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Unos muchachos que fumaban junto a la pared posterior de la bodega se volvieron y lo miraron a la luz de la puerta que se abría. Del cobertizo que se alzaba más allá llegaban los continuos aullidos de los perros.

¿Cuántos perros tienen?, les preguntó.

El que estaba más cerca lo miró. Dijo que tenían cuatro. ¿Y usted?, preguntó después.

Él explicó que se refería a cuántos había en total, pero ellos se encogieron de hombros.

¿Quién sabe?, dijeron. Suficientes.

El chico pasó por su lado y se dirigió al cobertizo. Era una construcción alargada con techumbre de cinc. Bajó un farol de su pértiga, levantó el travesaño de la aldaba, empujó la puerta y entró con el farol en alto. A lo largo de la pared los perros saltaban, ladraban y tiraban de sus cadenas. Había más de treinta, en su mayor parte redbones y blueticks criados en el país del norte, pero también animales inclasificables de razas extranjeras y otros que no eran sino pitbulls criados para pelear. Al fondo, encadenados aparte de los demás, había dos enormes airedales; cuando la luz del farol encendió los ojos de aquellos animales, el chico vio una cosa que ni siquiera los perros del reñidero poseían con tan absoluta pureza, y retrocedió desconfiando de las cadenas que los sujetaban. Salió, cerró la puerta, puso el travesaño en el pasador de la aldaba y volvió a colgar el farol en su pértiga. Saludó con un movimiento de cabeza a los muchachos alineados junto a la pared, pasó de largo y entró otra vez en la bodega.

En su ausencia la muchedumbre parecía haber aumentado. En el extremo opuesto de la arena estaban los integrantes de una orquesta de mariachis, enfundados en sus blancos y mal entallados trajes. Divisó a la loba entre el gentío. Estaba sentada sobre las ancas con la boca entreabierta y se lanzaba alternativamente contra los dos perros que giraban alrededor de ella. Uno de los perros había sido mordido en la oreja y al sacudir la cabeza salpicaba de sangre a los cuidadores. El chico se abrió paso entre la muchedumbre y cuando llegó al palenque pasó por encima y se metió en el reñidero.

Al principio lo tomaron por un cuidador más, pero no fue a los perros sino a los cuidadores a quienes se aproximó. Estaban en la parte más apartada del reñidero, agazapados y haciendo fintas en las posturas de ataque y defensa que pretendían que sus perros adoptasen, contorsionándose y gesticulando con las manos en una representación grotesca del combate que se desarrollaba delante de ellos. Cuando el que estaba más cerca vio al chico se puso de pie y dirigió una mirada al árbitro. El árbitro se llevó el silbato a la boca, como si no supiera qué hacer respecto a lo que estaba viendo. El chico pasó junto a los cuidadores y penetró en el perímetro de la circunferencia de tres metros y medio de terreno batido delimitada por la cadena a que estaba atada la loba. Alguien gritó en señal de advertencia y el árbitro hizo sonar su silbato y se hizo el silencio en la bodega. La loba se irguió, jadeante. El chico pasó junto a ella, agarró al primero de los perros por la piel del espinazo, lo levantó por los cuartos traseros, se agachó, cogió su cadena y luego retrocedió con el perro y le entregó la cadena al cuidador. El hombre cogió la cadena y se arrimó el perro a la pierna. ¿Qué pasó?, dijo.

Pero el chico había echado a andar hacia el segundo perro. Algunos espectadores habían empezado a dar voces y un murmullo amenazador recorrió el recinto. Los cuidadores miraron al árbitro. El árbitro volvió a hacer sonar su silbato y señaló al intruso. Este estiró al segundo perro por su cadena y lo llevó sobre sus patas traseras hasta el otro cuidador y luego giró sobre sus talones y volvió por la loba.

Estaba espatarrada con los flancos hinchándose y deshinchándose y los negros labios replegados, dejando al descubierto los dientes perfectos. El chico se agachó y le habló. No tenía modo de saber si lo mordería o no. Un grupo de hombres había pasado sobre el palenque y avanzaban hacia el chico, pero cuando llegaron al perímetro del reñidero propiamente dicho se detuvieron como si hubieran topado contra una pared. Nadie le dijo nada. Todos parecían estar a la expectativa. Él se levantó, se acercó al tubo de hierro hundido en el suelo, dio una vuelta de cadena alrededor del antebrazo y se acuclilló, cogió la cadena por la argolla y tiró de ella, sin éxito. Nadie se movió, nadie dijo nada. Hizo un nuevo intento. Su frente perlada de sudor brillaba bajo la luz de los reflectores. Intentó por tercera vez arrancar el tubo, pero no lo consiguió. Entonces se levantó, se volvió para coger a la loba por el collar, desabrochó el corchete, atrajo hacia sí la ensangrentada y babeante cabeza y se quedó quieto.

A los hombres que habían entrado en el reñidero no les pasó por alto que la loba estaba suelta. Se miraron mutuamente. Algunos empezaron a retroceder. La loba seguía pegada a la pierna del güero, resollando y mostrando los dientes.

Es mía, dijo el chico.

La gente que ocupaba las gradas empezó a dar voces, pero los que estaban cerca de la loba no parecían seguros acerca de qué actitud tomar. Finalmente ya no fue el alguacil ni el hacendado quien tomó la iniciativa, sino el hijo de este último. La gente abrió paso al joven, cuya chaqueta con galones olía al perfume de las mujeres con que había estado bailando hasta hacía poco. El joven entró en el reñidero, avanzó y se detuvo con las piernas separadas y los pulgares colgando del fajín azul que le ceñía la cintura. Si tenía miedo a la loba no dio muestras de ello.

¿Qué quieres, joven?, preguntó.

El chico repitió lo que les había dicho a los jinetes con que se había topado en las montañas al norte del Cajón Bonita. Dijo que la loba estaba bajo su custodia y que le habían encomendado su cuidado, pero el joven sonrió con pesar, sacudió la cabeza y dijo que la loba había caído en una trampa en los Pilares Teras, cuyos montes son inhumanos e inhóspitos, y que los ayudantes de don Beto lo habían visto cruzar el río a la altura de Colonia Oaxaca y que había intentado llevarse a la loba a su país para vender el animal y conseguir algún dinero.

Habló con voz clara y aguda, como quien declama ante un auditorio, y cuando terminó puso una mano sobre la otra, como si no hubiera más que añadir.

El chico seguía sujetando a la loba. Notaba los movimientos de su respiración y el ligero temblor de su cuerpo contra el de él. Miró al joven caballero y luego el círculo de caras iluminadas. Dijo que venía del condado de Hidalgo en el estado de Nuevo México y que era de allí de donde traía a la loba. Dijo que la había capturado en un cepo y que juntos habían andado durante seis días desde su país y que en modo alguno venían de los Pilares, sino que en realidad intentaban cruzar el río y adentrarse en esas mismas montañas cuando la rapidez de la corriente los obligó a volver sobre sus pasos.

El hijo del hacendado separó las manos y las cruzó a su espalda. Giró sobre sus talones, caminó unos pasos en actitud reflexiva y por fin se volvió y alzó la vista.