En las calles pobladas de malas hierbas reinaba el silencio. El hombre pasó una mano por la cabeza del gato, alisándole las orejas para atrás. La buena y la estropeada. El gato tenía las patas delanteras encogidas sobre el pecho y los ojos entrecerrados. Este es mi gato guerrero, dijo el hombre. Pero es el más dulce de todos, añadió. Y el más simpático.
Alzó los ojos. Sonrió. La tarea del narrador no es nada fácil. Ya habrás adivinado a estas alturas quién era el cura. O quizá menos cura que abogado de cosas clericales. De opiniones clericales. Este cura porfiaría aún durante un tiempo en aferrarse a su vocación, pero al final ya no fue capaz de soportar que lo miraran a los ojos quienes acudían a pedirle consejo. ¿Qué consejo podía darles él, hombre de palabras? No tenía respuestas para las preguntas que el viejo mensajero había traído de la capital. Cuanto más pensaba en ellas, más complicadas se le volvían. Cuanto más intentaba formularlas, tanto más escapaban a su representación, y finalmente acabó comprendiendo que aquellas dudas no eran del viejo pensionista sino nada más que suyas.
El viejo fue enterrado en el patio de la iglesia de Caborca, entre los de su linaje. Tal fue la resolución del convenio de Dios con aquel hombre. Tal fue su colindancia, como tal es quizá, la de cualquier otro hombre. Al morir le había dicho al cura que se había equivocado en su estimación de Dios y que sin embargo había logrado, en última instancia, una comprensión de Él. Veía que sus exigencias hacia Dios seguían intactas y tácitas hasta en la más simple de las almas. Su razonamiento. Su punto de vista. Tenían su existencia en la historia más humilde. Pues el sendero del mundo es también único y no diverso y en ningún punto existe ruta alternativa, pues esa ruta está fijada por Dios y contiene todas las consecuencias en su propio andar y fuera de este no hay sendero ni consecuencia ni nada en absoluto. Jamás lo hubo. Al final, lo que el cura acabó creyendo fue que a menudo la verdad puede ser aportada por quienes personalmente son ajenos a ella. Acarrean eso que tiene peso y sustancia y no obstante carece para ellos de un nombre por el que invocarlo o evocarlo. Van de un sitio a otro desconociendo la verdadera naturaleza de su estado, tales son los ardides de la verdad y tales sus estratagemas. Luego, un buen día, en ese gesto fortuito, sutil, del desposeimiento, causan tales estragos en un alma ancilar que esta cambia para siempre, arrancada definitivamente del camino al que estaba destinada y colocada en cambio en un camino hasta ese momento desconocido para ella. El nuevo hombre difícilmente sabrá en qué momento se produce su cambio ni el origen de este. Por sí mismo no habrá hecho nada para que semejante buenaventura le acontezca. Y sin embargo se llevará el premio, ¿comprendes? Sin buscarlo ni merecerlo. Tendrán en su poder esa libertad esquiva que los hombres buscan con interminable desesperación.
Lo que el cura vio al fin fue que la lección de una vida no puede ser nunca su propia lección. Solo el testigo tiene la facultad de tomarle la medida. Solo se vive para el otro. El cura, por tanto, vio lo que el anacoreta no pudo ver. Que Dios no necesita testigos. Ni a su favor ni en contra. La verdad es más bien que si no hubiera Dios no podría haber testigo, pues no existiría identidad del mundo sino tan solo la opinión que cada hombre tuviese de él. El cura comprendió que no hay ningún hombre elegido porque no hay hombre que no lo sea. Para Dios todo hombre es un hereje. La primera acción de un hereje es nombrar a su hermano. Para así poder librarse de él. Cada palabra pronunciada es una presunción. Cada inspiración que no glorifique es una afrenta. Y ahora sé indulgente conmigo. Existe otro que oirá lo que tú nunca has dicho. Las piedras mismas están hechas de aire. En última instancia todos nosotros seremos únicamente lo que hayamos pensado de Dios. Pues nada es real salvo su gracia.
Cuando el chico subió al caballo el hombre lo miró parpadeando junto al estribo bajo el sol de media mañana. ¿Te vas a América?, dijo.
Sí, señor.
Vuelves con tu familia.
Sí.
¿Cuánto hace que no los ves?
No lo sé.
Su mirada se perdió calle abajo. Miró la maleza que crecía entre las hileras de edificios derrumbados. Los ripios que las lluvias periódicas de la región habían convertido en formas que sugerían el trabajo de enormes colonias de insectos. No se oía sonido alguno. Miró al hombre desde su silla. No sé ni en qué mes estamos, dijo.
Sí. Claro.
Pronto será primavera.
Vete a casa.
Eso pretendo, señor.
El hombre se apartó. El chico se llevó la mano al sombrero.
Gracias por el desayuno.
Vaya con Dios, joven.
Gracias. Adiós.
Hizo girar al caballo y enfiló la calle. Al salir del pueblo tiró de las riendas en dirección al río y se volvió a mirar por última vez, pero el hombre se había ido.
En días sucesivos cruzaría y volvería a cruzar el río innumerables veces allí donde el camino iba de vado en vado o seguía los abanicos aluviales escalonados en la base de las colinas donde la corriente de agua se hacía menos profunda o formaba recovecos. Cruzó el pueblo de Tamichopa, que fue arrasado y quemado por los apaches la víspera del domingo de Ramos del año 1758, y por la tarde llegó al pueblo de Bacerac, que era la antigua ciudad de Santa María fundada en el año 1642. Un niño se acercó a él, espontáneamente, cogió el caballo por el ronzal y lo guió calle abajo.
Pasaron por debajo del portal donde hubo de agacharse sobre el pescuezo del animal y luego cruzaron un blanqueado zaguán para entrar en un patio en que un burro apersogado a un poste hacía girar la rueda de una tahona. Desmontó y le dieron un paño con que lavarse y luego lo condujeron a la casa y le dieron de cenar.
Se sentó a una fregoteada mesa de madera junto a otros dos jóvenes y comieron chayotes asados y sopa de cebolla y tortillas y frijoles. Los chicos, que eran aún más jóvenes que él, lo miraban disimuladamente y esperaron a que hablara, por ser el mayor de los tres, pero él no habló y siguieron comiendo en silencio. Dieron de comer a su caballo y al caer la noche lo llevaron a la parte de atrás de la casa y le ofrecieron para acostarse un catre de hierro con una mísera funda de colchón. No había hablado con nadie salvo para decir gracias. Pensó que le habían confundido con otro. Despertó a una hora indeterminada y se sobresaltó al ver en la penumbra una figura que lo miraba desde el umbral, pero solo era la olla de arcilla que colgaba del dintel de la puerta, para refrescar el agua por la noche, y no otra clase de figura de otra clase de arcilla. La siguiente cosa que oyó fue el batir de unas manos trabajando las tortillas para el desayuno al amanecer.
Uno de los chicos le trajo una bandeja con un cuenco lleno de café. Salió al patio a tomarlo. Oyó hablar a unas mujeres en alguna parte de la casa y se quedó al sol bebiendo café y observando los colibríes que arremetían y se lanzaban y se detenían en el aire entre las flores que colgaban de la pared. Al rato una mujer acudió a la puerta y lo llamó para desayunar. Él se volvió con el cuenco en la mano y al hacerlo vio pasar por la calle el caballo de su padre.