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No le resultó difícil dar con la loba, pero le faltaban los diez centavos que se requerían para verla. Sobre un pequeño chirrión habían improvisado con sábanas una tienda, delante de la cual habían puesto un letrero que contaba su historia y el número de personas que supuestamente había devorado. Observó la corta fila de gente que entraba y salía. No parecía que lo que acababan de ver los hubiese animado mucho. Cuando les preguntó por el lobo se encogieron de hombros. Un lobo es un lobo, dijeron. No creían que se hubiese comido a nadie.

El hombre que recogía el dinero bajo el toldo de la tienda escuchó cabizbajo mientras el chico le explicaba su situación. Luego alzó la cabeza y lo miró a los ojos. Pásale, dijo.

La loba estaba en el suelo de la carreta sobre un lecho de paja. Le habían quitado la cuerda del collar y ajustado a este una cadena que habían pasado por las tablas del piso de la carreta, de modo que todo lo que podía hacer era levantarse. A su lado, sobre la paja, había un cuenco de arcilla que tal vez había contenido agua. Un muchacho estaba con los codos colgando sobre la tabla superior de la carreta y una fusta de yóquey sobre los hombros. Cuando vio entrar lo que tomó por un espectador que había pagado para hacerlo, se puso de pie y comenzó a pegarle y silbarle a la loba.

La loba hizo caso omiso de la paliza. Siguió tumbada de costado, respirando tranquilamente. El chico le miró la pata herida. Apoyó el rifle contra la carreta y la llamó.

Ella se irguió al instante, se volvió y se lo quedó mirando con las orejas erguidas. El muchacho de la fusta lo miró desde la carreta.

El chico estuvo hablándole un buen rato, y como el muchacho que la cuidaba no podía entender lo que decía, lo hizo con toda sinceridad, prometiéndole cosas que juró cumplir. Le dijo que la llevaría a las montañas, donde encontraría a otros de su especie. Ella lo miraba con sus ojos amarillos, en los cuales no había desesperanza sino únicamente el mismo insondable abismo de soledad que llegaba al corazón del mundo. El chico se volvió y miró al muchacho de la fusta. Estaba a punto de decir algo cuando el buhonero entró en la tienda agachando la cabeza y les lanzó un silbido. Él viene, dijo. Él viene.

Maldición, dijo el muchacho. Arrojó la fusta a un lado y él y el buhonero se pusieron a arriar las sábanas y a desatar las cuerdas de las estacas que habían hundido en el barro. En ese momento llegó el carretero a toda prisa y se puso a ayudarlos, cogiendo las sábanas y diciéndoles que se dieran prisa. Al cabo de unos instantes estaban situando el mulo entre las varas de la carreta y ajustándole los arneses.

La tablilla, exclamó el carretero. El muchacho arrancó el letrero y lo metió debajo del montón de cuerdas y sábanas. A continuación el carretero subió a la carreta y le pidió al buhonero que le quitase la venda al mulo, y mulo, carreta, loba y carretero se lanzaron al camino traqueteando y chacoloteando. La gente se dispersó al verlos venir y el alguacil volvió la cabeza y miró con ojos desorbitados hacia el sur, por donde él y su séquito acababan de entrar en el pueblo: alguacil y acompañantes y secuaces y amigos y mozos de estribo y mozos de cuadra, todos ellos con su equipo centelleando al sol y no menos de dos docenas de perros de caza trotando entre las patas de los caballos.

El chico había dado media vuelta y echado a andar en busca de su caballo. Cuando lo hubo desatado y metido el rifle en su funda, montó y dirigió el caballo calle abajo, justo en el momento en que el alguacil y su grupo pasaban de cuatro y seis en fondo por la alameda, lanzándose voces unos a otros, muchos de ellos ataviados con el recargado traje de los norteños y los charros, rutilantes de trencillas de plata y con las costuras de los pantalones adornadas con conchas de plata. Montaban en sillas con ornamentos de plata y provistas de perillas planas del tamaño de un plato; algunos cabalgaban ebrios y con ademanes de estrafalaria cortesía se quitaban los descomunales sombreros al ver a las mujeres, que a su paso se habían visto forzadas a meterse en casas o en portales. Los perros de caza que iban trotando al lado de los caballos parecían ser los únicos sobrios del grupo y los únicos con una meta clara, y hacían caso omiso tanto de los perros del pueblo que les iban detrás con el pelo del lomo erizado como de cualquier otra cosa. Entre ellos los había negros o negro y canela, pero en su mayor parte eran blueticks traídos a la región años atrás desde el norte, y los había tan semejantes en color y dibujo a los caballos moteados que les acompañaban que parecían hechos con la misma piel. Los caballos andaban tímidamente y cada vez que cabeceaban los jinetes intentaban controlarlos, pero los perros trotaban decididos por la calle como si tuvieran un objetivo fijo.

El chico esperó en la encrucijada a que pasaran. Algunos lo saludaron con la cabeza y le desearon buenos días como si fuera un jinete más, pero si el alguacil lo reconoció al pasar no dio muestra de ello. Cuando los caballos, los perros y todos los demás hubieron pasado, él salió nuevamente al camino y los siguió, y también a la carreta, que ya se desvanecía río arriba en la distancia.

La hacienda cuyo portón cruzaron estaba en un llano situado entre el camino y los deslustrados bancos del río Batopito, y recibía su nombre de las montañas que se elevaban al este, por las que acababan de pasar. Se veía brumosa a lo lejos, en un largo recodo de muros encalados bajo las delgadas agujas verdes de un bosquecillo de cipreses. Aguas abajo había plantaciones de árboles frutales y pacanas que formaban ordenadas hileras. Torció por el largo camino de entrada mientras el grupo de caza entraba por el portón, delante de él. En los sembrados había toros mestizos de largas orejas y lomo giboso de una especie nueva en la región y los peones se irguieron y lo miraron pasar. Él saludó con el brazo, pero ellos se inclinaron y siguieron trabajando con sus azadas cortas.

Al dejar la verja atrás no vio señales del grupo. Un mozo vino a ocuparse de su caballo y él se apeó y le entregó las riendas. El mozo lo evaluó por sus ropas y con un movimiento de cabeza señaló hacia la puerta de la cocina. Al cabo de unos minutos el chico se hallaba sentado a una mesa junto con los del grupo recién llegado, varias docenas en total, comiendo grandes tajadas de carne frita y frijoles y tortillas de harina recién sacadas del comal. Al otro lado extremo de la mesa estaba el carretero.

Pasó por encima del banco con su plato, se sentó y el carretero lo saludó con la cabeza, pero cuando le preguntó por la loba el hombre le dijo que era para la feria y guardó silencio.

Cuando hubo terminado de comer, el chico se levantó, llevó su plato al aparador y preguntó a la cocinera dónde estaba el patrón; ella se limitó a mirarlo y después hizo un amplio gesto con la mano abarcando los millares de hectáreas de tierra que se extendían al norte paralelos al río y que comprendían la hacienda. Él le dio las gracias, se tocó el sombrero, salió y cruzó el patio. Al fondo había cuadras, una bodega o granero y una larga hilera de casas de barro donde se alojaban los trabajadores.