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El chico siguió sujetando a la loba. Miró hacia el camino en la dirección por donde se había ido el caballo.

¿Subirá eso a una camioneta?, dijo el hombre.

El chico lo miró de un modo extraño.

Mierda, dijo el hombre. Quiero que me escuches bien. RL, ¿puedes llevarlo en la camioneta a ver si recupera su caballo?

Sí, señor. ¿El caballo es difícil de coger?

¿Tu caballo es difícil de coger?, preguntó el hombre.

No, señor.

Dice que no.

Pues a menos que tenga ganas de ir en camioneta creo que puedo ir yo solo por su caballo.

Lo que no querrás es ir con ese lobo, claro, dijo el hombre.

No es que no quiera. Es que no pienso hacerlo.

Pues yo iba a decirte que como puede que salte de la caja de la camioneta, ¿por qué no lo llevas delante contigo en la cabina y el chico monta detrás?

RL tenía los perros sujetos por las cadenas que les colgaban y estaba atando al tercero con los otros dos valiéndose del cinturón. Ya me imagino una foto mía a tamaño natural yendo por la carretera con un lobo en la cabina, dijo. Ya la estoy viendo.

El hombre se quedó mirando al lobo. Hizo ademán de ajustarse el sombrero, pero como no llevaba sombrero se limitó a rascarse la cabeza. Miró al chico. Y yo que creía conocer a todos los chalados del valle, dijo. Esta región está cada vez más poblada. Uno ni siquiera tiene ya contacto con sus vecinos. ¿Has cenado?

No, señor.

Venga, vamos a casa.

¿Qué quiere que haga con ella?

¿Ella?

Sí, la loba.

Bueno, imagino que tendrá que quedarse en la cocina hasta que acabemos de comer.

¿Quedarse en la cocina?

Es broma, hijo. Demonios. Si metieras a esa cosa en la cocina podrías oír a mi esposa desde Albuquerque.

No quiero dejarla fuera. Algo podría asustarla.

Ya lo sé. Tú ven. No pienso dejarla fuera donde alguien pueda verla, no señor. Vendrían a buscarme con un cazamariposas.

Metieron a la loba en el ahumadero, la dejaron allí y fueron a la cocina. El hombre miró el rifle que llevaba el chico pero no dijo nada. Al llegar a la puerta de la cocina el chico apoyó el arma contra un costado de la casa y el hombre le abrió la puerta y entraron.

La mujer había puesto la cena encima de la estufa para que no se enfriara. Volvió a traerlo todo y le tendió un plato al chico. Oyeron a RL poner la camioneta en marcha. Pasaron los platos, puré de patatas, judías pintas y una bandeja con filetes fritos. Cuando tuvo su plato a rebosar de las tres cosas miró al hombre. El hombre le señaló el plato con la cabeza.

Ya hemos bendecido la mesa, dijo. O sea que a comer, a menos que tengas algún otro asunto entre manos.

Sí, señor.

Empezaron a comer.

Cariño, dijo el hombre, mira a ver si consigues que nos diga adónde va con ese lobo.

Si no quiere no tiene por qué decirlo, replicó la mujer.

La llevo a México.

El hombre alcanzó la mantequilla. Bien, dijo. Me parece muy buena idea.

Voy a llevarla hasta allá y luego la soltaré.

El hombre asintió. La soltarás, dijo.

Sí, señor.

Tendrá cachorros en algún lado, ¿no?

No, señor. Todavía no.

¿Estás seguro de eso?

Sí, señor. Pero los tendrá pronto.

¿Qué tienes contra los mexicanos?

Yo no tengo nada contra ellos.

Simplemente has pensado que les vendrán bien un par de lobos más.

El chico cortó un trozo de filete y lo levantó con el tenedor. El hombre lo observaba.

¿Cómo crees que se las arreglan con las serpientes de cascabel?

No voy a regalarla a nadie. Solo la llevo a México para soltarla. De ahí es de donde vino.

El hombre cogió su cuchillo y untó aplicadamente un bollo con mantequilla. Miró al chico.

Eres bastante raro chaval, dijo. ¿Lo sabías?

No, señor. Que yo sepa siempre he sido como cualquier otro.

Pues no lo eres.

Sí, señor.

Dime una cosa. No irás a dejarla tirada simplemente al otro lado de la frontera, ¿verdad? Porque si es así pienso seguirte hasta allí con la escopeta.

