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Estudió al jinete. No es mío, dijo.

¿No? ¿De quién es?

Miró a la loba, que temblaba. Luego miró hacia el sur, en dirección a las montañas azuladas. Dijo que le habían confiado la custodia de la loba y que como no era suya no podía venderla.

El hombre seguía montado con las riendas flojas en una mano y la otra mano en el muslo. Volvió la cabeza y escupió sin apartar la vista del chico.

¿De quién es?, preguntó otra vez.

El chico lo miró y también a los que esperaban en el sendero. Dijo que la loba era propiedad de un gran hacendado, quien le había pedido que la cuidase, para que no sufriera ningún daño.

Y este hacendado, dijo el jinete, ¿vive en Colonia Morales?

El chico respondió que sí, y que también vivía en otros sitios. El hombre lo estudió por un largo rato. Luego espoleó el caballo y los otros jinetes lo imitaron. Como si estuvieran unidos entre sí por una cuerda o un principio invisibles. Siguieron su camino. Cabalgaban por orden de antigüedad, y cuando el último, que con mucho era el más joven de todos, pasó por delante del chico, lo miró y se llevó un índice al ala del sombrero. Suerte, muchacho, dijo. Después se alejaron y ninguno miró hacia atrás.

En las montañas hacía frío, y en los puertos y la sierra de la Cabellera aún había restos de nieve. Más arriba del cañón de la Cabellera la nieve cubría el sendero a lo largo de un kilómetro y medio. Era nieve reciente y al chico le sorprendió el número de viajeros que la habían pisado y se admiró de que no hubiera en aquel país peregrinos lo bastante miedosos como para apartarse totalmente de la senda ante la proximidad de un jinete. Examinó más atentamente el suelo. Huellas de hombres y de burros. Huellas de mujeres. Algunas de botas, pero la mayor parte huellas lisas sin tacón de los huaraches que en aquel yermo elevado dejaban la marca improbable de la goma de neumático. Vio pisadas de niños y también las de los caballos de los jinetes con que se había cruzado por la mañana. Vio huellas de personas descalzas en la nieve. Cada tanto se volvía para ver si la loba delataba con su actitud la proximidad de algún otro viajero que acechase al borde del camino, pero ella trotaba tranquilamente detrás del caballo olisqueando el aire y dejando sus grandes huellas en la nieve para que los serranos se hicieran cruces cuando las viesen.

Aquella noche acamparon en el lecho de un barranco pedregoso y el chico condujo a la loba hasta una charca de agua estancada en las rocas que quedaban más abajo, y sujetó la cuerda mientras ella metía las patas en el agua y hundía el hocico para beber. En un momento en que ella levantó la cabeza el chico vio el movimiento que hacía el gaznate y el agua que le chorreaba por las mandíbulas. Se sentó en una roca y la observó sin soltar la cuerda. El agua corría casi negra entre las peñas bajo el intenso azul del crepúsculo y sobre la superficie apareció el humo de su aliento. La loba bajaba y subía la cabeza, bebiendo a la manera de los pájaros.

Por toda cena comió unas judías envueltas en un par de tortillas que le había dado el segundo grupo de personas que había visto ese día. Eran unos menonitas que iban hacia el norte con una muchacha que necesitaba atención médica. Parecían campesinos sacados de un cuadro del siglo pasado y hablaban poco. No explicaron qué le ocurría a la muchacha. Las tortillas eran muy fibrosas y las judías empezaban a estar agrias, pero se las comió. La loba lo miraba. Esto no es comida para lobos, le dijo. Así que no mires.

Terminó de comer y bebió un largo trago del agua fresca con que acababa de llenar la cantimplora y luego encendió un fuego y recorrió el perímetro iluminado reuniendo toda la leña posible. Había armado su pequeño campamento a un buen trecho del sendero, pero en aquella región el resplandor de la lumbre era visible desde una distancia considerable y el chico casi esperaba que algún viajero tardío apareciese durante la noche. Nada de eso ocurrió. Envuelto en la manta permaneció sentado mientras el frío aumentaba y las estrellas corrían ardiendo hacia el sur sobre las negras moles montañosas donde debían de vivir y tener su hogar los lobos.

