La mayor parte de los edificios que seguían en pie estaban en el lado más apartado del pueblo, y hacia ellos se encaminó. Dejó atrás los restos de un viejo carricoche medio aplastado en un zaguán cuyas puertas se habían desplomado. Dejó atrás un horno de barro desde cuyo interior lo observaron los ojos de un animal. Dejó atrás las ruinas de una enorme iglesia de adobe cuyas vigas descansaban entre los cascotes. En el umbral de la parte trasera de la iglesia había un hombre más pálido incluso que el chico. Su pelo era de color de arena y sus ojos azul claro. El hombre lo llamó, primero en español, luego en inglés. Le dijo que se apeara y entrase en la iglesia.
El chico dejó el caballo delante de la puerta y siguió al hombre hasta una pequeña habitación donde ardía un fuego en una vieja estufa casera de chapa de hierro. La habitación contenía una cama pequeña, una mesa larga de pino cuyas patas estaban combadas y varias sillas de respaldo de escala, como las que fabricaban los menonitas de aquella región. La habitación estaba llena de gatos de todos los colores. El hombre los señaló vagamente, como si hubiera que disculparlos de alguna manera, y luego indicó al chico que tomara asiento. El chico se despojó de la manta que llevaba echada sobre los hombros y permaneció de pie. Hacía mucho calor en el cuarto y aun así el hombre se había agachado para abrir la portezuela de la estufa y estaba metiendo más tacos de leña. Sobre la estufa había una sartén de hierro, un perol y unas cuantas cacerolas renegridas, además de una tetera de plata con patas como uñas muy abollada y con manchas de óxido, muy poco acorde con el resto de los cacharros. Se levantó, cerró la portezuela de la estufa con el pie, cogió un par de tazas de porcelana con sus platillos correspondientes y puso todo sobre la mesa. Uno de los gatos se levantó y anduvo por la mesa mirando alternativamente dentro de las dos tazas; luego se sentó. El hombre cogió la tetera de encima de la estufa, sirvió, devolvió la tetera a su sitio y miró al chico.
Estás en los huesos, dijo.
Me temo que sí.
Ponte cómodo, dijo el hombre. ¿Te apetecen unos huevos?
Creo que me vendrían bien.
¿Cuántos vas a comer?
Tres.
No hay pan.
Que sean cuatro entonces.
Haz el favor de sentarte.
Sí, señor.
El hombre cogió un pequeño cubo esmaltado y salió por la puerta baja. El chico acercó una silla y se sentó. Dobló la manta descuidadamente, la dejó en la silla que tenía al lado y cogió la taza más cercana a él y sorbió el café. En realidad no era café. No sabía qué podía ser. Echó un vistazo a la habitación. Al rato el hombre volvió con unos huevos rodando en el fondo del cubo. Cogió la sartén, la sostuvo por el mango mientras la miraba fijamente como quien mira un espejo negro y luego la bajó otra vez y extendió un poco de manteca que extrajo de un tarro de arcilla. Vio cómo se fundía la grasa y luego partió los huevos en la sartén y los revolvió con la cuchara con que había sacado la manteca. Cuatro huevos, dijo.
Sí, señor.
El hombre se volvió a mirarlo y luego siguió con los huevos. Al chico se le ocurrió que tal vez no se lo hubiese dicho a él. Cuando los huevos estuvieron listos el hombre cogió un plato, los sirvió empujándolos con la cuchara y a continuación puso un renegrido tenedor de plata en el canto del plato y lo dejó en la mesa delante del chico. Sirvió más café y dejó de nuevo la tetera sobre la estufa y se sentó frente a él para verlo comer.
Te has perdido, dijo.
El chico, que estaba a punto de llevarse el tenedor a la boca, hizo una pausa, y consideró la pregunta. Me parece que no, dijo.
El último hombre que estuvo aquí estaba enfermo. Era un enfermo.
¿Cuándo ocurrió eso?
El hombre hizo un gesto vago con la mano.
¿Qué fue de él?, preguntó el chico.
Murió.
El chico siguió comiendo. Yo no estoy enfermo, dijo.
Está enterrado en el patio de la iglesia.
El chico comió. No estoy enfermo, dijo, y no me he perdido.
Es el primero que se entierra ahí en años, puedes creerme.
