El chico pasó por encima del palenque, se acercó a la loba, puso un cartucho en la recámara del rifle, se detuvo a unos tres metros de ella, se echó la culata al hombro, apuntó a la ensangrentada cabeza y disparó.
El eco de la detonación en aquel espacio cerrado sumió en un silencio vibrante todo lo demás. Los airedales se agacharon, gimotearon y se escudaron tras sus cuidadores. Nadie se movía. El humo azulado del disparo flotaba en el aire. La loba yacía en el suelo. Muerta.
El chico bajó el rifle, sacó el casquillo usado, que saltó por los aires, lo cogió al vuelo, se lo guardó en el bolsillo, volvió a cerrar la recámara de un golpe seco y se quedó con el pulgar sobre el percutor. Miró a la multitud que lo rodeaba. Nadie hablaba. Algunos miraban hacia atrás, pero no fue el joven hacendado quien avanzó hasta la estacada sino el ayudante del alguacil, que había estado arreando al carretero con su propia chaqueta en la calle de la colonia, aguas arriba. Pasó por encima del palenque, entró en el reñidero y le exigió al chico que le entregara el rifle. El chico permaneció inmóvil. El ayudante desabrochó la solapa de su pistolera y sacó un 45 ya amartillado.
Deme la carabina, dijo.
El chico miró a la loba. Luego miró a la gente. Estaba al borde del llanto pero no levantó el dedo del percutor del rifle ni hizo ademán de entregar el arma. El ayudante del alguacil levantó la pistola y le apuntó al pecho. Los espectadores que estaban al fondo de la estacada se agacharon o se arrodillaron, y varios de ellos se tendieron boca abajo en el suelo con las manos sobre la cabeza. En medio del silencio el único sonido era el gimoteo grave de uno de los perros. Entonces alguien habló desde las gradas. Ya basta, dijo. No lo moleste.
Era el alguacil. Todos se volvieron a mirarlo. Estaba de pie en las filas superiores del burdo graderío de tablas flanqueado por hombres que lucían sombreros de los más caros; algunos fumaban puros, como estaba haciendo el alguacil. Hizo un gesto con la mano. Dijo que aquello se había acabado. Aconsejó al chico que depusiera el arma, que si lo hacía no le pasaría nada. El ayudante bajó la pistola, el público de las galerías se levantó y se sacudió el polvo. El chico apoyó el cañón del rifle sobre su hombro y bajó el percutor con el pulgar. Se volvió a mirar al alguacil. El alguacil hizo un gesto de barrido con el dorso de la mano. El chico ignoraba si iba dirigido a él mismo o a la gente en general, pero los espectadores empezaron a hablar entre ellos otra vez; alguien abrió la puerta de la bodega a la serena noche mexicana.
El hombre al que le habían prometido el pellejo había entrado en el reñidero. Rodeó a la loba muerta en el suelo y se detuvo frente a ella con el cuchillo en la mano. El chico le preguntó qué valor tenía el cuero y él se encogió de hombros. Miró atentamente al chico.
¿Cuánto quiere por él?, preguntó el chico.
¿Por el cuero?
Por la loba.
El solicitante miró a la loba y luego miró al chico. Dijo que aquel cuero valía cincuenta pesos.
¿Acepta la carabina?, dijo el chico.
El solicitante enarcó las cejas pero, enseguida, recobró la compostura. ¿Es un winche?, dijo.
Claro. Del cuarenta y cuatro.
Se deslizó el rifle del hombro y se lo lanzó al otro de través. El solicitante abrió de una sacudida la palanca de acción y volvió a cerrarla. Se agachó para recoger del suelo el cartucho expulsado y se lo limpió en una manga y volvió a meterlo en la recámara. Levantó luego el rifle y apuntó a las luces del techo. Valía una docena de pellejos de lobo mutilado pero aun así lo sopesó en sus manos y miró al chico antes de dar su respuesta. Bueno, dijo. Se puso el arma al hombro y extendió la mano. El chico la miró, la cogió tímidamente y ambos sellaron el trato mediante un apretón de manos en medio del reñidero mientras la gente desfilaba hacia la salida. Al pasar lo estudiaron con sus ojos oscuros, pero si se sentían decepcionados porque el entretenimiento había tocado a su fin, no dieron muestras de ello, pues no en vano todos eran invitados del hacendado y del alguacil y tal como mandaban las costumbres del país se mostraban muy reservados. El solicitante del pellejo le preguntó al chico si tenía más cartuchos para el rifle, pero él se limitó a negar con la cabeza y puso la rodilla en tierra y cogió en brazos el cuerpo inerte de la loba, que pese a estar flaca pesaba todo lo que él era capaz de llevar en brazos. A continuación cruzó el reñidero, pasó por encima del palenque y siguió hacia la puerta trasera, con la cabeza de la loba colgando y la sangre goteando lentamente sobre las huellas que dejaba.
