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¿Como qué?

No lo sé. Algo imprevisto. Algo fuera de su lugar. Algo inexacto. Una huella en el camino. Una fruslería en el suelo. No una causa. Eso lo sé muy bien. No una causa. Las causas solo se multiplican a sí mismas. Conducen al caos. Lo que yo quería era penetrar en su mente. No podía creer que destruyera su iglesia sin motivo.

¿Cree que tal vez la gente que vivía aquí hizo algo malo?

El hombre siguió fumando con aire pensativo. A mí me parece que sí, en efecto. Es posible. Como en las ciudades de la llanura. Yo pensaba que podía existir evidencia de que algo convenientemente abominable lo hubiera incitado a alzar la mano. Algo entre los escombros. En el polvo del suelo. Debajo de las vigas. Algo oscuro. ¿Quién sabe?

¿Qué encontró usted?

Nada. Una muñeca. Un plato. Un hueso.

Se inclinó y aplastó el cigarrillo en un cuenco de arcilla que había sobre la mesa.

Estoy aquí a causa de cierto hombre. Vine tratando de volver sobre sus pasos. Quizá para ver que no hubiera una ruta alternativa. Lo que había que encontrar aquí no era un objeto. Si se los separa de sus historias los objetos carecen de significado. Solo son formas. De determinado tamaño y color. De determinado peso. Cuando su significado se pierde para nosotros dejan incluso de tener nombre. Por el contrario, la historia nunca puede perder su lugar en el mundo, pues ese lugar es ella misma. Y eso es lo que había que buscar aquí. El corrido. El cuento. Y, como ocurre con todos los corridos, en definitiva contaba una sola historia, pues solo hay una que contar.

Los gatos se agitaron y cambiaron de postura, el fuego chisporroteó en la estufa. Fuera, en el pueblo abandonado reinaba el silencio más profundo.

¿Cuál es esa historia?, preguntó el chico.

En el pueblo de Caborca, a orillas del río Altar, vivía un hombre que era viejo. Había nacido en Caborca y en Caborca murió. Sin embargo, una vez vivió en este pueblo. En Huisiachepic.

¿Qué sabe Caborca de Huisiachepic, o Huisiachepic de Caborca? Convendrás en que son mundos aparte. Pero con todo existe un solo mundo y todo cuanto uno pueda imaginar le es necesario. Pues también este mundo que a nosotros nos parece hecho de piedras y flores y sangre no es en absoluto una cosa sino una historia. Un cuento. Y en él todo es cuento y cada cuento la suma de otros cuentos menores, y aun así estos son también el susodicho cuento y contienen asimismo todos los demás. Así, todo es necesario. Hasta lo más insignificante. Esta es la lección que debemos aprender. No podemos prescindir de nada. Nada es desdeñable. Porque las junturas nos son ocultadas, ¿comprendes? La ebanistería del mundo. La forma en que está hecho. No tenemos modo de saber qué podría quitarse. Omitir. No tenemos modo de decir qué cosa quedaría en pie y qué otra caería. Y esas junturas que nos son ocultadas están, cómo no, en el cuento mismo, y el cuento no tiene una morada donde existir salvo en el hecho mismo de la narración, y ahí vive y tiene su casa, y es por eso que nunca terminamos de contar. El contar no tiene fin. Y ya sea en Caborca o en Huisiachepic o en cualquier otro lugar, se llame como se llame o deje de llamarse, afirmo otra vez que todos los cuentos son uno solo. Correctamente escuchados todos son el mismo cuento.

El chico contempló su taza y el oscuro disco líquido que no era café. Miró al hombre y miró los gatos. Parecían estar dormidos y se le ocurrió que la voz del hombre no era para ellos una novedad y que debía de hablar para sí a falta de otros oídos ultramundos llovidos del cielo. O que hablaba con los gatos.

¿Qué me dice del hombre que vivió aquí?, preguntó.

Bien. Los padres de ese hombre murieron de un cañonazo en la iglesia de Caborca, adonde habían ido con otros para defenderse de los invasores americanos. Quizá sepas algo de la historia de este país. Cuando limpiaron las piedras y los cascotes apareció el chico en brazos de su madre muerta. El padre estaba cerca e intentó hablar. Lo ayudaron a levantarse. Le corría sangre por la boca. Se inclinaron para escuchar y él no dijo nada. Tenía el pecho aplastado y respiraba sangre. Levantó una mano como para despedirse y luego expiró.

