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Por la mañana se levantó y encendió el fuego y se acuclilló delante de él, temblando y envuelto en la manta. Comió el último emparedado que la esposa del ranchero le había preparado y luego sacó la piel de conejo de su mochila y se acercó a la loba, que se irguió al ver que se acercaba. El chico desenvolvió la piel de conejo, rígida ya, y se la puso delante. La loba la olfateó, lo miró, describió un círculo y volvió a mirarlo, con las orejas ligeramente adelantadas.

Creo que deberías comer, dijo el chico.

Se alejó, cogió un trozo de rama rota y luego de partirlo a la medida hizo con la navaja una fina espátula en un extremo. Luego volvió a donde estaba la loba, se sentó en el suelo y cogiéndola por el collar se la arrimó a la pierna y la sujetó hasta que dejó de forcejear. Extendió el pellejo en el suelo y valiéndose de la improvisada espátula cogió un trozo de corazón y sin soltar aquella feral cabeza contra él le pasó la espátula por delante para que oliera la carne. Luego ahuecó una mano en torno a su largo hocico y levantó con el pulgar el extraño pliegue correoso del labio superior. La loba abrió la boca y en ese momento él deslizó la espátula entre las tiras de cuero y los dientes, le dio la vuelta para limpiarla en la lengua y la retiró.

Pensó que la loba mordería la espátula, pero no lo hizo. Cerró la boca. Él vio que movía la lengua y sacudía el gaznate. Cuando abrió de nuevo la boca comprobó que se había tragado el trozo de carne.

Una vez que la loba dio cuenta de todos los pedazos de conejo, el chico arrojó el pellejo a un lado, limpió el palo en la hierba, se lo guardó en un bolsillo y fue a donde había visto el caballo por última vez. El caballo estaba monte abajo, en medio de un marjal de hierba de invierno. Lo llevó del diestro hasta el campamento, lo ensilló, ató la cuerda de la loba al borrén de la silla y luego de montar se puso en camino hacia el sur por el Cajón Bonita adentrándose en los montes, siempre con la loba detrás.

Cabalgó todo el día. La loba parecía tener interés por la región y de vez en cuando alzaba la cabeza y miraba los ondulados prados de hierba amarilla y las erectas lechuguillas que se extendían al oeste de los collados. Se detuvo en lo alto de una cuesta para que el caballo bufara; la loba se metió en la maleza que crecía al costado del camino, se agachó para orinar y luego se volvió y olfateó el lugar. Los primeros peregrinos que encontraron dirigiéndose al norte con sus burros bien cargados pararon a un centenar de metros al verlo acercarse y le cedieron paso. Lo saludaron parcamente. La loba se agazapó sobre la hierba con el pelaje del lomo erizado. Entonces el burro que iba delante percibió su olor.

El animal abrió unos ollares como hoyos en barro mojado y puso los ojos en blanco. Amusgó las orejas, arqueó el lomo y tiró un par de coces tremendas que le partieron una pata al burro que venía detrás. Este cayó a un lado del camino, rebuznando, y en un abrir y cerrar de ojos se armó una confusión total. Los burros consiguieron romper sus traíllas y como cohetes se lanzaron colina abajo cual perdices enormes con los arrieros detrás. Las bestias esquivaban los árboles como podían y caían y rodaban y se erguían otra vez y corrían mientras las toscas banastas de madera reventaban y los cuévanos se abrían al romperse y arrastraban ladera abajo los pellejos, los cueros, las mantas y los enseres que llevaban dentro.

El caballo piafaba y resbalaba y el chico tiró de las riendas y alargó la mano para desatar la cuerda del borrén. La loba había echado a correr colina abajo y se había hecho un lío en un árbol, y él corrió a buscarla. Para cuando volvió tirando de ella, que, enloquecida, se resistía con las patas rígidas, la vereda estaba desierta a excepción de una anciana y una muchacha que, sentadas en la hierba junto al camino, se pasaban tabaco y perfollas de maíz y liaban sendos cigarrillos. La chica debía de ser uno o dos años menor que él, y encendió su cigarrillo con un esclarajo encendido y se lo pasó a la anciana; a continuación exhaló el humo, ladeó la cabeza y lo miró con osadía.

El chico arrolló la cuerda, desmontó, bajó las riendas y luego de colgar el rollo de cuerda en el borrén de la silla se tocó el ala del sombrero con dos dedos.

Buenos días, dijo.

Ellas inclinaron la cabeza, la anciana le devolvió el saludo. La chica no dejaba de mirarlo. Él caminó, siguiendo la cuerda hasta donde estaba tumbada la loba en la maleza, se arrodilló, le habló y la guió por el collar de regreso al camino.

Es americano, dijo la mujer.

Sí .

Dio una furiosa calada a su cigarrillo y lo miró entre el humo.

Es feroz la perra, ¿no?

Bastante.

Llevaban vestidos caseros y huaraches remendados con trozos de piel y cuero crudo. La mujer llevaba un rebozo negro sobre los hombros, pero la chica iba casi desnuda con su delgado vestido de algodón. Tenían la piel oscura como los indios y los ojos de un negro carbón y fumaban como comen los pobres, que es una forma de plegaria.

Es una loba, dijo él.

¿Cómo?, dijo la mujer.

Es una loba.

La mujer miró al animal. La chica miró al animal y luego a la mujer.

¿De veras?, dijo la mujer.

Sí .

La chica parecía a punto de levantarse y marcharse, pero la mujer se rió de ella y le dijo que el caballero estaba bromeando. Se puso el cigarrillo en la comisura de la boca y llamó a la loba. Pateó el suelo para que viniera.

¿Qué pasó con la pata?, preguntó.

Él se encogió de hombros. Dijo que se la había pillado en un cepo. Muy abajo en la ladera se oía gritar a los arrieros.

La mujer ofreció tabaco al chico, pero este dijo no gracias. Ella se encogió de hombros. Él dijo que lo sentía por los burros y la anciana replicó que los arrieros no tenían experiencia y que de todos modos no sabían dominarlos. Dijo que la revolución había matado a todos los hombres de verdad y que en el país solo quedaban los tontos. Dijo además que los tontos engendraban su propia especie y ahí tenía la prueba de ello, y que como solo las necias estaban dispuestas a tener tratos con ellos, su progenie estaba doblemente condenada. Dio otra calada al cigarrillo, que ya era poco más que ceniza, lo dejó caer al suelo y miró pestañeando al chico.

¿Me entiende?, preguntó.

Sí, claro.

La mujer estudió a la loba y lo miró otra vez. Tenía un ojo entrecerrado a causa de alguna lesión, pero ello le daba un singular aire de franqueza exigente. Va a parir, dijo.

Sí .

Como la jovencita.

Él miró a la chica. No parecía embarazada. Les había vuelto la espalda y seguía fumando y contemplando el paisaje donde no había nada que mirar, aunque de la pendiente llegaba todavía algún que otro grito.

¿Es su hija?, preguntó.

Ella negó con la cabeza. Dijo que la muchacha era la esposa de su hijo. Dijo que estaban casados pero que como no tenían dinero para pagar al cura este no los había casado.