Al día siguiente en un valle orientado hacia el sur vio pequeñas flores azules entre las peñas, y hacia el mediodía cruzó un amplio desfiladero entre montañas y se detuvo a contemplar el valle del río Bavispe. Sobre el sendero de fuertes altibajos pendía una tenue neblina azul. El chico, que estaba hambriento, olisqueó el aire al igual que la loba y luego siguieron adelante con más cautela.

El humo procedía de sendero abajo, donde un grupo de indios se había detenido a almorzar a orillas de un pequeño arroyo. Eran trabajadores de las minas de Chihuahua occidental, y en sus frentes angostas lucían las marcas de las correas. Eran seis indios en total, que viajaban y se dirigían a su pueblo, en el estado de Sonora, llevando consigo el cuerpo de uno de tantos compañeros muertos bajo un andamiaje. Llevaban tres días en camino y aún les quedaban otros tres, pero habían tenido suerte con el tiempo. El cadáver estaba aparte, sobre unas hojas, dentro de un tosco féretro hecho con varas y cuero de vaca. Iba envuelto en cañamazo y atado con cuerda y fajas de hierba, y el cañamazo de la mortaja estaba trabajado con cinta roja y verde y adornado con ramas de acebo; uno de los indios montaba guardia a su lado, o quizá solo le hacía compañía al muerto. Hablaban algo de español y lo invitaron a comer sin excesivas ceremonias, como era costumbre en el país. A la loba no le hicieron el menor caso. Se acuclillaron en sus delgadas prendas caseras mientras con los dedos comían pozole de unos cuencos de hojalata pintada y pasaban de mano en mano un balde que contenía una infusión de una de sus hierbas preferidas. Se chuparon los dedos, se los secaron en la parte posterior del brazo y liaron cigarrillos de punche en espatas de maíz. Nadie le preguntó nada. Ni de dónde era ni adónde iba. Le hablaron de tíos y padres que habían escapado a Arizona huyendo de las guerras con que los castigaban los mexicanos y uno de ellos había estado en aquel país para verlo, después de andar nueve días a pie por las montañas y el desierto hasta llegar allí y otros nueve para volver. Le preguntó al chico si era de Arizona; él dijo que no y el indio asintió y dijo que entre los hombres era costumbre exagerar las virtudes de su propio país.

Aquella noche desde la linde del prado donde acampó divisó las ventanas iluminadas de las casas de una colonia a orillas del Bavispe, a unos dieciséis kilómetros de distancia. El prado rebosaba de flores que se cerraban en el crepúsculo y volvían a abrirse al salir la luna. No encendió fuego. Él y la loba se sentaron juntos a oscuras y vieron cómo las sombras emergían en el prado y trotaban y se desvanecían y volvían a emerger. La loba miraba con las orejas apuntando hacia delante y olisqueaba el aire, primero en una dirección, luego en otra, como si quisiera instigar la vida del mundo. Él se sentó arrebujado con la manta y contempló las sombras en movimiento mientras la luna se elevaba sobre las montañas que se erguían a su espalda, y a lo lejos, a orillas del Bavispe, las luces parpadearon una a una hasta extinguirse por completo.

Por la mañana se detuvo en un guijarral y examinó el agua donde el río era ancho y transparente y estudió la luz sobre las rápidas aguas que descendían allí donde la corriente se inclinaba en el recodo. Aflojó la cuerda que llevaba amarrada al borrén de la silla y desmontó. Guió a la loba y al caballo hasta los bajos y los tres bebieron agua del río; sabía a pizarra y estaba muy fría. Se levantó y se secó la boca y miró hacia el sur de la región donde las despobladas cumbres de los Pilares Teras se erguían al sol.

No pudo encontrar un vado lo bastante somero para que la loba pudiera cruzarlo sin nadar. Sin embargo, pensó que podría mantenerla a flote, y retrocedió río arriba hasta el guijarral, donde metió el caballo en el río.