Encontró a la loba en una casilla desocupada. Estaba de pie en un rincón y había dos chicos inclinados sobre la casilla silbándole e intentando escupirle. Recorrió la cuadra buscando su caballo, pero allí no había ningún caballo. Salió y regresó al recinto. De la parte alta del río, adonde habían ido a cazar con los perros, volvían ya el alguacil y su grupo. En el patio trasero de la casa el carretero había enganchado de nuevo su mulo a la carreta y había subido a la caja. El monótono chasquido de las riendas sonó en el recinto como un pistoletazo en la lejanía, y mulo y carreta echaron a andar. Pasaron por la verja en el momento en que el primero de los jinetes y el primero de los perros enfilaban el camino delante de ellos.
Semejante compañía no suele dar paso a mulos y carretas, y el carretero apartó rápidamente el vehículo metiéndose en la hierba del borde del camino para dejarlos pasar, al tiempo que se quitaba el sombrero, hacía una reverencia y buscaba con la mirada al alguacil entre los jinetes que se acercaban. Hizo chasquear las riendas de nuevo. El mulo echó a andar de mala gana y la carreta se ladeó, crujió y traqueteó en el mal terreno de la orilla del camino. Mientras pasaban perros y jinetes el perro que iba en cabeza alzó el hocico, percibió el olor de la carreta en el viento, lanzó un aullido grave, cambió de dirección y siguió al carro, que rodaba pesadamente por el borde del camino. El resto de la jauría se acercó, con los pelos del lomo erizados y sacudiendo los bozales. El carretero, alarmado, miró hacia atrás. Al hacerlo el mulo se encorvó, soltó una coz que hizo tambalear la carreta y echó a correr por los sembrados a galope tendido con los perros gritando detrás.
El alguacil y sus secuaces se irguieron sobre sus estribos y gritaron a los perros, riendo y dando alaridos. Varios de los jinetes más jóvenes espolearon a sus caballos y partieron tras el mulo desbocado, llamando a gritos al carretero y riendo a carcajadas. El carretero se agarró a las tablas y se inclinó sobre el costado para ahuyentar a sombrerazos a los perros que saltaban con la intención de subirse a la carreta. Aun cuando la carreta era alta, tres o cuatro perros empezaron, en efecto, a subirse y hurgar entre la paja ladrando y gimoteando y por último levantando una pata y orinando y dando tumbos y chocando contra los costados del vehículo y salpicando al carretero y salpicándose unos a otros y peleando e irguiéndose después con las patas delanteras apoyadas en las tablas superiores de la carreta y ladrando a los otros perros, que los perseguían por la calle.
Los jinetes los adelantaron entre risas y rodearon la carreta a galope tendido hasta que uno de ellos cogió su reata y arrojó un lazo sobre la cabeza del mulo, al que hizo parar en seco. Sus compañeros lanzaron vítores y después de ahuyentar a los perros a golpes de cabo guiaron la carreta de vuelta al camino. Los perros echaron a correr por los sembrados y las chicas y las jóvenes que allí estaban trabajando chillaron y se llevaron las manos a la cabeza mientras los hombres cogían sus azadas dispuestos a emprenderla a porrazos con aquellos animales. El alguacil llamó al carretero, sacó una moneda de plata del bolsillo y se la lanzó con gran precisión. El carretero cogió la moneda en el aire, se tocó con ella el ala del sombrero y se bajó de la carreta a fin de inspeccionar las tablas y las ruedas de madera toscamente chaveteada y las guarniciones y la vara recién reparada de la carreta. El alguacil miró al chico, que estaba de pie en el camino. Extrajo otra moneda del bolsillo y la arrojó en dirección a él.
Para el americano, dijo en voz alta.
Nadie la cogió. La moneda cayó en el polvo y allí se quedó. El alguacil siguió sin desmontar y le hizo una seña al chico.
Es para ti, dijo.
Los otros jinetes lo observaron. El chico se agachó y recogió la moneda y el alguacil asintió con la cabeza y sonrió pero nadie dio las gracias ni se tocó el ala del sombrero. El chico se acercó al alguacil sosteniendo en alto la moneda.
No puedo aceptarla, dijo.
El alguacil enarcó las cejas y asintió vigorosamente con la cabeza.
Sí, dijo. Sí.
El chico se paró a la altura del estribo del alguacil e hizo un ademán con la moneda que tenía en la mano. No, dijo.
¿No?, dijo el alguacil. ¿Y cómo no?
El chico dijo que quería su loba. Dijo que no podía venderla. Dijo que si había alguna multa él podía trabajar para pagarla o que si había que pagar un permiso o un peaje por entrar en el país trabajaría para pagarlo, pero que no podía separarse de la loba porque le habían encomendado que cuidase de ella.
El alguacil escuchó al chico hasta el final y después aceptó la moneda y se la lanzó al carretero pues no se puede aceptar una moneda que previamente se ha entregado; luego hizo girar a su caballo, llamó a sus hombres y con los perros delante partieron todos hacia la hacienda y se esfumaron por la verja.
El chico miró al carretero, que había vuelto a subir a su carreta y miraba al chico con las riendas en la mano. Dijo que el alguacil le había dado a él la moneda. Dijo que si el chico la hubiese querido habría tenido que cogerla cuando se la ofrecían. El chico dijo que no quería dinero de aquel hombre ni antes ni ahora. Dijo que si el carretero quería trabajar para un hombre como aquel que lo hiciera, pero que no esperase algo así de su parte. El carretero se limitó a asentir con la cabeza como dando a entender que no esperaba que el chico lo comprendiera pero que tal vez un día sí, con un poco de suerte. Nadie sabe para quién trabaja. Luego hizo chasquear las riendas contra el anca del mulo y arrancó.
Él regresó andando a la cuadra donde estaba encadenada la loba. Habían encargado a un viejo trabajador de la casa que la vigilara y cuidase, que nadie la estorbara. Estaba sentado de espaldas a la puerta fumando en la penumbra. A su lado, sobre la paja, tenía el sombrero. Cuando el chico le preguntó si podía ver a la loba el hombre dio una profunda calada a su cigarrillo, como si considerara la solicitud. Entonces dijo que nadie podía ver a la loba sin autorización del hacendado y que de todos modos no había luz para verla.
El chico permaneció en el vano de la puerta. El hombre no dijo más y al cabo de un rato el chico se volvió y salió. Cruzó el recinto hasta la casa y se paró a mirar desde las puertas del patio. Había hombres riendo y bebiendo, y junto a la pared del fondo vio una ternera dando vueltas en el asador. Bajo la humosa luz de los fogariles que ardían en el largo crepúsculo azul del desierto había mesas repletas de cosas saladas y dulces y frutas en cantidad suficiente para alimentar a más de un centenar de personas. Dio media vuelta y rodeó la casa para buscar a un mozo de cuadra y echar un vistazo a su caballo. En el patio empezaba a sonar música mariachi y en los portales desmontaban más recién llegados, que emergían de la mole en sombras de las montañas que bordeaban el camino hacia el este acompañados de perros y aumentando en número a medida que se acercaban a la verja, donde ardían antorchas dentro de unos tubos de hierro clavados en el suelo.
Los caballos de los invitados poco importantes como él estaban atados a lo largo de una baranda en la parte de atrás de los establos, y el chico encontró a Bird entre ellos. Estaba ensillado, con la brida y las riendas colgando de la perilla, y comía de una gamella doble revestida de hojalata y claveteada que ocupaba la pared de un extremo al otro. Bird levantó la cabeza cuando Billy le habló y miró hacia atrás sin dejar de masticar.