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Los sacerdotes son unos ladrones, dijo la chica. Era lo primero que decía. La mujer señaló a la chica con la cabeza y puso los ojos en blanco. Una revolucionaria, dijo. Una soldadera. Los que no pueden recordar la sangre de la guerra son siempre los más ardientes para la lucha.

El chico dijo que tenía que irse. Ella no le hizo caso. Dijo que siendo niña había visto asesinar a un sacerdote en el pueblo de Ascensión. Lo habían puesto contra la pared de su propia iglesia, le habían disparado con escopetas y se habían ido. Después las mujeres del pueblo se acercaron, se arrodillaron y levantaron al cura, pero el cura estaba muerto o moribundo y varias mujeres mojaron sus pañuelos en la sangre y se persignaron, como si la sangre del cura fuese la de Cristo. Dijo que cuando una persona joven ve asesinar a un cura en plena calle su opinión sobre lo religioso cambia. Dijo que a los jóvenes de hoy en día no les importaba nada la religión ni los curas ni la familia ni la patria ni Dios. Dijo que aquella tierra estaba maldita y le preguntó cuál era su opinión, pero él respondió que sabía muy poco del país.

Una maldición, repitió. Es cierto.

Los sonidos de los arrieros se habían extinguido. Solo se oía soplar el viento. La chica terminó su cigarrillo, se levantó, lo arrojó al sendero y lo pisó con su huarache, retorciéndolo en la tierra como si contuviera algún ser maligno. El viento le revolvía los cabellos y le pegaba el vestido contra la piel. Miró al chico. Dijo que la anciana siempre estaba hablando de maldiciones y sacerdotes muertos y que estaba medio loca y que no le hiciera caso.

Sabemos lo que sabemos, dijo la anciana.

, dijo la chica. Lo que es nada.

La anciana tendió una palma hacia la chica, como dando a entender que era una prueba de cuanto afirmaba. Con aquel gesto invitaba al chico a observar a la sabia. La chica ladeó la cabeza. Dijo que al menos ella sabía quién era el padre de su hijo. La mujer alzó rápidamente la mano. Ay, ay, ay, dijo.

El chico tenía a la loba sujeta por la cuerda contra su pierna. Dijo que tenía que irse.

La mujer señaló a la loba con el mentón y dijo que aquel animal estaba casi a punto.

Sí. De acuerdo.

Debe quitar el bozal, dijo la chica.

La mujer miró a la chica. La chica dijo que si la perra iba a parir los cachorros de noche necesitaría lamerlos. Dijo que no debía dejarla amordazada por la noche pues a saber lo a punto que estaba. Dijo que tendría que lamer a sus crías. Dijo que eso lo sabía todo el mundo.

Es verdad, dijo la mujer.

El chico se tocó el sombrero. Les deseó un buen día.

¿Es tan feroz la perra?, preguntó la chica.

Él respondió que sí. Que no era de fiar.

Ella dijo que le gustaría tener un cachorro de una perra como aquella porque cuando creciera sería un buen perro guardián y mordería a todo el que se acercara. Ilustró sus palabras con un gesto de la mano que abarcó los pinos y el viento que susurraba en ellos y los desaparecidos arrieros y la mujer que la miraba desde su oscuro rebozo. Dijo que un perro así ladraría por la noche si había ladrones merodeando o cualquier persona indeseable.

Ay, ay, dijo la anciana, poniendo los ojos en blanco.

Él dijo que tenía que irse. La mujer le dijo que fuera con Dios y la jovencita solo que se fuera si eso quería, y él echó a andar por el sendero tirando de la loba, fue en busca del caballo, ató la cuerda al borrén y montó. Al mirar atrás vio a la chica sentada al lado de la mujer. No estaban hablando sino sentadas codo con codo, sencillamente, esperando a que volvieran los arrieros. Cabalgó siguiendo la loma hasta el primer recodo del sendero y miró nuevamente hacia atrás; no se habían movido ni cambiado de postura, y desde aquella distancia parecían muy abatidas. Como si su partida les hubiera arrebatado algo.

