Se sentó en una cocina casi en penumbra de tan resguardada que estaba del sol y comió frijoles de un cuenco de arcilla valiéndose de una enorme cuchara de hojalata esmaltada. La única luz provenía de un respiradero abierto en el techo, y la mujer se arrodilló junto a un brasero de arcilla y dio vuelta a unas tortillas sobre un agrietado y vetusto comal de barro mientras el humo subía por la renegrida pared y se colaba por el agujero del techo. Fuera, las gallinas cloqueaban. En un cuarto todavía más oscuro, tras una cortina de trozos de arpillera, había una persona durmiendo. La casa olía a humo y grasa rancia y el humo traía el aroma ligeramente antiséptico de la leña de piñón. La mujer trabajaba las tortillas con los dedos desnudos. Las puso en un plato de arcilla y se las llevó al chico. Él le dio las gracias, dobló una y la mojó en los frijoles y comió.
¿De dónde viene?, preguntó la mujer.
De Estados Unidos.
¿De Texas?
Nuevo México.
Qué lindo, dijo ella.
¿Lo conoce?
No.
La mujer miró al chico comer.
¿Es minero?, preguntó.
Vaquero.
Ay, vaquero.
Cuando el chico terminó de comer y de rebañar el plato con el último pedazo de tortilla ella cogió los platos y los metió en un cubo que había al fondo de la cocina. Cuando volvió se sentó frente a él en el banco de madera y lo miró detenidamente. ¿Adónde va?, preguntó.
Él no lo sabía. Miró vagamente alrededor. Asegurado a la desnuda pared de barro mediante una clavija de madera vio un calendario con una foto en color de un Buick 1927. Junto al coche había una mujer con turbante y abrigo de pieles. Dijo que no sabía adónde iba. Siguieron sentados. Él señaló con la cabeza el umbral encortinado. ¿Es su marido?, preguntó.
La mujer dijo que no. Que era una hermana suya.
Él asintió. Echó otro vistazo a la habitación, aunque después de la primera ojeada no había mucho que ver; luego alargó el brazo, cogió el sombrero del respaldo de la silla, apartó la silla sobre el suelo de arcilla y se levantó.
Muchísimas gracias, dijo.
Clarita, llamó la mujer.
Lo dijo sin quitarle los ojos de encima y a él se le ocurrió que tal vez estuviese loca. La mujer volvió a llamar. Miró hacia el cuarto a oscuras tras la cortina, levantó un dedo. Momentito, dijo. Se puso de pie y entró en la otra habitación. Al cabo de unos minutos apareció de nuevo. Apartó la arpillera contra la jamba de la puerta con desmayado gesto teatral. La mujer que había estado durmiendo salió por la puerta y se plantó delante de él envuelta en su bata de rayón teñida de rosa. Lo miró, se volvió y miró a su hermana. Tal vez fuese menor que la otra, pero parecían de la misma edad. Volvió a mirar al chico. Él estaba de pie con el sombrero en las manos. La primera mujer seguía en el umbral, detrás de la otra, con la polvorienta arpillera descorrida hacia su lado como dando a entender que para la durmiente aquella emergencia era algo transitorio y poco corriente. Que ella misma no era sino un heraldo de un bien venidero. La hermana durmiente se arropó en su bata y alargó el brazo para tocar la cara del chico. Luego se volvió y cruzó de nuevo el umbral para no aparecer ya más. El chico le dio las gracias a su anfitriona, se puso el sombrero, empujó la puerta de cuero y salió; el caballo seguía aguardando bajo el sol.
Mientras avanzaba por la calle, en la que no había roderas ni huellas de cascos ni rótulo de comercio alguno, dos hombres que estaban de pie en un portal lo llamaron a voces y le hicieron señas. Había vuelto a colgarse el arco al hombro y pensó que armado de aquella manera y harapiento como iba a lomos de un caballo tan flaco debía de ofrecer un triste o ridículo espectáculo, pero cuando miró con mayor detenimiento a quienes lo provocaban dedujo que su aspecto no podía ser peor que el de ellos, y siguió su camino.
