba se sacudía y retorcía y el chico estaba detrás de ella sujetándola con ambas manos. Cuando la camioneta llegó a la altura de ellos, el chico estaba en el suelo con las piernas formando tijera en torno al diafragma de la loba y los brazos alrededor de su pescuezo. El viejo paró dejando la camioneta en marcha y se inclinó para bajar la ventanilla. Pero qué demonios, dijo. Pero qué demonios.

¿Cree que podría parar esa cosa?, dijo el chico.

Que me cuelguen si no es un lobo eso de ahí.

Sí que lo es.

Diablos.

La camioneta la ha asustado.

¿La ha asustado, dices?

Sí, señor.

Tú estás mal de la cabeza, chico. Si esa cosa se suelta te comerá vivo.

Sí, señor.

¿Qué vas a hacer con él?

No es él. Es ella.

¿Que es qué?

Ella. Es hembra.

Qué diablos importa eso. ¿Qué vas a hacer con ese bicho?

Intento llevarlo a casa.

¿A casa?

Sí, señor.

¿Para qué diablos, si puede saberse?

¿No podría parar el motor?

Cuesta bastante ponerlo en marcha otra vez.

¿No podría ir hasta allá abajo, coger mi caballo y traérmelo? Yo la ataría, pero es que se me hace un lío en la alambrada.

Lo que me gustaría es ahorrarte el problema de que te coma vivo, dijo el viejo. ¿Para qué te la llevas a casa?

Es una larga historia.

Pues me encantaría oírla.

El chico miró carretera abajo donde su caballo seguía paciendo. Luego miró al viejo. Bueno, dijo. Mi papá quería que fuese a buscarla si la atrapaba, pero yo no quería dejarla sola porque allá abajo había unos vaqueros comiendo y me imaginaba que la matarían, así que he pensado llevármela a casa.

¿Siempre has estado tan loco?

No lo sé. Es la primera vez que me ocurre algo así.

¿Cuántos años tienes?

Dieciséis.

Dieciséis.

Sí, señor.

Pues no tienes más seso que el que Dios le dio a un ganso. ¿Lo sabías?

Puede que tenga razón.

Cómo esperas que tu caballo tolere semejante disparate.

Si puedo recuperarlo no va a tener mucho que decir al respecto.

¿Piensas arrastrar a ese bicho detrás de un caballo?

Sí, señor.

¿Y cómo vas a obligarla a ella a que lo haga?

Tampoco tiene mucho donde elegir.

El viejo lo miró fijamente. Luego se apeó de la camioneta, cerró la puerta, se ajustó el sombrero, rodeó el vehículo y se quedó al borde de la cuneta. Vestía pantalones de lona y una chaqueta forrada de lona con cuello de pana, calzaba botas de tacón bajo y llevaba puesto un sombrero Stetson de piel de castor.

¿Puedo acercarme?

Todo lo que usted quiera.

Cruzó la cuneta y se acercó a observar a la loba. Luego miró al chico y de nuevo un poco más a la loba.

Está a punto de tener cachorros.

Sí, señor.

Menos mal que la has atrapado.

Sí, señor.

¿Se puede tocar?

Sí. Se puede tocar.

El viejo se acuclilló y puso la mano sobre el animal. La loba se debatió y él retiró la mano enseguida. Luego volvió a tocarla. Miró al chico. Conque una loba, dijo.

Sí, señor.

¿Qué te propones hacer con ella?

No lo sé.

Imagino que cobrarás el premio y venderás la piel.

Sí, señor.

No le gusta mucho que la toquen, ¿verdad?

No, señor. No mucho.

Cuando yo acarreaba ganado por el valle desde Ciénaga Springs la primera noche solíamos parar cerca de Government Draw y acampar allí. Se los oía por todo el valle. Las primeras noches cálidas. Casi siempre se los oía en esa parte del valle. Hace años que no oigo ningún lobo.

Viene de México.

No me extraña. Todo lo malo viene de allí.

Se levantó y miró carretera abajo hacia donde pacía el caballo. Si quieres un consejo, dijo, déjame que vaya por ese rifle que veo que tienes allá abajo y mate a esta hija de puta y asunto concluido.

Mientras pueda recuperar mi caballo todo irá bien, dijo el chico.

Bueno. Haz lo que quieras.

Sí, señor. Esa es mi intención.

El viejo sacudió la cabeza. De acuerdo, dijo. Espera aquí e iré por él.

No pienso moverme, dijo el chico.

El viejo volvió a la camioneta, subió y condujo hasta donde estaba el caballo. Al ver venir la camioneta el caballo cruzó la cuneta y se arrimó al cercado, entonces el viejo bajó y caminó hacia el caballo hasta que pudo coger las riendas; luego guió el caballo de vuelta a la carretera. El chico seguía sentado sujetando a la loba. Todo estaba en calma. No se oía otro ruido que el débil y seco tabaleo de los cascos sobre la grava y el uniforme resoplar de la camioneta que el viejo había dejado en marcha junto al borde del camino.

Cuando el chico arrastró a la loba hasta la carretera, el caballo volvió grupas y se la quedó mirando.

Será mejor que ates al caballo, dijo el viejo.

Si me lo aguanta solo un minuto todo irá bien.

No sé, pero creo que a quien habría que aguantar es a esa loba.

El chico soltó suficiente cantidad de cuerda para que la loba pudiera llegar a la cuneta, pero no tanto como para que llegase al cercado. Pasó la cuerda por el borrén delantero de la silla y dejó que la loba correteara sobre tres patas hacia la cuneta; al llegar al extremo de la cuerda dio una fuerte sacudida y se levantó, luego se acurrucó en la cuneta y se quedó esperando. El chico se volvió, cogió las riendas que le tendía el viejo y se tocó el ala del sombrero.

Muy agradecido, dijo.

De nada. Ha sido un día muy interesante.

Sí, señor. El mío no ha terminado aún.

Y que lo digas. Ojo con la boca de esa loba. Procura que no la abra. Te daría un bocado que no podrías ni ponerte el sombrero.

Sí, señor.

Metió el pie en el estribo, montó, comprobó el nudo de la cuerda, se bajó el sombrero y saludó en dirección al viejo. Muy agradecido, repitió.

Cuando puso el caballo al paso la loba salió de la cuneta atada al extremo de la cuerda con la pata coja a la altura del pecho, viró hacia la carretera y fue arrastrándose detrás del caballo con las patas tiesas y tan rígida como si estuviese embalsamada. El chico se detuvo y miró hacia atrás. El viejo estaba de pie en la carretera contemplando la escena.

Señor, dijo.

Qué.

Quizá sea mejor que vaya a buscar su camioneta. Así no tendrá que adelantarnos.

Me parece una buena idea.

El viejo fue hasta la camioneta, subió y se volvió a mirarlos. El chico levantó la mano. El viejo dio la impresión de ir a decir algo, pero no lo hizo; levantó la mano y arrancó camino de Cloverdale.