Trajeron al chico a este pueblo. De Caborca recordaba poco. Se acordaba de su padre. De ciertas cosas. Se acordaba de su padre alzándolo en brazos para ver el teatro de títeres en la alameda. De su madre recordaba menos. Tal vez nada. Los pormenores de la vida de este hombre son extraños. Esta es una historia de desgracias. O así lo parece. Nadie ha contado el final.

Aquí se hizo hombre. En este pueblo. Aquí se casó, y a su debido tiempo Dios bendijo a la pareja con un hijo.

En la primera semana de mayo del año 1887 el hombre coge a su hijo y parte de viaje. Irá a Bavispe y allí dejará al muchacho al cuidado de un tío que es también padrino del chico. De Bavispe continuará hasta Batopite, donde dispone la venta de azúcar de unas haciendas de más al sur. Se quedará a pasar la noche en Batopite. He pensado mucho en este viaje. En el viaje y en el hombre. Él es joven. Tal vez no llega a los treinta. Va a lomos de una mula. El chico va montado delante, en el fuste de la silla. Es primavera y las flores de campo brotan en los prados que bordean el río. Ha prometido volver con un regalo para su joven esposa. La ve allí de pie. Ella le dice adiós con el brazo al verlo partir. No tiene otro retrato de ella más que el que lleva en el corazón. Piensa en eso. Ella tal vez está llorando. Viendo cómo él se pierde de vista. De pie en la misma sombra de esta iglesia que está condenada a caer. La vida es memoria y luego nada. Toda la ley cabe en una sola semilla.

El hombre había arqueado los dedos sobre la mesa a fin de situar la escena. Pasó una mano de izquierda a derecha para ilustrar dónde habían estado las cosas y cómo debió de ocurrir con el sol y con el jinete o la mujer allí de pie. Como si hubiera dado forma en el aire del presente a los espacios donde aquellas cosas habían estado.

En Bavispe había feria. Un circo ambulante. Y el hombre sostuvo en alto a su hijo bajo los farolillos de papel tal como su padre había hecho antes con él para que el niño pudiera ver. Un payaso, un mago, un hombre que cogía serpientes con las manos desnudas. A la mañana siguiente partió solo hacia Batopite, como ya se ha dicho, dejando al niño en Bavispe. Y fue allí donde el niño murió, aplastado en el terremoto. El padrino cogió al niño en brazos y se echó a llorar. El pueblo de Batopite se salvó. Aún hoy puede verse la enorme grieta en la pared de la montaña como si fuese una gran carcajada. Y eso fue todo lo que supieron de la catástrofe en Batopite. No se supo nada más. Cuando al día siguiente aquel hombre volvió a Bavispe se encontró con un viajero que iba a pie, quien le contó la noticia. El hombre no daba crédito a sus oídos y aguijó a la mula y cuando llegó a Bavispe comprobó que el viajero tenía razón: el pueblo estaba en ruinas y allí todo era muerte.

Entró en el pueblo, aterrorizado por lo que podía encontrar. Oyó escopetazos. Unos perros que habían estado hurgando los cadáveres entre los escombros salieron corriendo y pasaron por su lado a toda velocidad. Unos hombres armados fueron detrás de ellos y se quedaron gritando en medio de la calle. En la alameda los muertos yacían sobre esterillas de carrizo y las ancianas vestidas de negro iban de acá para allá entre las hileras ahuyentando moscas con frondas verdes. El padrino se le acercó y lloró junto al estribo, y como no podía ni hablar tomó las riendas con sus propias manos y sollozando condujo la mula por la alameda donde yacían comerciantes y agricultores muertos y las esposas de los comerciantes y los agricultores. Colegialas muertas. Tendidos sobre carrizos en la alameda de Bavispe. Un perro muerto con disfraz circense. Un payaso muerto. Y el más pequeño de todos, su hijo, aplastado y sin vida. Se apeó, cayó de rodillas y estrechó contra su pecho el cuerpo ensangrentado del niño. Corría el año 1887.