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Cuando entró a caballo en el patio el viejo Sanders estaba sentado en el porche, tal como lo había dejado la última vez. No reconoció al chico. Ni siquiera reconoció al caballo. De todos modos le dijo que se apeara.

Soy Billy Parham, dijo el chico en voz alta. El viejo permaneció un minuto en silencio. Luego dio una voz hacia la casa. Leona, llamó. Leona.

La chica apareció en el vano de la puerta, se protegió los ojos con una mano y miró al jinete. Después salió y se quedó de pie con una mano en el hombro de su abuelo. Como si fuera el jinete el que le traía malas noticias al viejo.

Cuando volvió de nuevo a la casa era más de mediodía. Dejó el caballo ensillado y a punto en el patio y entró y se quitó el sombrero. Recorrió todas las habitaciones. Pensaba que el anciano estaba loco, pero de la chica no podía decir nada. Entró en la habitación de sus padres y se quedó un largo rato allí, de pie. Se fijó en la funda del colchón, que llevaba las herrumbrosas huellas de los muelles. Luego colgó el sombrero del picaporte y se acercó a la cama. Se quedó junto a ella. Alargó el brazo, cogió el colchón con ambas manos, lo retiró de la cama, lo enderezó y lo dejó caer del revés en el suelo. Lo que quedó a la vista fue una enorme mancha casi negra de sangre seca que de haber penetrado tan profundamente crujió y se astilló como un oscuro vidriado cerámico. Se levantó un polvillo acre. Billy continuó de pie. Sus manos tantearon el aire y finalmente agarró el pilar de la cama y se aferró a él para mantener el equilibrio. Al rato levantó los ojos y al cabo de otro rato se acercó a la ventana. Miró los campos bañados por la luz del mediodía, el verde nuevo de los álamos junto al arroyo, el sol brillando sobre la sierra de las Ánimas, y cayó de rodillas, se llevó las manos a la cara y se echó a llorar.

Cuando pasó a caballo por Ánimas las casas parecían desiertas. Se detuvo frente al almacén y llenó su cantimplora con el agua de la espita que había a un lado del edificio, pero no se decidió a entrar. Aquella noche durmió en los llanos, al norte de la ciudad. No tenía nada que llevarse a la boca y no encendió fuego. Despertó continuamente y cada vez que lo hacía la uve doble de Casiopea se había acercado más a la estrella Polar y todo estaba como había estado y seguiría estando eternamente. Al mediodía siguiente llegaba a Lordsburg.

El sheriff alzó la vista de su escritorio. Frunció los finos labios.

Me llamo Billy Parham, dijo el chico.

Sé cómo te llamas. Pasa. Siéntate.

Se sentó en una silla frente a la mesa del sheriff y dejó el sombrero sobre su rodilla.

¿Dónde has estado, hijo?

En México.

México.

Sí.

¿Por qué te escapaste?

Yo no me escapé.

¿Tenías problemas en casa?

No, señor. Papá no lo habría permitido.

El sheriff se retrepó en su silla. Se palpó el labio inferior con el índice y estudió la andrajosa figura que tenía delante. Pálida de polvo. Delgada hasta la demacración. Sujetos los pantalones mediante una cuerda.

¿A qué fuiste a México?

No lo sé. Me dio por ahí.

Tenías un pelo en el culo que te pinchaba y no se te ocurrió otra cosa que largarte a México. ¿Es eso lo que me quieres decir?

Supongo que sí, señor.

El sheriff alargó la mano para apartar un montón de papeles grapados del borde del escritorio y los cuadró con el pulgar. Miró al chico.

¿Qué sabes de todo este asunto, hijo?

No sé nada en absoluto. He venido para preguntarle a usted.

El sheriff lo miró fijamente. Está bien, dijo. Si esa es tu historia, a ella tendrás que atenerte.

No es ninguna historia.

Está bien. Llevamos rastreadores hasta la casa. Eran seis caballos los que habían partido de allí. El señor Sanders dice que cree que son todos los que había. ¿Es así?

