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Espera un poco, dijo. Maldición. Aguántalo un momento.

Entró a toda velocidad, cogió la cuerda con que estaba atada la loba y le dio un par de vueltas alrededor de la muñeca.

Si alguien se entera de que estoy dando primeros auxilios a un maldito lobo no me dejarán vivir en esta región, dijo. Está bien. Haz lo que tengas que hacer. Ándale.

La operación terminó de anochecida. El mexicano había devuelto a su sitio el jirón de piel y lo cosió pacientemente con una pequeña aguja curva provista de un hemostático. Cuando terminó roció la herida con Corona Salve, la envolvió con un trozo de sábana y la ató. RL había salido de la casa y contemplaba la escena mientras se escarbaba los dientes.

¿Le has dado agua?, preguntó la mujer.

Sí, señora. Le costaba bastante beber.

Imagino que si le quitas esa cosa puede morder.

El ranchero pasó por encima de la loba y salió al patio. Morder, dijo. Dios Todopoderoso.

Cuando treinta minutos más tarde el chico partió a caballo era prácticamente de noche. Le había dado el cepo al ranchero para que se lo guardara y llevaba un copioso almuerzo envuelto en un paño y metido en la mochila junto con el resto de las sábanas y el frasco de Corona Salve, además de una vieja manta de Saltillo arrollada y atada detrás de la silla. Alguien había empalmado cuero nuevo en las bridas rotas y la loba lucía un collar de perro hecho de cuero de arreos con una chapa metálica en la que se leía el nombre del ranchero, número de RFD [2] y Cloverdale N. Méx. El ranchero lo acompañó hasta la verja y después de que descorriese la aldabilla, el chico hizo pasar al caballo con la loba detrás y montó.

Cuídate, hijo, dijo el hombre.

Sí, señor. Lo haré. Gracias.

Había pensado retenerte aquí y mandar a buscar a tu padre.

Sí, señor. Ya lo sé.

Cuando se entere lo más probable es que quiera pegarme.

No lo hará.

Bien. Ten cuidado con los bandidos.

Lo tendré. Se lo agradezco. A usted y a su señora.

El hombre asintió. El chico levantó una mano, tiró de las riendas y partió rumbo a la tierra en penumbra con la loba cojeando detrás. El hombre permaneció junto a la verja observándolo marcharse. Hacia el sur se alzaban las negras siluetas de las montañas, y ya no pudo distinguirlos porque enseguida el caballo y el jinete fueron engullidos por la oscuridad de la noche que caía. Lo último que vio en aquel yermo batido por el viento fue el vendaje blanco de la pata de la loba moviéndose en staccato cual pálido y payasesco diablillo en medio de la oscuridad y el frío crecientes. Luego se desvaneció también y el hombre cerró la verja y regresó a la casa.

En medio del crepúsculo oscuro cruzaron una amplia llanura volcánica limitada por el contorno de unas colinas. Las colinas eran de un azul intenso en medio del crepúsculo azul y los redondos cascos del caballo producían un sonido monótono en el páramo. La noche caía por el este y la oscuridad se les vino encima en un súbito aliento de frío y quietud, y siguió su camino. Como si la penumbra tuviese un alma propia que fuera la asesina del sol en fuga hacia el oeste, tal como los hombres creyeron en tiempos. Como tal vez vuelven a creer. Hombre, lobo y caballo abandonaron la llanura bajo la moribunda luz del día siguiendo unas lomas muy erosionadas por el viento y cruzaron una cerca o lo que había sido una cerca, sus alambres por tierra arrollados y arrastrados y las cortas y desnudas estacas de mezquita adentrándose en fila india en la noche como una ringlera de encorvados pensionistas. Atravesaron el desfiladero entre tinieblas y él se detuvo a contemplar los distantes relámpagos hacia el sur, sobre los llanos de México. El viento batía mansamente los árboles en el desfiladero y traía salivazos de aguanieve. Acampó al sur del desfiladero, al socaire de un arroyo, recogió leña, encendió un fuego y le dio a la loba toda el agua que quiso. Luego la ató al codo blanquecino de un álamo y fue a desensillar su caballo y le trabó las patas. Desenrolló la manta, se la echó sobre los hombros, cogió la mochila y fue a sentarse delante de la lumbre. La loba se sentó sobre sus cuartos traseros junto al arroyo y lo observó con sus huraños ojos, en los que se reflejaba la luz del fuego. De vez en cuando se inclinaba para tantear con sus dientes el vendaje de la pata, pero el palo que tenía en la boca le impedía morderlo.

