El hombre sacudió levemente la cabeza. Cogió tabaco y un trozo de espata de la mesa y empezó a liar otro cigarrillo. Con aire muy pensativo. Como si su elaboración fuera un rompecabezas. Se levantó, fue a la estufa, encendió el cigarrillo con la misma astilla renegrida de madera, inspeccionó el fuego y luego cerró la portezuela, volvió a la mesa y se sentó como antes.
Puede que conozcas la localidad de Caborca. La iglesia es muy hermosa. Los desbordamientos del río a lo largo de los años han causado muchos destrozos. El altar mayor y dos campanarios. El fondo de la nave y gran parte del crucero sur. Y lo que queda se aguanta sobre tres patas, por así decir. La cúpula cuelga en el cielo como una aparición, y así ha estado durante muchos años. De lo más inverosímil. Ningún albañil podría haber siquiera imaginado una cosa así. La gente de Caborca esperó y esperó que se viniera abajo. Era como tener en sus vidas algo inacabado. Sucesos de dudosas consecuencias fueron supeditados a la permanencia en pie de la cúpula. Se dijo de ciertos hombres venerables que cuando muriesen se caería, pero murieron ellos y murieron sus hijos y la cúpula siguió flotando en la pura atmósfera hasta que al final adquirió tanta importancia en los pensamientos de los habitantes de aquel pueblo que apenas se atrevían a hablar de ella.
A eso se llegó. Quizá no se planteó siquiera la pregunta de cómo había sido llevada a aquel lugar. Sin embargo, eso era exactamente lo que él buscaba. Puso su jergón bajo aquel precario techo y encendió su lumbre y allí se dispuso a recibir aquello que lo había esquivado. Tuviera el nombre que tuviese. Allá, en las ruinas de un templo de cuyo polvo y escombros había sido sacado él setenta años atrás y enviado a vivir en el mundo. Tal cual estaba. Tal cual se había convertido. Tal cual sería siempre.
Dio una larga calada al cigarrillo y estudió el humo que ascendía. Como si en su lento desanillarse estuvieran los lineamentos de la historia que contaba. Sueño o memoria o piedra construida. Echó la ceniza en el cuenco.
La gente del pueblo acudía a mirar. Desde cierta distancia. Les interesaba ver la actitud de Dios para con aquel hombre. Quizá fuese un loco. O un santo tal vez. Él no les hacía ningún caso. Se paseaba y murmuraba cosas a su Biblia y manoseaba las páginas. En lo alto de la bóveda había frescos que representaban esos mismos acontecimientos sobre los que meditaba. En la cara oeste de la cúpula los nidos de barro de las golondrinas enlucían las descoloridas vestimentas de los santos. De vez en cuando hacía una pausa en su incesante girar y, sosteniendo el libro en alto, aporreaba con un dedo una página determinada y se dirigía a su Dios sin restricciones. Esto es lo que vieron. Un viejo ermitaño. Un hombre sin historia. Unos dijeron que entre ellos había un santo, y otros que un lunático; muchos se escandalizaron porque nunca habían oído a nadie hablar con Dios de aquella manera. Ni subírsele a las barbas en su propia casa.
Al parecer, lo que este hombre deseaba era establecer cierta colindancia con su Hacedor. Fijar límites y fronteras. Ver que se trazaran unas líneas y que estas fueran respetadas. ¿Quién podría concebir un ajuste semejante? Las fronteras del mundo son las que Dios ideó. Con Dios no hay ajuste que valga. ¿Con qué iba uno a regatear?
Mandaron llamar al cura. Llegó el cura y habló con el hombre. El cura desde fuera de la iglesia. El solitario parroquiano dentro. Bajo la sombra de la peligrosa bóveda. El cura habló a aquel descarriado de la naturaleza de Dios y del espíritu y de la voluntad y del significado de la gracia en las vidas de los hombres, y el viejo lo oyó sin interrumpir y asintió con la cabeza en varios de los puntos importantes, y cuando el cura terminó el viejo levantó su Biblia en alto y le gritó al cura. Usted no sabe nada. Eso fue lo que le gritó. Usted no sabe nada.