Sí, señor. Teníamos siete caballos contando el mío.

Jay Tom y su chico dicen que fueron dos y que se marcharon con los caballos un par de horas antes del amanecer.

¿Supieron calcularlo?

Supieron calcularlo.

Se presentaron a pie, entonces.

Así es.

¿Qué dice Boyd?

Boyd no dice nada. Escapó y se escondió. Pasó la noche al raso y a la mañana siguiente fue a casa de Sanders pero no entendieron nada de lo que decía. Miller tuvo que coger la camioneta y llegarse a la casa, donde se encontró con aquel panorama. Les habían disparado con una escopeta.

Billy miró la calle detrás del sheriff. Trató de tragar pero no pudo. El sheriff lo observó.

Lo primero que hicieron al llegar fue coger al perro y cortarle el cuello. Luego se dispusieron a esperar por si salía alguien de la casa. Tanto esperaron que uno de ellos tuvo que ir a mear. Esperaron a que todos se hubieron dormido otra vez después que el perro dejase de ladrar.

¿Eran mexicanos?

Indios. Al menos es lo que dice Jay Tom. Imagino que sabe distinguirlos. El perro no llegó a morir.

¿Cómo?

Que el perro no llegó a morir. Lo tiene Boyd. Está mudo como una pared.

El chico se quedó mirando el grasiento sombrero encajado en su rodilla.

¿Qué clase de armas teníais?, preguntó el sheriff.

En casa no había ningún arma aparte de una carabina cuarenta y cuatro cuarenta, y esa la tenía yo.

Pues no les sirvió de mucho, ¿verdad?

No, señor.

No tenemos ninguna pista. Eso lo sabes.

Sí, señor.

¿Y tú?

¿Yo qué?

Si sabes algo que no me hayas contado.

¿Tiene jurisdicción en México?

No.

Entonces qué más da.

Vaya manera de responder.

Ya. Más o menos como la suya.

El sheriff lo observó un rato.

Si crees que todo esto no me importa, dijo, estás muy equivocado.

El chico siguió sentado. Se llevó el antebrazo a un ojo y luego al otro y volvió la cabeza y miró de nuevo por la ventana. Por la calle no pasaba nadie. En la acera había dos mujeres hablando en español.

¿Podrías darme una descripción de los caballos?

Sí, señor.

¿Alguno de ellos está marcado?

Sí. Uno. Niño. Papá se lo compró a un mexicano.

El sheriff asintió con la cabeza. Está bien, dijo. Se agachó, abrió un cajón del escritorio, extrajo una caja metálica, la puso sobre la mesa y la abrió.

Se supone que no debería darte estas cosas, dijo. Pero no siempre hago lo que me dicen. ¿Tienes dónde guardarlo?

No lo sé. ¿Qué hay ahí dentro?

Papeles. Licencia de matrimonio, certificados de nacimiento. Hay papeles de algunos caballos, pero la mayoría es de hace años. También está el anillo de boda de tu madre.

¿Y el reloj de papá?

No había ningún reloj. En casa de los Webster tienen algunos enseres domésticos. Si quieres haré que guarden estos papeles en el banco. Por el momento no se ha nombrado conservador, de modo que no puede hacerse otra cosa.

Debería haber algún documento sobre Niño y también sobre Bailey.

El sheriff dio vuelta a la caja y la deslizó sobre la mesa. El chico empezó a rebuscar entre los documentos.

¿Quién es Margarita Evelyn Parham?, preguntó el sheriff.

Mi hermana.

¿Dónde está?

Murió.

¿Cómo es que tenía nombre mexicano?

Se lo pusieron por mi abuela.

Empujó la caja hacia el sheriff, volvió a doblar los dos papeles que había sacado de ella y se los metió por dentro de la camisa.

¿No quieres coger nada más?, dijo el sheriff.

No, señor.

Cerró la tapa de la caja, devolvió esta al cajón del escritorio, cerró el cajón, se retrepó en la silla y miró al chico. No estarás pensando en volver a México, ¿verdad?, dijo.