Cuando llegó a los primeros taludes al pie de las altas escarpas de los Pilares faltaba poco para que amaneciera. Sofrenó el caballo en un terreno pantanoso, se apeó y bajó las riendas. Tenía los pantalones tiesos a causa de la sangre seca. Cogió la loba en brazos, la depositó en el suelo y desplegó la sábana. Estaba rígida y fría y su pelo se había encrespado al secársele la sangre. Llevó el caballo de nuevo hasta la orilla del arroyo, donde lo dejó bebiendo, y exploró los bancales en busca de leña con que encender un fuego. De las colinas que se elevaban más al sur le llegaron los aullidos de los coyotes, cuyas voces surgían de los oscuros contornos de las regiones periféricas, donde no parecían tener otro origen que la noche misma.
Avivó el fuego, quitó la sábana de debajo de la loba y la llevó al arroyo; allí se agachó en la oscuridad, lavó la sangre, volvió con la sábana limpia, cortó de un almez unas varas ahorquilladas y las hundió en tierra con una piedra y tendió la sábana de un palo transversal. La tela empezó a humear a la lumbre como un lienzo encendido en mitad de un páramo donde los celebrantes de alguna pasión sacra hubiesen sido llevados a la fuerza por sectas rivales, o sencillamente hubieran huido en plena noche por miedo a sus propias obras. Se echó la manta sobre los hombros y se sentó tiritando de frío esperando el amanecer para comenzar a buscar un sitio donde enterrar a la loba. Al cabo de un rato el caballo vino del arroyo arrastrando por la hojarasca las riendas mojadas y se quedó quieto junto a la lumbre.
El chico se durmió con las palmas hacia arriba, como un penitente adormilado. Cuando despertó aún era de noche. El fuego se había reducido a unas pocas llamas bajas que bailaban sobre los rescoldos. Se quitó el sombrero, aventó el fuego con él y lo alimentó con la leña que había recogido. Buscó el caballo con la mirada, pero no pudo verlo. Los coyotes seguían aullando a lo largo de la muralla de roca de los Pilares y por el este empezaba a clarear tímidamente. Se acuclilló junto a la loba y le tocó el pelaje. Palpó sus dientes, fríos y perfectos. El ojo vuelto hacia la lumbre no reflejaba luz alguna y el chico se lo cerró con el pulgar. Luego se sentó a su lado, le puso la mano en la cabeza ensangrentada y cerró los ojos para poder verla correr por las montañas, correr bajo las estrellas, donde la hierba estaba húmeda y el advenimiento del sol no había abierto aún la rica matriz de seres vivos que se han cruzado con ella en la noche. Ciervos y liebres y palomas y campañoles, todos abundantemente inscritos en el aire para su deleite, todas las naciones del mundo dispuestas por Dios y de las cuales ella era una más e inseparable. Por donde ella corría los gritos de los coyotes cesaban de golpe, como si una puerta se hubiera cerrado sobre ellos y todo fuese miedo y asombro. Levantó de la hojarasca la rígida cabeza de la loba y la sostuvo entre sus manos o hizo ademán de asir lo inasible, lo que corría ya entre las montañas, terrible y bellísimo a un tiempo, como las flores que se alimentan de carne. Eso de que están hechos la sangre y los huesos pero que no puede formarse por sí solo en un altar ni por herida alguna de guerra. Lo que sin duda podemos creer que tiene la facultad de cortar y moldear y ahuecar la negra forma del mundo del mismo modo que lo hacen el viento o la lluvia. Pero lo que no puede cogerse nunca ha de ser cogido, y no es una flor sino que es veloz y ligera y cazadora y el viento le teme y el mundo no puede quedarse sin ella.
II
Los proyectos condenados al fracaso dividen definitivamente las vidas entre el entonces y el ahora. Había llevado la loba a las montañas en el arzón delantero de la silla y la había enterrado en un desfiladero bajo un montón de guijarros. Los lobeznos que llevaba en el vientre sintieron frío alrededor y lloraron sin voz en la oscuridad y él amontonó piedras sobre todos ellos y luego partió a caballo. Se adentró en las montañas. Valiéndose de la navaja fabricó un arco con una rama de acebo, y flechas con unas cañas. Quería volver a ser el niño que nunca había sido.
