¿Qué cosas debió de pensar? ¿Quién es capaz de no sentir su aflicción? Vuelve a Huisiachepic con el cadáver del niño con que Dios había bendecido su hogar puesto de través en la grupa de la mula. Esperándolo en Huisiachepic está la madre del niño, y este es el regalo que él le trae.
Un hombre así es como quien está soñando un sueño de aflicción y despierta a una pena aún mayor. Todo lo que ama se ha convertido en una tortura. Alguien ha estirado la pinza del eje del universo. Todo lo que uno deja de mirar amenaza con desaparecer. Es un hombre perdido para todos nosotros. Se mueve y habla. Pero él mismo no es más que pura sombra en medio de lo que contempla. No hay imagen posible de ese hombre. La menor marca sobre la página exagera su presencia.
¿Buscaríamos la compañía de un hombre así? Que lo que habla en nosotros y está más allá de las palabras o más allá del levantar o agitar una mano para decir que así es como es mi corazón, o este. Eso era inaccesible para él.
El chico lo miró. Los ojos le brillaban y había puesto la mano con la palma hacia arriba sobre la mesa como si dentro estuviera la cosa perdida e inaccesible. Cerró el puño en torno a ello.
Lo perdemos de vista durante varios años. Abandona a su esposa en las ruinas de Bavispe. Muchos amigos han muerto. Nada más se sabe de su esposa. Él está en Guatemala. En Trinidad. ¿Cómo va a volver? De haber salvado aunque fuera una parte de la sepultura de su vida entonces quizá no habría habido necesidad de venir con flores y luto. Pero tal como estaban las cosas no quedaba parte alguna de él para hacer eso. ¿Comprendes?
A menudo los hombres que sobreviven a una catástrofe sienten en su propia redención la mano del destino. De la Providencia. Aquel hombre volvió a ver en sí mismo lo que quizá había olvidado. Que tiempo atrás había sido elegido entre el común de los hombres. Pues lo que ahora se le pedía que tuviese en cuenta era que por dos veces había sido sacado de las cenizas, del polvo y de los escombros. ¿Para qué? No debes pensar que semejante elección es feliz, porque no lo es. Había salvado la vida, pero se veía separado por igual de los antecedentes y de la posteridad. No era más que un ser condenado a la brevedad. Sus pretensiones de llevar la vida normal de los hombres se volvieron tenues, insustanciales. Era como un tronco sin ramas ni raíces. Tal vez hubo un momento, incluso entonces, en que habría ido a la iglesia para rezar. Pero la iglesia estaba en ruinas. Y en el oscuro presbiterio de su propio ser la tierra también se había movido y agrietado. Allí también había ruinas. En su alma se había abierto un erial, y quizá vio con una nueva claridad hasta qué punto se parecía él a la iglesia, simple objeto de barro, y quizá pensó que la iglesia no iba a ser reconstruida, pues semejante obra requiere, en primer lugar, que Dios anide en los corazones de los hombres pues es ahí, y solo ahí, donde tiene su razón de ser, y faltando eso no hay poder capaz de reconstruirla. Se convirtió en un hereje. Bien.
Después de mucho vagar este hombre apareció finalmente en la capital, y allí trabajó durante varios años. Era portador de mensajes. Llevaba una taleguilla de piel y lona provista de candado. No tenía forma de saber qué decían los mensajes, pero de todos modos estos no despertaban en él la menor curiosidad. Las fachadas de piedra de los edificios por delante de los que pasaba en su ronda diaria mostraban las señales de antiguos tiroteos. En algunos sitios, lejos del alcance de la gente, quedaban aún aquí y allá los pequeños medallones negros de plomo que habían sido balas disparadas desde nidos de ametralladoras en plena calle. Las habitaciones donde él aguardaba eran las mismas de las que habían sacado a hombres con altos cargos para ejecutarlos. ¿Hace falta decir que no tenía convicciones políticas? Él solo era un mensajero. No creía en el poder de los hombres para obrar sabiamente en interés propio. Su opinión era más bien que todo acto escapaba enseguida al control de su propagador para ser barrido en una tumultuosa oleada de consecuencias imprevisibles. Tenía la certeza de que en el mundo existía otra agenda, otro orden, y mientras tanto esperaba que lo llamasen para no sabía qué.
