El chico siguió adelante. El viento racheado levantaba polvo del camino. Al volverse vio que la loba, que tenía el ojo de barlovento entornado para protegerse de la arena que el viento levantaba, renqueaba detrás del caballo, con la cabeza gacha. Se detuvo y ella avanzó un poco para aflojar la tensión de la cuerda y luego se metió de nuevo en la cuneta. El chico se disponía a reanudar la marcha cuando la loba se puso a orinar. Cuando hubo terminado se volvió, olisqueó el lugar, comprobó la dirección del viento con el hocico y luego volvió a la carretera y permaneció con la cola entre los jarretes; el viento le abría pequeños surcos en el pelaje.
El chico permaneció un largo rato parado sin desmontar, observándola. Luego se apeó, bajó las riendas, cogió su cantimplora y caminó hasta donde estaba la loba. Ella retrocedió todo lo que la cuerda le permitió. Él se echó la cantimplora al hombro, pisó la cuerda, la sostuvo entre las rodillas y la atrajo hacia sí. La loba se debatió, pero él agarró el nudo corredizo, se lo arrolló al puño, la obligó a tumbarse en la hierba al borde de la carretera y se puso a horcajadas sobre ella. Era lo único que podía hacer para sujetarla. Se deslizó la cantimplora del hombro y desenroscó el tapón con los dientes. En la carretera, el caballo piafó; el chico le habló y luego sujetó a la loba por el palo que tenía entre las fauces y con su cabeza pegada a la rodilla empezó a verter lentamente agua en el interior de la boca. Ella se quedó quieta. Dejó de mover los ojos. Y entonces empezó a tragar.
La mayor parte del agua cayó al suelo, pero él continuó derramándosela poco a poco entre los dientes por encima del trozo de paloverde. Cuando la cantimplora quedó vacía soltó el palo y la loba permaneció tumbada respirando acompasadamente. Él se levantó y retrocedió un paso, pero ella no se movió. Recuperó el tapón por el extremo de su cadena, lo enroscó de nuevo a la cantimplora, regresó a donde estaba el caballo, pasó la cantimplora por encima de la mochila y se volvió. La loba estaba de pie mirándolo. Él montó y espoleó ligeramente al caballo. Cuando volvió la vista ella iba cojeando al extremo de la cuerda. Si él paraba, ella también lo hacía. Tras una hora de camino se detuvo durante un buen rato. Estaba en la cerca de los Robertson. A una hora a caballo estaba Cloverdale y la carretera hacia el norte. Al sur, el campo abierto. La hierba amarilla se ladeaba a merced del viento y la luz del sol corría sobre los campos delante de las nubes en movimiento. El caballo sacudió la cabeza, piafó y se puso derecho. A la mierda todo, dijo el chico. A la mierda.
Hizo girar al caballo, cruzó la cuneta y se adentró en la amplia llanura que se extendía ante él en dirección al sur y las montañas de México.
A mediodía cruzaron un angosto desfiladero en la estribación más oriental de los Guadalupes y siguieron hacia el valle abierto. Vieron jinetes en el llano, a lo lejos, pero estos siguieron su camino. Al atardecer pasaron por las últimas lomas en forma de cono de aquel territorio volcánico y una hora después arribaron a la última cerca de la región.
Era una cerca que iba de este a oeste. Al otro lado había un camino de tierra. Giró hacia el este y siguió pegado a la cerca. Paralelo a la misma había un camino de ganado, pero él se mantuvo a un trecho de cuerda de la vereda para que la loba no cruzara por debajo de la alambrada y al cabo de un rato llegó a una casa de campo.
Se detuvo en una ligera elevación de terreno y estudió la casa. Al no ver un lugar seguro donde dejar a la loba, siguió adelante. Cuando llegó al portón echó pie a tierra, desprendió la cadena, abrió la verja e hizo pasar caballo y loba; luego cerró la verja y volvió a montar. La loba estaba de pie en el camino con el pelaje a contrapelo, como cuando se tira de algo que está dentro de un tubo, y cuando el chico puso el caballo al paso ella fue resbalando detrás con las patas rígidas. Él la miró. Si yo me hubiera comido las vacas de esa gente, dijo, tampoco querría entrar aquí.
