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Bien. El cura se marchó. Volvió al pueblo. Y el viejo a su testamento. A sus paseos y a sus argucias. Se había convertido en una suerte de abogado. Estudiaba una y otra vez las actas, no por la gloria de su Hacedor sino más bien para fallar en contra de Él. Para buscar en escrupulosas sutilezas una naturaleza más turbia. Falsos favores. Pequeños engaños. Promesas abandonadas o una mano levantada demasiado aprisa. Para querellarse contra Él, ¿entiendes? Comprendía lo que el cura no podía comprender. Que lo que buscamos es un contrincante digno. Pues peleamos para caer debatiéndonos entre demonios de alambre y crespón y anhelamos tener por oponente algo sustancial. Algo que nos contenga o aplaque nuestra mano. De lo contrario no habría límites a nuestro propio ser, y también nosotros debemos exigirnos el máximo hasta perder toda definición. Hasta que tengamos que ser tragados por ese mismo vacío que nos resistimos a aceptar.

La iglesia de Caborca continuaba en pie. Hasta el mismo cura podía ver que el harapiento pensionista acampado entre los cascotes era el único feligrés que aquella iglesia iba a tener jamás. Se marchó. Dejó al viejo con sus peroratas, allá, bajo la sombra de la cúpula que según decían algunos podía verse dar guiñadas al viento. Trató de considerar con humor la actitud del viejo. ¿Qué tenía que ver que la iglesia siguiera en pie o se viniese abajo? ¿Qué otra cosa que el capricho del viento si la vacilante cúpula acababa siendo santuario o sepulcro de un pobre anacoreta perturbado? Nada cambiaría. Nada nuevo se sabría. Al final todo sería como antes.

Los actos tienen su razón de ser en el testigo. Sin él ¿quién puede hablar de ellos? En el fondo podría decirse que el acto no es nada y el testigo lo es todo. Es posible que el viejo viese ciertas contradicciones en su postura. Si los hombres eran los zánganos que él pensaba que eran, ¿no habría sido más lógico que el mismo Ser Supremo contra quien iba dirigido su alegato lo hubiera designado a él para llevarlo a cabo? Como ha sido el caso con más de un filósofo, lo que al principio parecía una insalvable objeción a sus teorías acabó por ser considerado un necesario componente de ellas y en última instancia su centro de gravedad. Vio cómo el mundo se pulverizaba en la multiplicidad de su ejemplificación. Solo el testigo se mantuvo firme. Y el testigo de ese testigo. Pues lo que es verdad de verdad lo es también en los corazones de los hombres, y en consecuencia por muchas y variadas que sean las narraciones no puede ser contado erróneamente. Esto era lo que pensaba. Si el mundo era una historia contada ¿quién sino el testigo podía darle vida? ¿Dónde si no podía encontrar su ser? Esta era la idea de las cosas que empezaba a revelársele. Y entonces empezó a ver en Dios una tragedia terrible. Que la existencia de la Divinidad estaba en peligro por falta de esta cosa tan simple. Que para Dios no podía haber testigo alguno. Nada mediante lo cual su ser pudiera ser proclamado ante Él. Nada de lo que mantenerse aparte y decir yo soy esto y eso es lo otro. Cuando eso es, yo no soy. Podía crearlo todo excepto eso que podía decirle no.

Ahora ya estamos en condiciones de hablar de locura. Ya no hay peligro. Podría decirse, tal vez, que solo un loco sería capaz de rasgarse las vestiduras ante la responsabilidad de Dios. ¿Qué pensar entonces de este hombre que aduce que Dios lo ha preservado no una sino dos veces de las ruinas de la tierra solo para convertirlo en un testigo contra Él mismo?

El fuego hacía tictac en la estufa. El hombre se retrepó en su silla. Juntó las yemas de los dedos de ambas manos y flexionó con gesto pensativo una mano contra la otra. Como poniendo a prueba la fuerza de una proposición membranosa. Un gato grande y gris se subió a la mesa y lo miró fijamente. Le faltaba casi toda una oreja y los dientes le colgaban fuera de la boca. El hombre se apartó ligeramente de la mesa y el gato se le montó en la falda, se ovilló, volvió la cabeza y contempló muy serio al chico a la manera de un especialista médico. Un gato consejero. El hombre le puso una mano encima como para afianzarlo allí. Miró al chico. La tarea del narrador no es sencilla, dijo. Parece que se le exigiera escoger su historia entre las muchas posibles. Pero, naturalmente, no se trata de eso. Se trata más bien de hacer muchos cuentos del único cuento. El narrador siempre debe esmerarse a la hora de ingeniárselas contra la pretensión, tácita o no, del que escucha de que ya ha oído el cuento anteriormente. Expone las categorías en que el que escucha querrá hacer encajar la narración a medida que la escucha. Pero entiende que la narración no es en sí misma ninguna categoría sino más bien la categoría de todas las categorías, pues no hay nada que caiga fuera de su esfera. Todo es narración. Está seguro de ello.