Cruzó el pequeño valle y se adentró en las montañas que se elevaban hacia el oeste. No tenía manera de saber cuánto tiempo llevaba en aquel país pero a despecho de todo lo que había visto de él, fuera bueno o malo, sabía que ya no tenía miedo de lo que pudiera encontrar. En los días que siguieron topó en lo más recóndito de las sierras con indios salvajes que vivían en las chozas de unas miserables rancherías y con indios más salvajes aún que vivían en grutas, todos los cuales debieron de tomarlo por loco a tenor de la consideración con que lo trataron. Le dieron de comer y las mujeres le lavaron la ropa y se la remendaron y le cosieron las botas con una lezna casera y ligamentos de pata de halcón. Entre ellos hablaban en su propia lengua, pero se dirigían a él en un español chapurreado. Le dijeron que la mayoría de los jóvenes se había ido a trabajar en las minas o en las ciudades o en las haciendas de los mexicanos pero que ellos no se fiaban de los mexicanos. Comerciaban con ellos en las aldeas que había a orillas del río y a veces, cuando celebraban sus fiestas, se paraban a observarlos a cierta distancia, pero por lo demás iban a lo suyo. Dijeron que los mexicanos tenían por costumbre culparlos de los crímenes cometidos dentro de su propia comunidad y que solían emborracharse y matarse unos a otros y que luego mandaban soldados a las montañas en busca de ellos. Cuando el chico les dijo de dónde procedía se sorprendió de que también conocieran su país, pero no quisieron decir nada de él. Nadie intentó cambiar de caballo con el chico. Nadie le preguntó por qué había venido. Solo le advirtieron que no se acercara al territorio yaqui, que se extendía más al oeste, porque los yaquis lo matarían. Después de que las mujeres le dieran unos paquetes que contenían una carne seca y correosa, maíz tostado y tortillas manchadas de hollín, un anciano se acercó a él y le habló muy ceremoniosamente en un español que apenas pudo entender. Mientras hablaba lo miraba a los ojos, y sujetando la silla de montar por delante y por detrás, de modo que el chico casi estaba sentado en sus brazos. Vestía de un modo extraño, y sus ropas de colores chillones lucían bordados que tenían la apariencia geométrica de unas instrucciones, tal vez de un juego. Llevaba alhajas de jade y plata y tenía el pelo más negro y largo de lo que su edad habría permitido presagiar. Le dijo al chico que aunque fuera huérfano debía dejar de vagar y buscarse un lugar en el mundo, porque errar de aquella manera podía convertirse para él en una pasión y que dicha pasión lo extrañaría de los hombres y en última instancia de sí mismo. Dijo que el mundo solo podía ser conocido tal como existía en los corazones de los hombres, pues aunque parecía un lugar que contenía seres humanos era, en realidad, un lugar contenido dentro de ellos, y por tanto para conocerlo uno debía mirar esos corazones y tratar de conocerlos, para lo cual era necesario vivir con los hombres y no limitarse a pasar entre ellos. Dijo que si bien el huérfano podía sentirse ajeno al resto de los hombres debía apartar de sí ese sentimiento, pues tenía en su interior una amplitud de espíritu que los hombres podían percibir y, por ello, desear conocerlo, y que el mundo podía necesitarlo tanto como él necesitaba al mundo, pues ambos eran una sola cosa. Por último, dijo que si bien eso era bueno en sí mismo, como todas las cosas buenas también era un peligro. Luego apartó las manos de la silla del chico, retrocedió unos pasos y se quedó allí de pie. El chico le agradeció sus palabras pero dijo que él, en realidad, no era huérfano, y luego dio las gracias a las mujeres y se alejó en su caballo. Los indios lo vieron marcharse. Al pasar por delante de las últimas chozas se volvió para mirar, y al hacerlo el anciano le dijo en voz alta: sí, lo eres. Eres huérfano. Pero el chico solo levantó una mano y se tocó el sombrero y siguió su camino.