¿Como cuántos años?
No lo sé.
¿Para qué vino?
Trabajaba como minero en las montañas. Era barrenero. Enfermó y decidió venir aquí. Pero ya era tarde. Nadie pudo hacer nada por él.
¿Cuántas personas más viven en el pueblo?
Ninguna. Solamente yo.
Entonces, ¿usted fue el único que lo intentó?
¿Intentar el qué?
Hacer algo por él.
Sí.
El chico lo miró a los ojos. Comió. ¿Qué día es hoy?, dijo.
Domingo.
Quiero decir del mes.
No lo sé.
¿Sabe en qué mes estamos?
No.
¿Y cómo sabe que es domingo?
Porque lo es cada siete días.
El chico comió.
Yo soy mormón. O lo era. Nací mormón.
El chico no estaba seguro de qué significaba ser mormón. Dejó perder la vista por el cuarto. Miró los gatos.
Llegaron aquí hace muchos años. En 1896. De Utah. Vinieron a raíz de formarse el estado. En Utah. Yo fui mormón. Después me convertí a la Iglesia. Luego no sé en qué me convertí. Luego me convertí en mí mismo.
¿Cuál es su ocupación?
Soy el guardián. El vigilante.
¿Y qué es lo que vigila?
La iglesia.
Si ya está derruida.
Por supuesto. Ocurrió cuando el terremoto.
¿Estaba usted aquí cuando pasó?
No había nacido.
¿Cuándo fue?
En 1887.
El chico terminó los huevos y dejó el tenedor en el plato. Miró al hombre.
¿Cuánto hace que está aquí?
Seis años ya.
¿Cuando llegó todo esto ya estaba así?
Sí.
Levantó la taza, bebió el resto del café y la dejó de nuevo en su platillo. Gracias por el desayuno, dijo.
De nada.
Parecía estar a punto de levantarse y marcharse. El hombre hurgó en el bolsillo de su camisa y sacó tabaco y una carterita de tela que contenía láminas cortadas de espatas de maíz. Un gato que estaba en la cama se levantó, estiró las patas de atrás, luego las de delante, y saltó silenciosamente a la mesa. Se acercó al plato del chico para olfatearlo, se agachó con los codos doblados y empezó a picar remilgadamente pedacitos de huevo de entre los dientes del tenedor. El hombre había echado un pellizco de tabaco en un trozo de espata y se quedó sentado liando el cigarrillo con mucha calma. Le pasó el resultado al chico por encima de la mesa.
Gracias, dijo el chico. Nunca me he decidido a fumar.
El hombre asintió, se acomodó el cigarrillo en la comisura de la boca y luego se levantó y fue hasta la estufa. De una lata que había en el suelo cogió una astilla larga, abrió con ella la portezuela, se inclinó, encendió la astilla y con ella el cigarrillo. Luego apagó la astilla de un soplo, la devolvió a la lata, cerró la portezuela, volvió a la mesa con la tetera y llenó otra vez la taza del chico. La suya seguía negra y fría, intacta. Volvió a dejar la tetera sobre la estufa, rodeó la mesa y ocupó su silla. El gato se levantó, se miró en la porcelana blanca del plato y luego se apartó, se sentó, bostezó y procedió a limpiarse.
¿Cómo es que vino usted al pueblo?, preguntó el chico.
¿Y tú?
¿Perdón…?
¿Cómo es que has venido al pueblo?
Solo estoy de paso.
El hombre dio una calada. Yo también, dijo. Igual que tú.
¿Está de paso desde hace seis años?
El hombre sacudió ligeramente la mano. Vine como un hereje huyendo de una vida anterior. Era un fugitivo.
¿Vino aquí a esconderse?
A causa de la devastación.
¿Cómo dice?
La devastación. El terremoto.
Sí, señor.
Buscaba pruebas de la mano de Dios en el mundo. Había llegado al convencimiento de que esa mano era iracunda y pensé que los hombres no habían investigado suficientemente los milagros de la destrucción, las catástrofes de cierta magnitud. Pensé que tal vez hubiese pruebas que habían sido pasadas por alto. Pensé que Él no se molestaría en borrar todas las huellas. Mi deseo de saber era muy fuerte. Pensé que a Él incluso podía divertirle dejar alguna pista.