La gente miró al cura. Para ver cómo reaccionaba. El cura miró detenidamente al hombre y se marchó. La convicción con que el viejo hablaba había hecho vibrar su corazón. Sopesó las palabras del viejo y se turbó, ya que lo que el viejo había dicho era, por supuesto, la pura verdad. Y si el viejo sabía eso, ¿qué otras cosas sabría?
Al día siguiente volvió. Y al otro. La gente acudía llena de curiosidad. Los eruditos del pueblo. Para oír lo que ambas partes tenían que decir. El viejo paseándose arriba y abajo a la sombra de la bóveda. El cura fuera. El viejo manoseando su libro con destreza terrible. Como un experto en contar billetes. El cura replicando en base a aquellos elevados principios canónicos a los que daba tanta amplitud. Ambos, herejes hasta la médula.
Se inclinó y apagó la colilla. Levantó un dedo. Como para inducir a la cautela. El sol había entrado en la habitación por la ventana meridional y algunos gatos se habían levantado para estirarse y recomponer su postura.
Con una diferencia, dijo. Con una diferencia. El cura no arriesgaba nada. No ponía nada en peligro. No pisaba el mismo terreno que el loco. No estaba bajo la misma sombra. Optó más bien por quedarse fuera del precario edificio de su propia iglesia, y con esta elección sacrificó el poder testimonial de sus palabras.
Por algún extraño impulso el viejo seguía en sus trece. A un tiempo dichoso y con reconcomio. Era su opción, su gesto. Todos coincidían en que su testimonio estaba lleno de fuerza. Su poder de convicción les resultaba manifiesto. En sus palabras había poca mesura y poca reserva. En su nueva vida el libertino quedaba excluido. ¿Te das cuenta? Su arrogancia había cautivado a los vivos. En aquel peligroso terreno había hecho de sí mismo el único testigo posible, y si algunos vieron en su mirada el éxtasis de la locura ¿qué otra cosa podría uno buscar en alguien que había impuesto al Dios del universo un terreno escogido por ese mismo Dios? Pues dicho terreno tiene siempre mal carácter, peligroso y transitorio. Y, en efecto, es así para que cada cual diga lo que ha de decir o calle.
¿Y el cura? Un hombre de principios. De sentimientos liberales. Generoso incluso. Con algo de filósofo. Pero habría que decir que su paso por el mundo era tan amplio que apenas si marcaba un sendero. En su fuero interno sentía una gran devoción por el mundo. Este cura oía la voz de la Divinidad en el murmullo del viento entre los árboles. Hasta las piedras le parecían sagradas. Era un hombre justo y creía que su corazón estaba lleno de amor.
No era así. Tampoco Dios susurra entre los árboles. Su voz es inconfundible. Cuando los hombres la oyen caen de rodillas y se les parte el alma y claman a Dios, pero no hay temor en ellos sino únicamente la furia de corazón que brota de semejante anhelo, y piden a gritos estar en su presencia pues saben en el acto que mientras que los impíos pueden vivir suficientemente bien en su exilio, aquellos a quienes Él ha hablado no pueden esperar sin Él más que una vida de tinieblas y desesperanza. Los árboles y las piedras no forman parte de ella. El cura no sabía que por su propia generosidad de espíritu estaba en peligro de muerte. Creía en su Dios ilimitado, sin centro ni circunferencia. Por esa misma falta de forma se había esforzado en hacer manejable a Dios. Esta era su colindancia. En su grandiosidad había cedido todo el terreno. Y en esta colindancia Dios no tenía nada que decir.
Ver a Dios en todas partes es no verlo en ninguna. Vivimos día a día, un día igual al siguiente, y luego un buen día, sin previo aviso, topamos con un hombre o vemos a un hombre al que ya conocemos y es un hombre como cualquier otro, pero que hace de sí mismo un determinado gesto que equivale a amontonar nuestros propios bienes sobre un altar, y en este gesto reconocemos lo que está sepultado en nuestros corazones y realmente no está perdido ni lo estará jamás. Y entonces, comprendes. Este mismo momento. Es esto lo que anhelamos y tenemos miedo de buscar, y es lo único que puede salvarnos.