La región era inmutable. A medida que cabalgaba las grandes montañas que se elevaban al suroeste no parecían acercarse al final del día más de lo que lo habrían hecho si hubieran sido una imagen fija en la retina. Al anochecer, mientras cruzaba una plantación de chaparros, una manada de pavos pegó una espantada.

Habían estado comiendo más abajo, en el bosque, y alzaron el vuelo sobre un aguazal para desaparecer entre los árboles del lado opuesto. El chico se desvió del sendero, se apeó, ató el caballo y a continuación desenganchó la cuerda, ató la loba a un árbol, cogió el rifle, alzó la palanca para asegurarse de que había un cartucho en la recámara y se adentró en el pequeño valle con un ojo puesto en el sol que iluminaba los árboles de la cabecera del arroyo que corría al oeste.

Los pavos se habían posado en un claro umbroso y en la vecindad del crepúsculo iban de acá para allá entre los troncos como pájaros de una galería de tiro de un parque de atracciones. El chico se agachó acompasando su respiración y empezó a acercarse lentamente a ellos. Cuando aún estaba a un centenar de metros una de las hembras se apartó de las sombras y se quedó parada al descubierto; estiró el cuello y avanzó otro paso más. Él montó el rifle, se agarró al tronco de un fresno pequeño, apoyó el cañón en los nudillos, lo aseguró al árbol apoyando la parte posterior del pulgar a modo de cuña y apuntó. Ajustó el alza teniendo en cuenta la pendiente y la luz que daba de lado en la mira del rifle y disparó.

El pesado rifle dio una sacudida y el eco del disparo resonó en los campos. El pavo estaba caído en tierra y se retorcía. Las otras aves salieron disparadas de entre los árboles en todas direcciones y más de una pasó casi por encima del chico, que se levantó y corrió hacia el pavo que había abatido.

Las hojas estaban llenas de sangre. La pava yacía de costado, con las patas estiradas entre la hojarasca y el cuello extrañamente doblado hacia atrás. La apretó contra el suelo con una mano. El proyectil le había roto el cuello y desgarrado la parte superior de un ala, lo que significaba que no había errado el tiro por muy poco.

Él y la loba dieron cuenta de la pava y luego se acomodaron junto al fuego el uno al lado del otro. Cada vez que las brasas crepitaban la loba se sobresaltaba y comenzaba a temblar. El chico la tocó y sintió que bajo su mano la piel se estremecía como la de un caballo. Le habló de su vida, pero eso no pareció poner fin a sus temores. Al cabo de un rato empezó a cantar para ella.

A la mañana siguiente, mientras cabalgaba, topó con un grupo de jinetes, los primeros hombres a caballo que veía en el país. Eran cinco, iban armados y montaban excelentes animales. Se detuvieron en el sendero, delante de él, y lo saludaron con gesto risueño mientras sus miradas hacían inventario de todo cuanto acompañaba a su persona. Ropa, botas, sombrero. Caballo y rifle. La silla mutilada. Por último miraron detenidamente a la loba, que había intentado ocultarse entre los ralos helechos que en esas tierras altas crecían a unos cuantos palmos del sendero.

¿Qué tienes allá, joven?, preguntó uno de ellos en voz alta.

Él permaneció con las manos cruzadas sobre la perilla de la silla. Se inclinó y escupió. Los estudió bajo el ala del sombrero. Uno de los jinetes había avanzado para ver mejor a la loba, pero el caballo se le repropió y se negó a seguir; el hombre se inclinó, le pegó con la mano en la mejilla y tiró de las riendas con brusquedad. La loba estaba tumbada en el suelo al extremo de la cuerda con las orejas apuntando hacia atrás.

¿Cuánto quieres por tu lobo?, preguntó el hombre.

El chico recogió la cuerda que quedaba y volvió a amarrarla.

No puedo venderlo, dijo.

¿Por qué no?