Salió a caballo de la sombra del edificio con la loba puesta de través sobre el arzón de la montura envuelta en los restos de las sábanas que le había dado la esposa del ranchero. El patio estaba lleno de gente que partía a caballo y de los gritos que se dirigían los unos a los otros. Varios perros se arracimaron ladrando en torno a las patas de Bird, que piafó, respingó y les tiró coces, y él salió de la bodega y prosiguió hacia la verja y cruzó los sembrados en dirección al río, ladeándose en la silla y apartando a sombrerazos a los últimos perros. Hacia el sur vio que sobre el pueblo se elevaban cohetes que describían amplios arcos chisporroteantes y estallaban en la oscuridad para caer luego como si se tratase de lento y caliente confeti. El estruendo de las explosiones le llegaba bastante después del resplandor de luz, y cada llamarada traía los espectros tiznados de las anteriores. Llegó al río, torció aguas abajo, cruzó los pequeños rápidos y siguió por los guijarrales. Una bandada de patos lo adelantó en la noche río abajo. Oyó el batir de sus alas y los vio alzar el vuelo y alejarse cual bengalas en el cielo en dirección a la oscura región de poniente. Dejó atrás el pueblo y las pequeñas luces de la feria y las formas iluminadas que aparecían borrosas en las masas espirales de agua negra a lo largo de la ribera. Al otro lado de las salicarias humeaba aún una rueda catalina apagada. Estudió las montañas, la disposición de las cuestas. El viento que venía del agua olía a metal mojado. Notaba en los muslos la sangre de la loba, que había empapado la sábana y su pantalón, y se tocó la pierna y probó la sangre, que sabía igual que la de él. Los fuegos artificiales se iban extinguiendo. La media luna pendía sobre la capa negra de los montes.
Al llegar a la confluencia de los ríos cruzó la amplia ribera de grava, se detuvo en el vado y él y el caballo miraron hacia el norte, donde la corriente surgía de las tinieblas de la región y corría clara y fría. Estuvo a punto de alargar la mano para sacar el rifle de su funda y evitar así que no se mojara, y luego continuó adelante por los alfaques.
Notó que los cantos rodados amortiguaban el sonido de los cascos en el lecho del río y oyó que el agua succionaba las patas del caballo. El agua llegaba a la altura del vientre del animal, y cuando se filtró en sus botas notó que estaba fría. Un último cohete se elevó sobre el pueblo, iluminándolos en mitad del río y revelando la región que los rodeaba, los árboles de la orilla extrañamente en sombras, las rocas pálidas. Un solitario perro que había percibido el olor de la loba y los había seguido desde el pueblo se quedó paralizado sobre tres patas en la claridad de la falsa luz, para desvanecerse a continuación en las tinieblas de las que todo había surgido.
Después de cruzar el vado y salir del río chorreando agua el chico miró hacia atrás, en dirección al pueblo en penumbra, y luego dirigió su caballo hacia las montañas por entre los sauces y los carrizos de la ribera. Iba entonando viejas canciones que le había oído a su padre y un emotivo corrido que su abuela solía cantar en español y que hablaba de la muerte de una brava soldadera que cogía la escopeta de su soldado muerto en combate y se enfrentaba al enemigo en un erial de muerte. El cielo estaba despejado y mientras cabalgaba la luna fue ocultándose tras el borde de la montaña y por el este, donde estaba más oscuro aún, empezaron a surgir las estrellas. Siguieron el curso seco de un arroyo; la noche se puso repentinamente más fresca, como si la luna se hubiera llevado consigo todo el calor. Siguió cabalgando entre las lomas toda la noche, cantando siempre en voz baja.