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¿Es suyo el rifle?

Es de mi padre.

¿No es ladrón usted? ¿Asesino?

No.

El alguacil señaló al hombre con el mentón y le dijo que le devolviera al chico su rifle y luego salió por la puerta de la calle.

Frente al edificio había más de dos docenas de perros y un número similar de niños. La loba se había agazapado bajo el carro, de espaldas al edificio. Entre la malla de aquel bozal casero era posible distinguir todos los dientes de su boca. El alguacil se agachó, se echó el sombrero hacia atrás, apoyó las manos sobre los muslos y la examinó. Luego miró al chico. Le preguntó si era arisca y el chico le dijo que sí. Le preguntó dónde la había capturado y él dijo que en las montañas. El hombre asintió. Se levantó, habló con sus ayudantes y luego se volvió y entró de nuevo en el edificio. Los ayudantes miraron a la loba con gesto de preocupación.

Finalmente desataron la cuerda y la sacaron a rastras de debajo del carro. Los perros habían empezado a aullar y a andar de un lado a otro, y el gran perro gris salió disparado y dio un mordisco a la loba en los cuartos traseros. La loba giró en redondo y arqueó el lomo. Los ayudantes se la llevaron. El perro gris se aprestó a atacar de nuevo y uno de los ayudantes se volvió y le propinó una patada que lo alcanzó en la parte inferior de la quijada, cerrándole la boca de golpe con un ruido a manotada que provocó risas entre los niños.

El mozo había salido ya del edificio llevando una llave y arrastraron a la loba por la calle hasta un cobertizo de adobe; descorrieron el cerrojo, abrieron la puerta con un ruido de cadenas, metieron a la loba y volvieron a cerrar la puerta. El chico les preguntó qué pensaban hacer con ella, pero se encogieron de hombros, fueron por sus caballos, montaron y se alejaron al trote calle abajo, tirando a un lado y a otro de la barbada de sus caballos a los que hacían corvetear como si hubiera habido mujeres cerca mirando. El mozo sacudió la cabeza y entró en el edificio con la llave.

El chico estuvo hasta mediodía sentado a la puerta del edificio. Había sacado los cartuchos de la recámara del rifle y los había puesto a secar; luego secó el rifle, volvió a cargarlo, lo metió en el portacarabinas. Bebió de la cantimplora, echó el resto del agua en la copa del sombrero, dio de beber al caballo y ahuyentó la jauría que se había reunido delante del cobertizo. Las calles estaban desiertas, el día era soleado, pero frío. Por la tarde apareció el mozo y dijo que lo habían mandado a preguntarle qué quería. El chico dijo que todo lo que quería era que le devolviesen la loba. El mozo asintió y volvió a entrar. Cuando salió de nuevo dijo que lo enviaban a decir que la loba estaba requisada como contrabando, pero que él podía irse gracias a la clemencia del alguacil que había tenido en cuenta su juventud. El chico dijo que la loba no era contrabando sino una propiedad cuya custodia le había sido encomendada y que quería recuperarla. El mozo oyó todo cuanto tenía que decir y volvió a entrar en el edificio.

El chico permaneció sentado. No venía nadie. Más tarde uno de los ayudantes regresó al frente de una pequeña y desordenada procesión. Inmediatamente detrás venía un pequeño mulo de pelo oscuro, como los que se utilizaban en las minas de aquella región, y detrás del mulo una anticuada carreta con ruedas remendadas de madera. Detrás de la carreta caminaba una curiosa mezcolanza de gente de la región, mujeres y niños, muchachos, muchos de ellos portando paquetes y cestos.

La comitiva se detuvo delante del cobertizo, el ayudante se apeó y el conductor de la carreta se bajó del tosco pescante de madera. Se quedaron en la calle bebiendo de una botella de mescal y al cabo de un rato el mozo salió del edificio, abrió la puerta del cobertizo; el ayudante estiró las cadenas que traquetearon entre las ranuras de la madera, abrió la puerta de par en par y se quedó allí de pie.