Iba a llevarla a las montañas.

A las montañas, dijo el hombre. Miró especulativamente su bollo y luego lo mordió despacio.

¿De dónde es tu familia?, preguntó la mujer.

Vivimos en las Charcas.

Quiere decir antes de eso, dijo el hombre.

Somos de Grant County. Y antes vivíamos en De Baca.

El hombre asintió.

Llevamos aquí mucho tiempo.

¿Qué es mucho tiempo?

Va para diez años.

Diez años, dijo el hombre. El tiempo vuela, ¿eh?

Cómete la cena, dijo la mujer. No le hagas caso.

Comieron. Al rato la camioneta entró en el patio y rodeó la casa. La mujer se levantó de la mesa y fue por el plato de RL que estaba sobre la estufa.

Cuando después de la cena salieron, anochecía y había refrescado mucho y el sol estaba bajo sobre las montañas del oeste. Bird aguardaba en el patio atado a la verja por un ronzal, y la brida y las riendas colgaban del borrén de la silla. La mujer se quedó en el umbral de la cocina y los vio dirigirse hacia el ahumadero.

Cuidado cuando abramos esa puerta, dijo el hombre. Si ese bicho se ha soltado del bozal que llevaba preferirás estar en una tina con un caimán.

Sí, señor, dijo el chico.

El hombre levantó el candado de su armella y el chico empujó la puerta hacia adentro con cuidado. La pequeña construcción de adobe carecía de ventanas y la loba parpadeó ante la luz.

Está bien, dijo el chico.

Abrió la puerta del todo.

Pobrecilla, dijo la mujer.

El ranchero la miró con expresión de indulgencia. Jane Ellen, dijo, ¿qué haces ahí fuera?

Esa pata tiene muy mal aspecto. Voy a buscar a Jaime.

¿Que vas a qué?

Tú espera aquí.

La mujer se volvió y echó a andar por el patio. A medio camino se puso la chaqueta que se había echado sobre los hombros. El hombre se asomó a la puerta y sacudió la cabeza.

¿Adónde va?, preguntó el chico.

Más chifladura, dijo el hombre. Debe de ser una epidemia.

Se quedó en el umbral y lió un cigarrillo mientras el chico sujetaba a la loba por la cuerda.

Tú no fumas, ¿verdad?, dijo el hombre.

No, señor.

Bien hecho. No empieces.

Dio una calada. Miró al chico.

¿Cuánto quieres por ella? En metálico.

No está en venta.

¿Y si lo estuviera?

Nada, porque no lo está.

Cuando la mujer volvió traía consigo a un mexicano viejo que llevaba bajo el brazo un estuche verde de hojalata. Saludó al ranchero, se echó el sombrero hacia atrás y entró en el ahumadero seguido de la mujer, que traía unas sábanas limpias. El mexicano saludó al chico con un movimiento de cabeza, se tocó otra vez el sombrero y luego se arrodilló delante de la loba y la miró.

¿Puede sujetarla?, preguntó.

, dijo el chico.

¿Necesitas más luz?, preguntó la mujer.

, respondió el mexicano.

El hombre salió al patio, arrojó el cigarrillo y lo pisó. Trasladaron a la loba junto a la puerta y el chico la sujetó mientras el mexicano le cogía la pata herida y la examinaba. La mujer dejó el estuche en el suelo, lo abrió, extrajo un frasco de agua de hamamelis y empapó un trozo de sábana con el líquido. Se lo pasó al mexicano, que lo cogió y miró al chico.

¿Está listo, joven?

Listo.

El chico agarró con más fuerza a la loba y la inmovilizó apretándole los costados con las piernas. El mexicano volvió a coger la pata delantera de la loba y procedió a limpiar la herida.

La loba soltó un gemido ahogado, retrocedió debatiéndose y consiguió librar la pata dañada de manos del mexicano.

Otra vez, dijo el mexicano.

Empezaron de nuevo.

Al segundo intento la loba hizo caer al chico y el mexicano se echó rápidamente hacia atrás. La mujer ya había retrocedido. La loba estaba de pie con el hocico cubierto de baba y el chico yacía en el suelo debajo de ella agarrado a su pescuezo. Fuera, en el patio, el ranchero había empezado a liar otro cigarrillo, pero se guardó la petaca en el bolsillo de la camisa y se puso el sombrero.