De acuerdo. Deme el tazón.
Ya lo cogerás cuando volváis.
Al llegar a la cañada Billy se volvió para mirar a Boyd y la luz de la lumbre entre los árboles. En el llano la luna brillaba tanto que hasta era posible contar las reses.
No vamos a llevarle café, ¿verdad?, dijo Boyd.
No.
¿Qué vamos a hacer con el tazón?
Nada.
¿Y si mamá pregunta por él?
Pues le dices la verdad. Que se lo hemos dado a un indio. Que un indio ha venido a casa y que se lo he dado.
De acuerdo.
Puedo ganarme una bronca por ir contigo.
Y yo más.
Dile a mamá que he sido yo.
Eso pensaba hacer.
Cruzaron el campo raso en dirección al cercado y las luces de la casa.
De entrada no tendríamos que haber ido, dijo Boyd.
Billy guardó silencio.
¿Verdad?
No.
¿Por qué lo hemos hecho?
No lo sé.
No había clareado aún cuando su padre entró en la habitación de los hermanos.
Billy, dijo.
El chico se incorporó en la cama y miró a su padre enmarcado por la luz que venía de la cocina.
¿Qué hace el perro atado en el ahumadero?
Me he olvidado de sacarlo.
¿Te has olvidado de sacarlo?
Sí, señor.
¿Y qué hacía allí dentro si puede saberse?
Bajó de la cama al frío suelo y cogió la ropa. Iré a soltarlo, dijo.
Su padre permaneció un momento en el vano de la puerta y luego cruzó la cocina en dirección al vestíbulo. La luz que entraba por la puerta abierta le permitió a Billy ver a Boyd aovillado y dormido en la otra cama. Se puso el pantalón, cogió las botas del suelo y salió.
Era ya de día cuando terminó de dar de comer y beber al caballo. Ensilló a Bird, montó y salió de la cuadra en dirección al río para ir a buscar al indio o ver si aún seguía allí. El perro iba pegado a los talones del caballo. Cruzaron el prado y cabalgaron río abajo hasta más allá de los árboles. Detuvo el caballo pero no desmontó. El perro se puso a su lado y comenzó a olisquear el aire con rápidos movimientos ascendentes del morro, clasificando y ensamblando imágenes de los acontecimientos de la noche anterior. El chico volvió a poner el caballo al paso.
Cuando llegó al campamento del indio el fuego estaba frío y negro. El caballo alteró el paso y avanzó nerviosamente y el perro rodeó las cenizas con el hocico en tierra y los pelos del lomo erizados.
Cuando regresó a casa su madre lo esperaba con el desayuno a punto, y él colgó su sombrero y acercó una silla y empezó a servirse huevos en el plato. Boyd ya estaba comiendo.
¿Dónde está papá?, preguntó.
Todavía no has bendecido la mesa, dijo su madre.
Sí, señora.
Bajó la cabeza y dijo las palabras para sus adentros y luego cogió un bollo.
¿Dónde está papá?
Está en la cama. Ya ha comido.
¿A qué hora llegó?
Hará un par de horas. Ha cabalgado toda la noche.
¿Y eso?
Será que quería volver a casa.
¿Cuánto rato va a dormir?
Supongo que hasta que despierte. Preguntas más que Boyd.
Lo primero no lo he preguntado, dijo Boyd.
Después de desayunar fueron al establo. ¿Adónde crees que habrá ido?, dijo Boyd.
Por ahí.
¿De dónde dirías que venía?
No lo sé. Las botas que llevaba eran mexicanas. O lo que quedaba de ellas. No es más que un vagabundo.
Tú no sabes de qué es capaz un indio, dijo Boyd.
Qué sabrás tú de los indios, dijo Billy.
Y tú qué.
Tú no sabes de qué es capaz nadie.
Boyd cogió un viejo destornillador de un cubo de herramientas y pinceles que colgaba del pilar del establo, alcanzó un ronzal de la baranda, abrió la puerta de la casilla donde guardaba su caballo. Entró, le colocó el ronzal y condujo el caballo fuera. Dio una vuelta a la cuerda en torno a la baranda, pasó la mano por debajo de la pata del animal para que le ofreciera el casco, y le limpió la ranilla, le examinó el casco y luego le bajó la pata.
Déjame echar un vistazo, dijo Billy.
No le pasa nada.
Entonces déjame mirar.
Como quieras.
Billy le levantó la pata al caballo, se acomodó el casco entre las rodillas y lo examinó. Creo que está bien, dijo.
Ya te lo he dicho.
Haz que camine un poco.
Boyd desenganchó la cuerda, llevó el caballo al fondo del establo y volvió.
¿Vas a ir por tu silla?, dijo Billy.
Supongo que sí, si no te importa.
Fue por la silla de montar, echó la manta sobre el lomo del caballo, le puso la silla tras subirla no sin esfuerzo, apretó el látigo, ajustó la cincha posterior y se quedó esperando.
Has dejado que se acostumbre a eso, dijo Billy. ¿Por qué no lo picas para que saque el aire?
Si él no me deja sin respiración, pues yo a él tampoco, dijo Boyd.
