¿Es su caballo?, preguntó el mozo.
Sí, claro.
¿Está todo bien?
Sí. Bien. Gracias.
Los mozos pasaban entre la hilera de caballos quitándoles las sillas, cepillándolos y llenando la gamella. El chico les pidió que dejaran el suyo ensillado y ellos le dijeron que como quisiera. Volvió a mirar a su caballo. Te has adaptado muy bien, ¿verdad?, le dijo.
Fue andando hasta la cuadra, entró por la puerta del fondo y aguardó. En el zaguán estaba casi a oscuras y el mozo que se encargaba de la loba parecía dormido. Buscó una casilla vacía, se metió, arrimó el heno con el pie a una esquina, se tumbó con el sombrero sobre el pecho y cerró los ojos. Hasta él llegaban los gritos de los mariachis y los aullidos de los sabuesos encadenados en una dependencia cercana. Al cabo de un rato se durmió.
Se durmió y mientras dormía tuvo un sueño; soñó con su padre, y en el sueño su padre se había extraviado en el desierto. Veía sus ojos a la luz del día que se extinguía. Su padre estaba de pie mirando hacia poniente, donde el sol acababa de hundirse y el viento surgía de las tinieblas. Las pequeñas dunas de aquel páramo eran todo lo que el viento podía mover, y se movía sobre sí mismo, con un constante hervor migratorio. Como si en su extrema granulación el mundo buscase un freno a su eterno girar. Los ojos de su padre escrutaban la proximidad de la noche en la creciente rojez más allá de la orilla del mundo, y parecían contemplar con terrible ecuanimidad el frío, la oscuridad y el silencio que se echaban sobre él, y entonces las tinieblas lo engulleron todo y en medio del silencio oyó en alguna parte una solitaria campana que doblaba y callaba, y entonces despertó.
Una fila de hombres que portaban antorchas pasaba por la cuadra dejando atrás la casilla donde él había estado durmiendo y sus siluetas desproporcionadas se tambaleaban en las paredes del fondo. El chico se levantó, se puso el sombrero y salió. Habían arrastrado a la loba fuera de su casilla y reculaba en la humosa luz e intentaba ir pegada al suelo a fin de proteger la parte inferior de su cuerpo. Detrás de ella apareció alguien empuñando un rastro viejo con el que la pinchaba para que avanzase y a lo lejos, más allá de las casas, se oyó una vez más el clamoreo de los perros.
El chico siguió a los hombres por el solar en sombras. Cruzaron un portal de madera cuyas puertas colgaban de sendos pilares de piedra y los aullidos de los perros aumentaron y la loba se encogió aún más y forcejeó con la cadena. Varios de los hombres que venían detrás se tambaleaban borrachos y propinaron patadas a la loba mientras la llamaban cobarde. Pasaron por delante de la bodega de piedra, la luz de cuyos socarrenes incidía en las paredes y sacaba a la oscuridad del patio las sombras de las alfardas interiores. La iluminación de dentro parecía alabear las paredes y en el mandil de luz que se abría frente a la puerta las sombras de las figuras del interior remolineaban y se inclinaban. La comitiva entró arrastrando la loba hacia el barro endurecido. Les abrieron paso con profusión de vítores y aclamaciones. Ellos entregaron sus antorchas a unos mozos que las apagaron en el polvo del suelo y cuando todos los hombres hubieron entrado empujaron la pesada puerta de madera y echaron la tranca.
El chico bordeó la muchedumbre. Los congregados formaban un grupo extrañamente uniforme, y entre los comerciantes de los pueblos próximos y los hacendados de las cercanías y los hidalgos de poca monta de los alrededores venidos incluso de Agua Prieta y Casas Grandes con sus trajes muy ceñidos había tenderos y cazadores y gerentes y mayordomos de las haciendas y los ejidos y capataces y vaqueros y unos pocos peones con suerte. No se veía ninguna mujer. A lo largo de la pared del fondo había un graderío de tablas sostenido por andamiajes de postes, y en medio de la bodega una estaca circular de unos seis metros de diámetro delimitada por un palenque bajo de madera. Las tablas del palenque estaban ennegrecidas por la sangre seca de diez mil gallos de pelea que habían muerto allí, y en mitad del reñidero se alzaba un tubo de hierro recientemente hundido en el suelo.
