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A los dos días llegó a un camino carretero que cruzaba las sierras de este a oeste. El bosque estaba verde de encinas y madroños. Parecía un camino poco frecuentado. A lo largo de todo un día de viaje no se cruzó con nadie. Atravesó un desfiladero donde el paso era tan angosto que los cubos de las ruedas habían dejado sus marcas en la roca, y más abajo vio piedras amontonadas, las mojoneras de la muerte de aquella región donde en tiempos los indios habían asesinado a viajeros que pasaban por allí. La región parecía despoblada y árida y no vio animales de caza ni pájaros; todo lo que había era viento y silencio.

En la escarpa oriental se apeó y guió el caballo por una cama de roca gris. Los enebros achaparrados que crecían a lo largo del borde se inclinaban ante un viento que había cesado hacía rato. A lo largo de los riscos había viejas pictografías de hombres, animales, soles y lunas, así como otras representaciones que parecían no tener referente alguno en el mundo, aunque quizá lo hubieran tenido en el pasado. Se sentó al sol y contempló la región que se extendía al este, el amplio barranco del Bavispe y el subsiguiente llano de las Carretas, que en otro tiempo había sido un lecho marino, y los pequeños campos roturados y el maíz nuevo verdeando en las antiguas tierras de los chichimecas, por donde habían pasado los sacerdotes y los soldados y caído en el barro las misiones. Más allá del llano contempló las cadenas de montañas, una sobre otra, en brácteas de azul donde el terreno aparecía desgarrado de norte a sur, sierra y barranco, esperando como en un sueño que el mundo llegara a ser, que el mundo pasara. Vio un solitario buitre colgando inmóvil de un elevado vector que el viento había elegido para él. Vio el humo de una locomotora pasar lentamente por la llanura a sesenta y cinco kilómetros de distancia, rumbo al interior del país.

De un bolsillo destrozado extrajo un puñado de piñones, los esparció sobre una roca y los partió con una piedra pequeña. Le había dado por hablarle al caballo, y eso hizo ahora mientras partía piñones y cuando hubo separado los frutos de las cáscaras, cogió aquellos con ambas manos y los sostuvo en alto. El caballo lo miró, luego miró los piñones, avanzó dos pasos y puso su boca gomosa en la palma de su mano.

Él se secó la baba de la mano en la pernera del pantalón y se quedó allí sentado partiendo y comiendo el resto de los piñones mientras el caballo lo miraba. Luego se incorporó, caminó hasta el borde de la escarpa y arrojó la piedra. La piedra surcó el aire girando y cayendo y cayendo y se desvaneció en el silencio. Se quedó escuchando. De las profundidades le llegó el débil sonido de la piedra chocando contra la piedra. Volvió, se estiró en la tibia cama de roca, acomodó la cabeza en el pliegue del codo y miró la oscuridad de la copa de su sombrero. Su casa se había convertido en algo remoto, como un sueño. En ocasiones no podía recordar la cara de su padre.

Se durmió y soñó con salvajes de dientes afilados que lo atacaban con palos y se congregaban alrededor de él y le advertían qué iban a hacerle antes incluso de ponerse a ello. Despertó y se quedó escuchando. Como si todavía pudieran estar más allá de la oscuridad de su sombrero. Agazapados entre las rocas. Cincelando en piedra, con piedras, aquellas apariencias del mundo viviente que habrían aguantado y el mundo muerto en sus manos. Levantó el sombrero, se lo puso en el pecho y miró el cielo azul. Luego se incorporó y buscó a Bird con la mirada, pero el caballo estaba a un par de metros de él esperándolo. Se levantó, movió los hombros para desentumecérselos, se puso el sombrero, cogió las riendas que colgaban y acarició con la mano la pata delantera del caballo hasta que este levantó la pata, entonces aprisionó el casco entre las rodillas y lo examinó. Hacía tiempo que el caballo no tenía herradura y los vasos eran largos, semejantes a escobas, y el chico sacó su navaja y recortó la uña allí donde los bordes se habían descantado y luego bajó la pata del caballo y le inspeccionó los otros cascos por turnos. El constante almohazar de los arbustos y la floresta de las montañas se había llevado consigo todo rastro de la caballeriza, y el animal desprendía ahora un olor cálido y rancio. Bird tenía unos cascos oscuros y gruesos, y poseía suficiente sangre de grullo como para hacer de él un caballo montés tanto por figura como por disposición natural. El chico se había criado en un sitio donde hablar de caballos era una ocupación habitual, de modo que sabía que donde la sangre tiene la forma de un jarrete o la anchura de una cara, lleva también consigo un ser interior de una configuración determinada, y de ninguna otra, y cuanto más salvaje era la vida de los dos en aquellas montañas más notaba él que el caballo estaba en guerra sutil consigo mismo. No creía que fuese a abandonarlo, pero estaba seguro de que había pensado en ello. Recortó la segunda uña trasera y luego guió de nuevo al animal por la angosta vereda, montó, lo hizo girar sobre sí mismo y empezó a bajar por la garganta.

El camino descendía por la cara granítica de la sierra como un muelle de reloj. Le asombraba que pudieran pasar carros por aquellos angostos toboganes. A los lados del camino había socavones, y en el camino mismo rocas que ningún hombre podía mover, y de vez en cuando tenía que desmontar y llevar el caballo del diestro. El sendero descendía desde los pinares a través de bosquecillos de robles y enebros. Un terreno agreste y embarullado. Por todas partes la hierba verde invadía los barrancos, de un palpitante verdeceladón a la luz de la tarde. Invirtió en el descenso unas siete horas, las últimas sin luz.

Aquella noche durmió en un aguazal junto a los arenales del río, rodeado de carrizos y sauces, y a la mañana siguiente se dirigió al norte siguiendo el cauce del río hasta llegar a un vado. Apuntaladas en la roja llanura aluvial de la otra orilla vio las ruinas de un pueblo desplomándose en el mismo barro del cual había surgido en su día. Una columna de humo se elevaba en el aire azul. Metió el caballo en el vado, dejó que el animal bebiera y se inclinó en la silla, cogió agua con la mano y se la pasó por la cara; luego bebió. El agua era fría y transparente. Río arriba unos pájaros que parecían vencejos o golondrinas volaban bajo y en círculos sobre la superficie del agua. El sol de la mañana le calentaba la cara. Presionó los flancos del caballo con los talones y el caballo levantó la cabeza y se adentró en el vado lentamente. En mitad de la corriente se detuvo otra vez y se bajó el arco que llevaba al hombro y lo dejó correr en el río. El arco giró y empezó a bajar a empellones por los rápidos y emergió flotando en la charca de más abajo. Era una media luna de madera pálida que daba vueltas a la deriva, perdida en el agua a la luz del sol. Herencia de algún arquero ahogado, o músico o inventor del fuego. Cruzó el vado y subió entre los sauces y el carrizal de la ribera y se dirigió hacia el pueblo.