Billy escupió sobre el lecho de paja menuda y seca del establo. Esperaron. El caballo espiró. Boyd tiró de la correa y abrochó la hebilla.
Cabalgaron toda la mañana por los prados de Ibáñez mirando detenidamente las vacas. Las vacas mantenían la distancia y los miraban; eran piernilargas y las había mexicanas y también longhorn, de todos los colores. A la hora de cenar volvieron a casa arrastrando de una cuerda una vaquilla añal. La metieron en el corral que había más arriba del establo para que la viera su padre, entraron y se lavaron. Su padre ya estaba sentado a la mesa. Hola chicos, dijo.
A sentarse todos, dijo su madre. Dejó sobre la mesa una bandeja de filetes fritos. Y un cuenco de habichuelas. Una vez bendecida la mesa le dio la bandeja al padre, que pinchó un filete y se la pasó a Billy.
Papá dice que hay un lobo en la sierra, dijo ella.
Billy se quedó con la bandeja en una mano y el cuchillo en alto.
¿Un lobo?, dijo Boyd.
Su padre asintió. Una loba. Derribó un becerro bastante grande allá arriba, en el barranco Foster.
¿Cuándo?, preguntó Billy.
Hará cosa de una semana, quizá más. El pequeño de los Oliver le siguió las huellas por la montaña. La loba venía de México. Cruzó por el paso de San Luis y siguió la ladera oeste de las Ánimas hasta alcanzar más o menos la cabecera del barranco Taylor; después bajó cruzando el valle y subió a los Peloncillos. Todo el camino por la nieve. Había cinco centímetros de nieve en el sitio donde mató a ese becerro.
¿Cómo sabes que era una hembra?, preguntó Boyd.
¿Cómo crees que lo sabe?, dijo Billy.
Se podía ver dónde había hecho sus cosas, respondió su padre.
Ah, dijo Boyd.
¿Qué piensas hacer?, dijo Billy.
Bueno, supongo que lo mejor será atraparla. ¿No crees?
Sí, señor.
Si el viejo Echols estuviera aquí, la atraparía, dijo Boyd.
El señor Echols.
Si el señor Echols estuviera aquí la atraparía.
Sin duda. Pero no está.
Después de cenar los tres recorrieron a caballo los catorce kilómetros hasta el SK Bar, y al llegar llamaron a voces. La nieta del señor Sanders salió a la puerta, fue a buscar al viejo y se sentaron todos en el porche mientras el padre de los chicos le contaba al señor Sanders lo de la loba. El señor Sanders tenía los codos apoyados en las rodillas, miraba fijamente entre las botas las tablas del suelo del porche, asentía y de vez en cuando daba un golpecito a la ceniza del cigarrillo con el meñique. Cuando el padre hubo terminado, el señor Sanders alzó la vista. Tenía unos ojos muy azules y bonitos, medio escondidos en las correosas costuras de la cara. En ellos parecía haber algo que la dureza de la región no había podido alterar.
Las cosas y las trampas de Echols siguen en la cabaña, dijo. No creo que le importe que utilices lo que te haga falta.
De un capirotazo arrojó la colilla al patio, luego sonrió a los muchachos y apoyó las manos en las rodillas para levantarse.
Voy por las llaves, dijo.
Cuando abrieron la cabaña estaba oscura y muy húmeda y se percibía un olor semejante al de la cera, que recordaba el de la carne fresca. Su padre permaneció un instante en el umbral y luego entró. En la habitación principal había un sofá viejo, una cama, un escritorio. Cruzaron la cocina y siguieron hasta el zaguán que había en la parte de atrás. A la luz polvorienta que se colaba por el solitario ventanillo, vieron, sobre unos anaqueles de pino burdamente aserrados, varios tarros de conservas y frascos con tapones de vidrio esmerilado y viejos tarros de boticario, todos con sus antiguas etiquetas octagonales bordeadas de rojo; en ellos Echols había escrito pulcramente fechas y contenidos. Los tarros estaban llenos de líquidos oscuros. Vísceras secas. Hígado, hiel, riñones. Las tripas de la bestia que sueña con el hombre y así ha venido haciéndolo desde hace más de cien mil años. Sueños donde aparece ese maligno dios menor que, pálido, desnudo y extraño, ha venido a masacrar a todo su clan y toda su tribu y a echarlos de casa. Un dios insaciable a quien no puede aplacar concesión alguna ni cantidad de sangre por desmedida que sea. Los tarros estaban unidos por telillas de polvo y al pasar entre ellos la luz convertía la pequeña estancia, con sus vidrios alquímicos, en una extraña basílica consagrada a una práctica tan próxima a extinguirse entre los oficios del hombre como la bestia a que debía su existencia. Su padre bajó uno de los tarros y después de examinarlo lo dejó de nuevo justo sobre su huella circular de polvo. En un estante inferior había una caja de munición con las esquinas perfectamente encajadas, y en la caja una docena aproximada de pequeños frascos o viales sin etiquetar. En la tapa de la caja estaban escritas, con lápiz rojo, las palabras N.o 7 Matrix. Su padre puso uno de los viales a la luz, lo agitó, le quitó el corcho y se pasó el frasco por debajo de la nariz.