El hombre se echó hacia atrás, miró al chico y sonrió. No me interpretes mal, dijo. Lo que en el mundo sucede no puede tener una vida separada del mundo. No obstante lo cual, el mundo por sí mismo no puede tener una visión temporal de las cosas. No puede tener razón alguna para preferir unas empresas por encima de otras. El tránsito de los ejércitos y el de la arena en el desierto son la misma cosa. No hay predilección, comprendes. ¿Cómo iba a haberla? Y ¿por orden de quién? Este hombre no dejó de creer en Dios. Tampoco llegó a tener una visión moderna de Dios. Había Dios y había mundo. Sabía que el mundo lo olvidaría pero Dios no. Y sin embargo eso era lo que en el fondo deseaba.
Es fácil ver que nada salvo la pena podía llevar a un hombre a tener esta visión de las cosas. Y sin embargo, una pena para la que no hay solución no es realmente pena. Es una hermana sombría viajando con el disfraz de la pena. El hombre no se aparta tan fácilmente de Dios, ¿sabes? En lo más profundo de cada hombre existe la certeza de que algo sabe de su existencia. Hay algo que sabe, y no hay manera de huir u ocultarse de ello. Suponer lo contrario es imaginar lo inenarrable. En ningún momento dejó este hombre de creer en Dios. No. Fue más bien que acabó creyendo cosas terribles de Él.
Ahora es pensionista en México. No tiene amigos. De día va a sentarse al parque. El mismísimo suelo que pisa está abonado con la sangre de los antiguos. Observa a los transeúntes. Ha acabado convencido de que esos propósitos o finalidades con que imaginan están revestidos sus movimientos no son, de hecho, sino un medio por el cual describirlos. Cree que sus movimientos son materia de movimientos más amplios que responden a pautas desconocidas, y así sucesivamente. Te aseguro que no halla consuelo en estas especulaciones. Ve cómo el mundo se le escapa. Y alrededor de él un vacío enorme y sin eco. Fue por entonces cuando empezó a rezar. Por un motivo no muy puro tal vez. Pero ¿cómo habría que calificarlo entonces? ¿Se puede engatusar a Dios? ¿Se le puede rogar o pedir que nos muestre la causa de nuestros razonamientos? ¿Acaso puede una criatura suya complacerlo más que si se hubiera conducido de otra manera? ¿Podemos sorprender a Dios? En su fuero interno aquel hombre ya había empezado a conspirar contra Dios, pero aún no lo sabía. Y no lo supo hasta que empezó a soñar con Él.
¿Quién puede soñar con Dios? Este hombre sí podía. En sus sueños Dios estaba muy ocupado. Le hablaban y no respondía. Lo invocaban y no oía. El hombre podía verlo absorto en su trabajo. Como a través de un cristal. Sentado a solas en la luz de su propia presencia. Tejiendo el mundo. En sus manos el mundo fluía de la nada y en sus manos se desvanecía otra vez en la nada. Infinitamente. Infinitamente. Bien. Hete aquí un Dios al que estudiar con detenimiento. Un Dios que parecía ser esclavo de los deberes que se imponía. Un Dios con una insondable capacidad para someterlo todo a un designio inescrutable. Ni el propio caos escapaba a ese molde. Y en algún punto de aquel tapiz que era el mundo en su crearse y destruirse había un hilo que era él, y entonces despertaba llorando.
Un buen día se levantó, metió sus escasas pertenencias en una vieja maleta que había guardado bajo la cama todos esos años y bajó por las escaleras por última vez. Llevaba su Biblia bajo el brazo. Como el ministro residente de una secta de poca monta. A los tres días se hallaba en la localidad de Caborca, de santa memoria. A la vera del río mirando con el sol en los ojos la cúpula del crucero partido de la iglesia de la Purísima Concepción de Nuestra Señora de Caborca, que flotaba en el puro aire del desierto. Bien.