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No había llegado muy lejos cuando vio que la loba empezaba a nadar, y enseguida comprobó que estaba en apuros. Era probable que el bozal le impidiese respirar. La loba empezó a patalear en el agua con creciente desesperación. Los vendajes de la pata herida comenzaron a soltarse y dispersarse en la corriente, y eso pareció aterrorizarla, pues trató de volverse en dirección contraria a la cuerda que la sujetaba. El chico sofrenó al caballo, que dio media vuelta con el agua formando saetines entre sus patas y se colocó de cara a la cuerda, pero él ya le había soltado las riendas y se puso de pie con el agua hasta la mitad del muslo.

Agarró a la loba por el collar y la sostuvo para que no se hundiese, eso fue todo lo que pudo hacer. Le pasó la otra mano por el pecho para levantarla y tocó los fríos y correosos pezones casi desprovistos de pelo. Trató de calmarla, pero la loba pataleaba frenéticamente en el agua. La cuerda flotaba río abajo y tiraba del collar, de modo que él le sostuvo la cabeza en alto y volvió como pudo al caballo con las piedras del lecho del río moviéndose bajo sus botas y el agua bullendo entre sus piernas y desenganchó la cuerda y dejó el cabo flotando. La cuerda se desenrolló sola, se estiró en el agua y quedó a merced de la corriente. El vendaje se había soltado de la pata herida y flotaba libremente. El chico se volvió y miró hacia la ribera. Al hacerlo el caballo pasó por su lado como una exhalación y avanzó a trote corto por los bajos hasta salir al guijarral, donde se volvió y se quedó humeando en el frío de la mañana; luego echó a andar río abajo mientras sacudía la cabeza.

El chico se afanó en volver con la loba, hablándole y sosteniéndole la cabeza en alto. Cuando ganaron los bajos donde ella podía hacer pie la soltó y ganó la orilla; una vez en el guijarral empezó a recoger la cuerda que arrastraba y la sacó del agua. Cuando tuvo la cuerda arrollada y colgada al hombro se volvió para ir en busca del caballo. Aguas abajo, en el guijarral, había dos jinetes observándolo.

El aspecto de aquellos hombres no le gustó nada. Miró un poco más allá, donde su caballo estaba paciendo en medio de unos sauces, y vio la culata del rifle asomar por el portacarabinas. Miró a la loba. Estaba observando a los jinetes.

Iban vestidos con sucias ropas de faena, sombrero y botas, y en las negras fundas de cuero que colgaban de sus cintos llevaban pistolas automáticas calibre 45 del ejército americano. Habían espoleado ya a sus cabalgaduras y avanzaban con aire muy indolente. Se acercaron por su flanco izquierdo y mientras uno sofrenaba su caballo el otro pasaba de largo y se paraba detrás de él. El chico se volvió a mirarlos. El primer jinete lo saludó con un gesto de la cabeza. Luego miró río abajo en dirección a su caballo, miró a la loba y volvió a mirarlo.

¿De dónde viene?, preguntó.

América.

El hombre asintió. Miró hacia la otra orilla. Se inclinó y escupió en el suelo. Sus documentos, dijo.

¿Documentos?

Sí. Documentos.

No tengo ningún documento.

El hombre se lo quedó mirando un rato.

¿Cómo se llama?, preguntó.

Billy Parham.

El hombre adelantó levemente el mentón señalando río abajo. ¿Es su caballo?

Sí, claro.

La factura, por favor.

El chico miró al otro jinete, pero tenía el sol detrás y sus rasgos quedaban a contraluz. Miró de nuevo al que hacía las preguntas. No tengo papeles, dijo.

¿Pasaporte?

Nada.

El jinete siguió montado con las muñecas despreocupadamente cruzadas sobre la silla. Hizo una seña al otro jinete, que avanzó por el guijarral, cogió el caballo del chico por el ronzal y lo trajo. El chico se sentó en los guijarros y se quitó las botas, primero una, luego la otra, las vació de agua y volvió a calzarse. Se quedó sentado con los codos apoyados en las rodillas y miró a la loba y luego hacia los altos Pilares que emergían bajo el sol, al otro lado del río. Supo que por lo menos no subiría allí aquel día.

Tomaron el camino en la dirección de la corriente. El jinete que iba en cabeza llevaba el rifle del chico cruzado sobre el fuste de la silla, el chico cabalgaba detrás, con la loba pisándole los talones, y el tercer jinete cerraba la marcha a unos treinta metros de distancia. El camino se apartaba del río y corría por un prado extenso donde había vacas paciendo. Las vacas alzaron la cabeza sin dejar de rumiar lentamente, examinaron a los jinetes y luego bajaron la cabeza para seguir comiendo. Los jinetes cabalgaron por el prado hasta llegar a una carretera; luego torcieron hacia el sur, siguieron camino y entraron en un poblado que consistía en un puñado de casas de barro que se pudrían al borde de la calzada.

Mirando siempre hacia delante recorrieron la calle llena de roderas. Unos cuantos perros que dormían al sol se levantaron y se acercaron a los caballos por detrás para olisquearlos. Al llegar a un edificio de adobe que se alzaba al final de la calle los jinetes se detuvieron, desmontaron y esperaron a que el chico atase la loba a las varas de un carro que había enfrente y todos entraron.

El lugar olía a moho. En las paredes había frescos descoloridos y desteñidos vestigios de frisos. Los restos de un techo de cáñamo pendían como harapos de las altas vigas. El piso era de baldosas grandes sin vidriar y al igual que las paredes estaba mal alineado y las baldosas aparecían rotas en numerosos sitios allí donde los caballos las habían pisado. Solo había ventanas en los lados sur y este. Carecían de cristal, las pocas que tenían contraventanas estaban cerradas y por las que permanecían abiertas soplaba el viento levantando polvo y entraban y salían las golondrinas. Al fondo de la habitación había una mesa larga y estrecha y una silla de madera tallada de respaldo alto. Contra la pared del fondo se veía un archivador metálico cuyo cajón superior había sido abierto hacía tiempo con un hacha. Las polvorientas baldosas mostraban por todas partes las huellas de pájaros, ratones, lagartijas, perros y gatos, como si aquella estancia fuese un perpetuo enigma para todos los seres vivos de la vecindad. Los jinetes permanecieron bajo las musgosas colgaduras del techo y el primero fue hasta la puerta de doble hoja que había en uno de los lados mientras acunaba el rifle en un brazo y llamó con los nudillos y en voz alta y luego se quitó el sombrero y aguardó.

A los pocos minutos la puerta se abrió y apareció un mozo joven que se puso a hablar con el jinete. Este señaló hacia afuera con la cabeza y el mozo miró hacia la puerta exterior y al otro jinete y al chico y luego entró por donde había salido y cerró la puerta. Esperaron. En la calle los perros habían empezado a congregarse frente al edificio. Algunos eran visibles a través de la puerta abierta. Miraban la loba atada y luego se miraban los unos a los otros mientras un larguirucho perro mestizo de color ceniza se paseaba de un lado a otro delante de ellos con el rabo erguido y el espinazo como la aleta dorsal de una carpa.

De pronto, un joven y saludable alguacil apareció en el vano de la puerta. Miró breve pero fijamente al chico y se volvió hacia el hombre que tenía su rifle.

¿Dónde está la loba?, preguntó.

Afuera.

Asintió con la cabeza.

Se pusieron el sombrero y cruzaron la estancia. El que sostenía el rifle empujó al chico hacia delante y el alguacil volvió a mirarlo.

¿Cuántos años tiene?, preguntó.

Dieciséis.