Jinete y caballo recorrieron durante semanas las tierras altas, cada día más flacos y demacrados, y el caballo pacía en los escasos pastos invernales de los montes y mordisqueaba líquenes de las rocas y el chico capturaba truchas con sus flechas cuando se erguían sobre su propia sombra en los fríos y pedregosos lechos de las charcas y se las comía, y comía también nopales verdes. Un día de viento, mientras cruzaba un puerto de montaña, pasó un halcón tapando el sol, y su sombra corrió tan velozmente por la hierba que el caballo dio un respingo y él alzó los ojos hacia donde el ave acababa de girar allá en lo alto y cogió el arco que llevaba al hombro, ajustó una flecha al hilo y disparó. Vio elevarse la flecha, vio que el viento sacudía las plumas con que había enmuescado la caña y por fin la vio describir un arco y clavarse en el pálido pecho del halcón, que viró y llameó.
El halcón giró en el aire, se deslizó a merced del viento y desapareció tras el promontorio; solo cayó una pluma. El chico cabalgó en busca de él, pero por más que lo intentó no pudo encontrarlo. Sí dio con una solitaria gota de sangre que el viento había secado y oscurecido sobre una roca. Y eso fue todo. Echó pie a tierra y se sentó en el suelo junto al caballo, donde soplaba el viento, y se hizo un corte con la navaja en el pulpejo de la mano y contempló la sangre gotear lentamente sobre la piedra. Dos días después paró sin desmontar en un promontorio que daba sobre el río Bavispe y vio que el agua corría en dirección contraria. O eso o el sol se ponía detrás de él, por el este. Improvisó un campamento entre unos enebros que lo protegían del viento y esperó toda la noche para ver qué hacía el sol o qué hacía el río. Por la mañana cuando el sol despuntó sobre los montes lejanos y la llanura que tenía delante de él, comprendió que había vuelto a cruzar las montañas hacia donde el río corría de nuevo rumbo al norte por la vertiente oriental de las sierras.
Se adentró más en las montañas. Se sentó en el tronco de un árbol abatido por el viento en un bosque alto de madroños y fresnos, y cortó con la navaja un trozo de cuerda mientras el caballo lo miraba. Se puso de pie, hizo pasar la cuerda por las tirillas del cinturón de los tejanos, que le quedaban holgados, y guardó otra vez la navaja. No es nada de comer, le dijo al caballo.
Se tumbó en la oscuridad y escuchó el rumor del viento en aquel territorio frío y salvaje y vio morir los últimos rescoldos de su lumbre y las encarnadas grietas del carbón vegetal allí donde se partían a lo largo de su no conjeturada cuadrícula. Como si en el proceso de arder la madera hubiese evocado geometrías ocultas que solo podían quedar totalmente al descubierto entre tinieblas y ceniza, como ocurre con las cosas de este mundo. No oyó aullar ningún lobo. Harapiento y famélico y con el caballo en miserable estado llegó una semana después al pueblo minero de El Tigre.
Eran una docena de casas que se alzaban desordenadamente en una ladera orientada hacia un pequeño valle de montaña. No se veía a nadie. Sofrenó el caballo en mitad de la calle de barro y el animal contempló tristemente el poblado, los toscos jarales de barro y estacas con sus puertas de cuero de vaca. Siguió avanzando y entonces una mujer salió a la calle, se acercó a él, se paró a la altura de su estribo y miró aquella cara de niño bajo el sombrero y le preguntó si estaba enfermo. Él respondió que no. Que solo tenía hambre. Ella le dijo que se apeara. Él lo hizo. Luego cogió el arco que llevaba al hombro y lo colgó de la perilla de la silla. Finalmente, la siguió hasta su casa mientras el caballo les venía detrás.