El chico sacó de la mochila un emparedado de carne, lo desenvolvió y se dispuso a comer. El viento hacía chisporrotear el pequeño fuego y la fría aguanieve caía en sesgo sobre ellos desde la oscuridad y siseando en las brasas. Comió y observó a la loba. Ella levantó las orejas, se volvió y escudriñó la noche, pero si pasaba algo pasó de largo y al rato la loba se incorporó y miró inexpresivamente el suelo que no había elegido y dio tres vueltas en círculo y se tumbó mirando el fuego con la cola encima del hocico.

El frío le impidió dormir. Cada vez que se levantaba para cuidar el fuego la loba estaba mirándolo. Cuando las llamas crecieron sus ojos ardieron como farolas de otro mundo. Un mundo que ardía a orillas de un vacío incognoscible. Un mundo inferido de la sangre y del alcaesto de la sangre y de sangre en su núcleo y en su integumento, porque a la postre solo la sangre tenía la facultad de resonar en ese vacío que amenazaba a cada hora con devorarlo. El chico se arrebujó con la manta y observó a la loba. Cuando aquellos ojos y el país del que eran testigos volvieran por fin con su dignidad a sus orígenes habría, quizá, otros fuegos y otros testigos y otros mundos contemplados de otra manera. Pero no sería ese en que ahora estaba.

Con frío o sin él, concilió el sueño pocas horas antes del alba. Se levantó al clarear, se envolvió en la manta y de rodillas intentó insuflar vida a las cenizas muertas del fuego. Caminó hasta donde pudiera ver el sol saliendo por el este. Un tren de nubes abigarradas flotaba en el cielo neutral del desierto. El viento había amainado y todo era silencio.

Cuando se aproximó a la loba con la cantimplora, ella no se puso en guardia. La tocó y la loba se apartó un poco. La cogió del collar, la empujó hasta obligarla a tenderse y se sentó a verterle el agua entre los dientes mientras ella se afanaba con la lengua y sacudía el gaznate y el frío ojo almendrado vigilaba cada uno de sus movimientos. El chico le puso la mano bajo la quijada para evitar que el agua se derramase y la loba vació la cantimplora. Él se quedó sentado, acariciándola. Luego alargó la mano y le palpó el vientre. Ella forcejeó y volvió frenéticamente los ojos. Le habló con dulzura. Puso la palma de la mano entre sus tibias y desnudas tetas. La dejó allí un buen rato. Luego notó que algo se movía.

Cuando emprendió camino hacia el sur por el valle la hierba estaba dorada bajo el sol de la mañana. A ochocientos metros hacia el este, en el llano, unos antílopes pacían. El chico se volvió a mirar si la loba se había percatado, pero no. Iba cojeando detrás del caballo, inmutable y perruna, y de esa forma cruzaron hacia el mediodía la frontera con México, estado de Sonora, que en ese punto no se distinguía del país que habían dejado atrás, y que sin embargo era totalmente extraño y desconocido. Se detuvo y, sin desmontar, contempló las colinas rojas. Hacia el este divisó uno de los obeliscos de hormigón que hacían las veces de hitos fronterizos. En mitad de aquel páramo parecía un monumento dedicado a una expedición perdida.

Dos horas más tarde dejaron el valle e iniciaron la ascensión a las lomas. Hierba rala y ocotillos. Unas cuantas reses flacas trotaban delante de ellos. Poco a poco ganaron el Cajón Bonita, que era el principal sendero de montaña hacia el sur, y al cabo de una hora llegaron a un pequeño rancho.

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[2] Rural free delivery: distribución gratuita del correo en zonas rurales muy apartadas. (N. del T.)