¿Para qué trajo la loba aquí? ¿De qué sirvió?
El chico sujetaba a la loba. Todos esperaban su respuesta, pero él no tenía respuesta que dar. Paseó la mirada en derredor, escrutando los ojos que lo observaban. El árbitro seguía con su reloj de bolsillo en la mano. Los cuidadores seguían sujetando a sus perros por el collar. El encargado de regar el reñidero esperaba. El joven hacendado se volvió para mirar el tendido. Sonrió y encaró de nuevo al chico.
Usted piensa que puede venir a este país y hacer lo que le da la gana.
Nunca he pensado eso. Nunca había pensado nada en relación con este país o cualquier otro.
Sí, dijo el hijo del hacendado.
Solo estábamos de paso, dijo el chico. No molestábamos a nadie. Queríamos pasar, no más.
¿Pasar o traspasar?
El chico volvió la cabeza y escupió al suelo. Notaba la presión de la loba contra su pierna. Dijo que las huellas de la loba venían de México. Dijo que los lobos no saben de fronteras. El joven caballero asintió como si estuviera de acuerdo, pero lo que dijo fue que lo que supiera o dejara de saber la loba carecía de importancia, y que si la loba había traspasado esa frontera peor para ella, pero que el límite en sí no tenía ninguna importancia.
Los espectadores asintieron manifestando su conformidad y murmuraron entre ellos. Miraron al chico para ver qué respondía. El chico solo dijo que si dejaban que se marchase se volvería con la loba a América y pagaría la multa que tuviese que pagar, pero el joven hacendado sacudió la cabeza. Dijo que ya era tarde para eso y que de todas formas el alguacil se había hecho cargo de la custodia de la loba y que quedaba confiscada en concepto de portazgo. Cuando el chico dijo que al entrar en el país no sabía que tuviera que pagar por ello, el hacendado replicó que entonces su situación era prácticamente la misma que la del animal.
Esperaron. El chico dirigió la mirada hacia las vigas del techo hacia donde se elevaban el polvo y el humo y donde lentas volutas surcaban lentamente la luz de los reflectores. Examinó los rostros que lo observaban en busca de alguien que pudiera ponerse de su lado, pero no vio nada. Alargó la mano, desabrochó la hebilla del collar que la loba llevaba al cuello y arrojó el collar a un lado. Los que estaban más cerca intentaron retroceder. El joven caballero sacó de su pretina un pequeño revólver.
Agárrala, dijo.
El chico se quedó quieto. Varios espectadores habían sacado sus armas. Parecía un hombre subido a un cadalso buscando entre la multitud alguna semejanza con su propio corazón. No encontró ninguna, aun cuando sabía que todos se encontrarían en su misma posición tarde o temprano. Miró al joven hacendado. El chico sabía que abriría fuego contra la loba. Alargó el brazo, volvió a colocar el collar alrededor del ensangrentado cuello del animal y volvió a abrochar la hebilla.
Ponga la cadena, dijo el hacendado.
Lo hizo; se agachó, recogió la cadena y pasó el extremo de la presilla por la argolla del collar. Luego tiró la cadena al suelo y se apartó de la loba. Las pequeñas pistolas desaparecieron tan silenciosamente como habían aparecido.
La gente se apartó y lo miró al pasar. Fuera hacía más frío que al caer la noche y el aire olía al humo de las lumbres de las viviendas. Cuando salió, alguien cerró la puerta detrás de él. El cuadrado de luz en que se hallaba se hizo cada vez más pequeño, hasta que desapareció por completo. La tranca cayó por dentro con un sonido seco. Regresó andando a oscuras hasta el establo donde estaban guardados los caballos. Un mozo joven se puso de pie y lo saludó. Él hizo un gesto con la cabeza y fue por Bird. Le quitó el ronzal, que dejó colgado de la baranda, y lo embridó. Desenrolló la manta de detrás de la silla y se la echó por los hombros. Luego montó, pasó por delante de los otros caballos, saludó con un movimiento de cabeza al mozo, se llevó una mano al sombrero y cabalgó lentamente hacia la casa.
La puerta del patio estaba cerrada. Se apeó, la abrió y luego volvió a montar. Se inclinó en la silla para evitar el arco de la entrada y los estribos repicaron contra las jambas de hierro. El patio estaba pavimentado con baldosas de arcilla y el sonido de los cascos del caballo al pisarlas hizo que las criadas descuidaran momentáneamente sus quehaceres. Se quedaron de pie con sus manteles y bandejas y cestos de mimbre en las manos. Las lámparas de aceite seguían ardiendo en sus pértigas a lo largo de la pared, y las sombras en staccato de murciélagos en plena cacería cruzaban las baldosas y desaparecían para reaparecer una y otra vez. Cruzó el patio, saludó con un movimiento de cabeza a las mujeres, se inclinó desde la silla para coger una empanada de una fuente y se detuvo a comerla. El caballo paseó su largo hocico por encima de la mesa, pero él lo apartó. La empanada estaba rellena de carne con especias, y cuando la hubo terminado se inclinó y cogió otra. Las mujeres siguieron con su trabajo. Él terminó la empanada y luego cogió una pasta dulce de una bandeja y dio cuenta de ella mientras echaba a andar paralelo a las mesas. Las mujeres se apartaron a su paso. Las saludó de nuevo y les dio las buenas noches. Cogió otra pasta y recorrió el perímetro del patio mientras la comía y el caballo iba esquivando murciélagos; luego volvió a pasar por la puerta del patio y enfiló el camino de entrada. Al rato, una de las mujeres cruzó el patio y fue a cerrar la puerta.
Al salir de la hacienda torció hacia el sur en dirección al pueblo. Los aullidos de los perros fueron menguando a medida que se alejaba al paso. Al este, una media luna que parecía un ojo entrecerrado por la ira colgaba sobre las montañas.
Cuando llegó a las luces exteriores de la colonia sofrenó el caballo en el camino. Luego tiró de las riendas y dio media vuelta.
Cuando se detuvo ante la puerta de la bodega sacó un pie del estribo y golpeó la puerta con el tacón de la bota. La puerta retumbó contra la tranca interior. Se oían los gritos de los hombres en la bodega y el gruñido de los perros en el cobertizo. No acudió nadie. Rodeó el edificio hasta la parte de atrás y se metió sin desmontar por un angosto pasadizo entre la bodega y el cobertizo. Los hombres que estaban en cuclillas junto a la pared se pusieron de pie. Los saludó, se apeó, sacó el rifle del portacarabinas, ató las riendas entre sí y las echó por encima del poste que había en una esquina del cobertizo, y luego pasó junto a los hombres y empujó la puerta para entrar.
Nadie le hizo el menor caso. Se abrió camino entre la muchedumbre y al llegar al palenque vio que la loba estaba sola en el reñidero y que su aspecto era penoso. Se había acurrucado otra vez junto al tubo de hierro, pero tenía la cabeza apoyada en el suelo y la lengua le colgaba y su pelo estaba enmarañado y lleno de tierra y sangre y los ojos amarillos no miraban nada. Durante casi dos horas había estado peleando prácticamente contra todos los perros que habían llevado a la feria. En el lado opuesto de la estacada dos cuidadores sujetaban a los airedales mientras discutían con el árbitro y el joven hacendado. Nadie se acercaba a los airedales, que se erguían tirando de las traíllas y daban húmedas dentelladas y hacían sudar a los cuidadores. El polvo que flotaba brillaba como la sílice. El encargado de regar el reñidero aguardaba de pie junto a su balde de agua.