El cura no volvió a visitar al viejo pensionista, la historia quedó inacabada. El viejo, por supuesto, no dejó en modo alguno de pasearse y denostar. Él al menos no tenía intención de olvidar las injusticias de su vida pasada. Los diez mil insultos. El catálogo de infortunios. Tenía la mentalidad de la parte perjudicada, ¿comprendes? Nada estaba perdido para él. ¿Y qué decir del cura? Como les pasa a todos, tenía la mente anublada por la ilusión de su proximidad a Dios. ¿Qué sacerdote renunciaría a su sotana aun para salvarse? Con todo, el viejo no estaba tan lejos de sus pensamientos, y un día mandaron a buscar al cura y le dijeron que el viejo había caído enfermo. Que estaba postrado en su jergón y no hablaba con nadie. Ni siquiera con Dios. El cura fue a verlo y comprobó que era como le habían dicho. Se quedó en el exterior del crucero y habló con el viejo. Le preguntó si en efecto estaba enfermo. El viejo contemplaba los descoloridos frescos de la bóveda. El ir y venir de las golondrinas. Volvió los ojos grises y macilentos hacia el cura y apartó de nuevo la vista. El cura, como es normal en los hombres, vio una ocasión en la debilidad de aquel viejo y retomó la conversación donde la habían dejado semanas atrás y empezó a declamar sobre la bondad de Dios. El viejo se tapó los oídos con las manos, pero el cura se acercó poco a poco a él. Al final el viejo se levantó tambaleante de su jergón y empezó a coger piedras de entre los cascotes y a arrojárselas al cura, y de este modo lo obligó a marcharse.

El cura regresó a los tres días y otra vez se puso a hablar con el viejo, pero el viejo ya no lo oía. La comida, el jarro de leche (que la gente de Caborca se había acostumbrado a dejarle al borde de la línea de sombra) estaban intactos. Dios se había burlado de él, claro. ¿Acaso podía ser de otra manera? Parecía que Dios finalmente se había aprovechado incluso de las heréticas usurpaciones del viejo. El sentimiento de elección que en aquellos años había sostenido y a la vez torturado al pensionista se veía ahora realizado de un modo que él no había previsto, y ante su mirada inquieta estaba la verdad en toda su horrible pureza. Vio que, en efecto, era el elegido y que el Dios del universo era mucho más terrible de lo que los hombres calculaban. No podía ser eludido ni dejado aparte ni sometido a circunscripción, y era verdad que Él contenía todo lo demás en su interior aun cuando según los argumentos de los herejes no fuera en absoluto Dios.

El cura quedó profundamente conmovido por lo que vio, y esto le causó gran sorpresa. Al final pudo incluso vencer sus miedos y se aventuró a acercarse al viejo bajo la cúpula de la iglesia en ruinas. Esto tal vez dio ánimos al viejo. Hasta es probable que en aquel momento postrero pensase que el cura podría hacer que la estructura se viniera abajo, cosa que él no había logrado. Pero, naturalmente, la cúpula siguió colgada en el aire, y al cabo de un rato el viejo empezó a hablar. Tomó la mano del cura como si fuese la de un colega y habló de su vida y de lo que había sido y de lo que había acabado siendo. Le contó al cura lo que había aprendido. Por último dijo que ningún hombre puede ver su propia vida hasta que esta toca a su fin y ¿cómo enmendarse entonces? Este hilo de vida no nos ata a otra cosa que a la gracia de Dios. Tomó la mano del cura en la suya, lo invitó a mirar sus manos unidas y le dijo que observara el parecido. Esta carne no es más que un recordatorio, pero dice lo verdadero. En última instancia el camino de un hombre es el camino de los demás. No hay viajes individuales, pues no hay hombres individuales que los hagan. Todos los hombres son uno y no hay otra historia que contar. Pero el cura tomó su narración por una confesión y cuando el viejo hubo terminado empezó a recitar la fórmula absolutoria. El viejo lo cogió del brazo a media señal de la cruz, allí, junto a su lecho de muerte, y detuvo al cura con la mirada. Le soltó la otra mano y levantó la suya. Como quien parte de viaje. Sálvese usted, dijo con un hilo de voz. Sálvese usted. Y luego murió.