El chico se abrió paso a empujones desde la parte de atrás en el momento en que arrastraban a la loba por encima de las tablas y la metían en el reñidero. Los de las gradas se levantaron para ver. El hombre que estaba en la estacada encadenó a la loba al tubo y luego la llevó hasta el extremo de la cuerda y la tumbó en el suelo con las patas abiertas para quitarle el bozal casero. Después se apartaron y descorrieron el nudo de la cuerda con que la habían estirado en el suelo. La loba se incorporó y miró en torno a ella. Se la veía pequeña y zarrapastrosa y tenía el lomo arqueado como si fuera un gato. Se le había soltado el vendaje de la pata y se movía de un extremo a otro de la cadena; sus blancos dientes brillaban bajo la luz de los reflectores metálicos del techo.
Los cuidadores ya habían traído la primera pareja de perros, que saltaban, ladraban y tiraban de sus traíllas. Los espectadores llamaron a voces a los dueños de los dos perros que iban delante e hicieron sus apuestas. Eran perros jóvenes e indecisos. Los cuidadores los empujaron por encima del palenque y una vez en el reñidero los perros empezaron a dar vueltas en torno a la loba sin dejar de ladrarle y mirarse entre sí. Los cuidadores los azuzaron a silbidos y los perros siguieron dando vueltas con cautela. La loba se acurrucó y enseñó los dientes. La muchedumbre se puso a gritar y silbar, y poco después un hombre que estaba al otro extremo del reñidero hizo sonar un silbato. Los cuidadores avanzaron, cogieron los extremos de las cadenas, tiraron de los perros, los izaron de nuevo por encima del palenque y se los llevaron mientras los perros volvían a erguirse sobre sus collares y a ladrarle a la loba.
La loba empezó a dar vueltas en círculo cojeando sobre tres patas y luego se agazapó junto al tubo de hierro, donde parecía haber encontrado su querencia. Sus ojos almendrados recorrieron el círculo de caras más allá de la estacada y por un instante levantó la vista hacia las luces. Se acurrucó otra vez y luego se levantó, giró sobre sí misma y se acurrucó de nuevo. Luego se levantó. Una nueva pareja de perros estaba trepando por el palenque.
Cuando los cuidadores soltaron a sus perros estos saltaron hacia delante con los pelos del lomo erizados y corriendo hacia la loba, con la que se enzarzaron en una confusión de gruñidos, dentelladas y sonido de cadenas. La loba peleaba en silencio. Se arrastraron por el suelo y entonces se oyó un aullido agudo y uno de los perros empezó a dar vueltas en círculo con una pata delantera levantada. La loba mordió al otro perro en la mandíbula inferior, lo arrojó al suelo, se puso encima de él, aflojó su presa un instante y a continuación hincó los dientes en su garganta, allí donde el musculoso pescuezo corría bajo los pliegues flojos de piel.
El chico había conseguido situarse en las gradas. De pie junto a uno de los pilares de piedra, se quitó el sombrero para que los de atrás pudiesen ver, pero entonces reparó en que nadie se había quitado el suyo de modo que volvió a ponérselo. Si la hubiera dejado, la loba habría matado al perro, pero el árbitro hizo sonar su silbato y uno de los cuidadores se acercó con una vara de más de un metro y medio de largo y golpeó con ella a la loba en las orejas. La loba abandonó su presa, dio un salto hacia atrás y giró en redondo. Los cuidadores cogieron a sus perros por las cadenas y se los llevaron. Un hombre se adelantó, pasó por encima del palenque y empezó a recorrer el perímetro del reñidero arrojando agua de un balde cual ensimismado horticultor corto de entendederas, apagando metódicamente el polvo del suelo mientras la loba seguía tumbada, jadeando. Bordeando la multitud, el chico se dirigió hacia la puerta trasera, por la que habían desaparecido los perros, y salió al frío de la noche. Un cuidador se disponía a entrar con dos nuevos perros.