La gente había empezado a recoger sus paquetes. El chico fue por su silla de montar, que estaba a un lado del edificio y ensilló su caballo, ajustó la funda del rifle y montó y partió por la carretera llena de roderas. Los que iban a pie se hicieron a un lado cuando la sombra del caballo cayó sobre ellos. Hizo una señal con la cabeza en dirección a la gente. ¿Adónde vamos?, preguntó.
Lo miraron. Mujeres envueltas en rebozos. Muchachas llevando cestas entre dos. A la feria, dijeron.
¿La feria?
Sí, señor.
¿Adónde?
En el pueblo de Morelos.
¿Está lejos?, preguntó él.
Respondieron que a caballo no quedaba lejos. Unas pocas leguas, dijeron.
Avanzó al paso junto a ellos.
¿Y adónde van con la loba?, dijo.
A la feria, sin duda.
Les preguntó qué objeto tenía llevar la loba a la feria, pero no parecían saberlo. Se encogieron de hombros, siguieron andando junto al caballo. Una anciana dijo que el lobo había venido de las sierras, donde había devorado a muchos colegiales. Otra mujer aseguró que había sido capturado en compañía de un muchacho que había escapado desnudo al bosque. Una tercera dijo que los cazadores que habían bajado al lobo desde las sierras habían sido seguidos por otros lobos, que ahora aullaban por las noches más allá de las fogatas; algunos cazadores habían dicho que esos no eran lobos buenos.
El camino dejaba el río y los bajos y seguía hacia el norte cruzando un extenso valle de montaña. Al caer la noche la compañía rompió filas en un prado, encendió un fuego y se dispuso a preparar la cena. El chico ató el caballo y se sentó en la hierba, ni con ellos ni completamente aparte. Desenroscó el tapón de su cantimplora, bebió lo que quedaba de agua, volvió a poner el tapón y se quedó sentado con la cantimplora vacía en las manos. Al rato se le acercó un muchacho y le invitó a unirse a ellos.
Eran complicadamente corteses. Aun cuando solo tenía dieciséis años lo llamaban caballero. Se sentó con el sombrero echado hacia atrás y las botas cruzadas delante, al calor de la lumbre, y comió frijoles y napolitos y una machaca rancia, renegrida y fibrosa de carne de cabra espolvoreada de pimentón para el viaje. ¿Le gusta?, le preguntaron. Dijo que le gustaba mucho. Le preguntaron de dónde era y él dijo que de Nuevo México y ellos se miraron entre sí y dijeron que debía de sentirse apenado por estar tan lejos de su casa.
Con el crepúsculo el prado parecía un campamento de gitanos o refugiados. Al grupo se había unido gente que venía por el camino y se encendieron nuevas fogatas y entre las sombras que separaban una de otra pululaban siluetas envueltas en penumbra. Hacia el oeste, en la pendiente donde el prado formaba peralte contra un cielo lila oscuro, pacían unos burros y las pequeñas carretas aparecían inclinadas sobre sus varas y silueteadas una detrás de la otra como vagonetas.
En el grupo había ahora varios hombres que estaban pasándose una botella de mescal. Al rayar el día dos de ellos seguían sentados aún junto a las cenizas apagadas. Llegaron las mujeres para preparar el desayuno. Reavivaron el fuego y se pusieron a hacer tortillas disponiendo la masa sobre un comal hecho con un trozo de material para techado. Pasaron con idéntica indiferencia entre los borrachos y las albardas sobre las que habían puesto mantas a secar.
A media mañana la caravana se puso nuevamente en camino. Los que estaban demasiado ebrios para viajar recibieron un trato más que considerado y se los acomodó en las carretas entre los enseres, como si fuesen víctimas de una desgracia que podía haberle sucedido a cualquiera de los demás.
El camino por el que iban cruzaba un terreno tan desértico que no pasaron por delante de casa alguna ni vieron a ningún otro viajero. A mediodía no se detuvieron, pero poco después atravesaron una hondonada donde tres kilómetros más abajo corría el río y las escasas edificaciones de Colonia Morelos ocupaban la cuadrícula de sus cuatro únicas calles como fichas de un juego infantil dibujado en el polvo del camino.
Se separó del grupo mientras la gente organizaba el campamento en el terreno aluvial al sur del pueblo y enfiló la carretera río abajo para ver si encontraba a la loba. El camino era de arcilla seca acanalada por el paso de las carretas cuyas rodadas los cascos del caballo no conseguían romper. El río salía de las sierras altas y su agua, clara y fría, corría hacia el sur y viraba a la altura del poblado para seguir de nuevo rumbo al sur bajo la pared occidental de los Pilares. Se desvió del camino, siguió un sendero paralelo al río y dejó que el caballo bebiese en los fríos rápidos. Un viejo que tiraba de un burro recogía leña en el cascajal. Las pálidas y retorcidas formas de la madera sobre el lomo del burro parecían una especie de tapiz de huesos. El chico hizo avanzar río arriba a su caballo cuyos cascos marchaban penosamente sobre las guijas.
El pueblo al que llegó era un viejo asentamiento mormón del siglo anterior; pasó por delante de casas de ladrillo con tejado de cinc y un almacén de ladrillo con falsa fachada de madera. En la alameda que crecía frente al almacén habían colgado banderas de árbol a árbol y los miembros de una orquestina estaban sentados en un pequeño quiosco como si esperasen la llegada de algún dignatario. En la calle y en la alameda había vendedores ambulantes que ofrecían cacahuetes y orejones de maíz cocido espolvoreado de pimentón y buñuelos y natillas y cucuruchos de frutas. El chico desmontó, ató el caballo, sacó el rifle de su funda no fuera que se lo robaran y se encaminó hacia la alameda. Entre quienes visitaban aquel pequeño parque de barro seco y árboles famélicos había gente más extraña que él mismo, familias harapientas que deambulaban atónitas entre los remendados tenderetes de lona y menonitas con cara de patanes ante un carromato con sus sombreros de paja y sus pantalones de peto y una ristra de hijos que con la boca abierta de asombro contemplaban un telón de lona con pinturas que representaban llamativas deformaciones humanas. Había también indios tarahumara y yaquis que portaban arcos y carcajes y dos muchachos apache con botas de piel de antílope y ojos de mirada sombría, negros como el carbón, que habían venido de su campamento en las sierras, donde los restos de su tribu sobrevivían como una sombra de la nación que habían sido. Todos estaban revestidos de tal solemnidad que el miserable circo de su contemplación podría haber sido también la magnificencia de un nuevo y espantoso designio divino del que hubieran sido víctimas.