La loba, que estaba en el rincón más alejado, se levantó y empezó a parpadear. El carretero dio un paso atrás, se quitó la chaqueta, cubrió con ella la cabeza del mulo atándole las mangas bajo la quijada y sujetó al animal por la quijera. El ayudante entró en el cobertizo, cogió la cuerda y arrastró a la loba hasta el umbral. La gente retrocedió. Envalentonado por la bebida y la actitud a la vez admirativa y temerosa de los espectadores, el ayudante cogió a la loba por el collar, la sacó a la calle y luego, izándola por el collar y por el rabo, la subió a la caja de la carreta apoyando una rodilla en el vientre del animal a la manera de quien está acostumbrado a cargar sacos. Pasó la cuerda por el costado de la carreta e hizo una vuelta mordida en las tablas de la parte delantera. El gentío observaba sin perder detalle. Observaban con la atención de aquel a quien se le podía requerir que narrase lo que había visto. El ayudante hizo un gesto con la cabeza dirigido al carretero y este aflojó las mangas bajo la quijada del mulo y retiró la chaqueta que le cubría la testuz. Luego recogió las riendas debajo del cuello del animal y esperó a ver qué hacía. El mulo alzó ligeramente la cabeza olisqueando el aire. Acto seguido se paró sobre las patas delanteras, tiró un par de coces entre los correajes y arremetió contra la tabla inferior de la carreta. La loba salió resbalando por la trasera del carromato arrastrando consigo la tabla rota; la gente lanzó un grito y retrocedió. El mulo chilló, se agitó en su arnés hasta que se desprendió de la vara izquierda de la carreta y cayó al suelo y se quedó allí tumbado dando coces.

El carretero era fuerte y ágil y consiguió saltar a horcajadas sobre el pescuezo del mulo y sujetarle con los dientes la oreja hasta que consiguió taparle de nuevo la cabeza con su chaqueta. Luego se incorporó a medias y, jadeando, miró alrededor. El ayudante, que había hecho ademán de volver a montar, puso de nuevo pie en tierra, cogió la cuerda que colgaba y ató corto a la loba. Deshizo el nudo con que la cuerda estaba atada a la tabla rota de la carreta, arrojó la tabla, condujo otra vez a la loba hasta el cobertizo y cerró la puerta. Mire, dijo en voz alta el carretero que, tumbado en mitad de la calle, tapaba con su chaqueta la cabeza del mulo y señalaba el destrozo con el brazo extendido. Mire. El ayudante escupió en el polvo, cruzó la calle y se metió en el edificio.

Para cuando mandaron por alguien que reparase la vara de la carreta con listones y cuero crudo, y para cuando aquel hubo terminado de repararla, el día estaba muy avanzado. Los peregrinos que habían llegado al pueblo siguiendo la carreta se habían dispersado a la sombra de las casas del lado oeste de la calle y estaban comiendo y bebiendo limonada. A media tarde la carreta estaba lista, pero el ayudante no aparecía. Mandaron a un chico al edificio. Pasó otra hora hasta que el ayudante por fin salió; se ajustó el sombrero, miró hacia el sol, se agachó para examinar la carreta como si su trabajo también consistiera en inspeccionar cosas como aquella y luego entró otra vez en el edificio. Cuando volvió a salir lo hizo acompañado del mozo; ambos cruzaron la calle hasta el cobertizo, descorrieron el cerrojo y las cadenas de la puerta y el ayudante volvió a sacar la loba.

El carretero permanecía con la cabeza del mulo, momentáneamente ciego, pegada al pecho. El ayudante lo miró y luego llamó a un mozo de cuadra. Un muchacho dio un paso al frente. El ayudante le indicó que se hiciera cargo del mulo y le dijo al carretero que subiese al carro. El carretero soltó el mulo no sin recelo. Dio un rodeo para evitar a la embozada hembra de lobo, trepó a la carreta, cogió las riendas que estaban anudadas a la asnilla y se preparó. El ayudante subió una vez más la loba a la carreta y la ató fuertemente a las tablas de la parte de atrás. El carretero se volvió a mirar al animal y al ayudante. Sus ojos se pasearon por los peregrinos que, con aire expectante, se habían congregado allí, hasta que topó con la mirada del joven extranjero cuyo lobo habían requisado. A una señal del ayudante, el mozo de cuadra retiró la chaqueta de la cabeza del mulo y se apartó. El mulo salió disparado hacia delante. El carretero cayó de espaldas agarrándose a las tablas superiores de la carreta en un intento de no caer encima de la loba, que acometió contra su traílla y lanzó un triste aullido. El ayudante soltó una carcajada, espoleó a su caballo, le arrebató la chaqueta al mozo y la hizo girar sobre su cabeza como un lazo y se la lanzó al carretero; luego refrenó a su caballo sin parar de reír mientras mulo, carreta, lobo y carretero iban dando bandazos por el poblado en medio de un estrépito de madera y una nube de polvo.