Antes de que pudiera arrear de nuevo al caballo le llegó de la casa un potente aullido, y al mirar vio que por el camino de entrada se acercaban tres grandes podencos a gran velocidad.
Me cago en Dios, dijo.
Se apeó, ató las riendas al alambre superior de la cerca y sacó rápidamente el rifle del portacarabinas. Bird puso los ojos en blanco y empezó a piafar. La loba permanecía completamente inmóvil con la cola erecta y el pelo erizado. El caballo giró y tiró de las riendas, la alambrada se alabeó. En mitad del alboroto el chico oyó un ruido que destacaba sobre los otros, y de repente vio como en un mal sueño el espectro de su caballo lanzado a galope tendido por el llano con la loba detrás, en el extremo de la cuerda, y los perros corriendo desenfrenadamente para darle caza. Él pudo retirar la cuerda del borrén justo en el momento en que las riendas se rompían y el caballo giraba sobre sí mismo y se alejaba al galope. Entonces el chico se volvió con el rifle y la loba para hacer frente a los perros y de pronto se vio rodeado por una confusión de aullidos, dientes y ojos en blanco.
Empezaron a girar alrededor escarbando la tierra del camino y él apretó a la loba contra su pierna, les chilló y trató de ahuyentarlos a golpes de rifle. Dos de los perros llevaban trozos de cadena colgando del collar y un tercero no llevaba collar de ninguna clase. En medio de aquel pandemónium sintió contra su piel el temblor eléctrico de la loba y el martilleo de su corazón.
Eran perros de labor, y aunque ladraban y daban vueltas el chico sabía que serían reacios a atacar cualquier cosa que estuviese bien custodiada por un hombre, aun cuando se tratara de un lobo. Consiguió golpear a uno en el costado de la cabeza con el cañón del rifle. Largo, exclamó. Largo. Dos hombres venían ya de la casa a la carrera.
Llamaron a cada perro por su nombre y dos de estos se detuvieron y miraron en dirección al camino. El tercero arqueó el lomo, se acercó a la loba con un sigiloso paso lateral, le enseñó los dientes, volvió a apartarse y se quedó quieto aullando. Uno de los hombres llevaba una servilleta colgada del cuello de la camisa y respiraba con dificultad. Tú, Julie, dijo en voz alta. Quieta. Maldición. Busca un palo o algo, RL. Santo Dios.
El otro se desabrochó la hebilla, se quitó el cinturón de un limpio latigazo y empezó a repartir a diestro y siniestro con el extremo de la hebilla. Al instante los perros estaban gañendo y escabulléndose. El mayor de los dos hombres se detuvo y puso los brazos en jarras tratando de recobrar el aliento. Se volvió hacia el chico. Advirtió que llevaba la servilleta colgando de la camisa, se la quitó, se secó la frente con ella y se la metió en el bolsillo de atrás. ¿Quieres decirme qué diablos estás haciendo?, preguntó.
Procurar que estos malditos perros no ataquen a mi lobo.
No te pases de listo.
No es eso. He visto la cerca y buscaba la verja para entrar, eso es todo. No me imaginaba que se iba a armar un jaleo de mil demonios.
¿Y qué esperabas si no?
No sabía que había perros dentro.
Pero bueno, has visto la casa, ¿no?
Sí, señor.
El hombre lo miró de reojo. Eres el chico de Will Parham, ¿verdad?
Sí, señor.
¿Cómo te llamas?
Billy Parham.
Bueno, Billy, esto te parecerá una pregunta estúpida pero ¿se puede saber qué diablos estás haciendo con ese bicho?
Lo he capturado.
Sí, ya me lo imagino. Es él el que tiene un palo en la boca. ¿Adónde lo llevabas?
A casa.
De eso nada. Ibas para allá.
Me dirigía a casa cuando he cambiado de opinión.
¿Y qué te ha hecho cambiar?
El chico no respondió. Los perros iban de arriba abajo sin parar, los pelos del lomo erizados.
RL, lleva los perros a casa y mételos dentro. Dile a mamá que iré en seguida.
Miró de nuevo al chico. ¿Cómo te propones hacer volver al caballo?
Iré a buscarlo a pie.
Pues hay tres kilómetros hasta el primer guardaganado.